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En el anfiteatro del Instituto de Medicina Legal la humedad había terminado por soplar la pintura del techo dejando a la vista grietas y perforaciones. Por una de ellas asomaban las diminutas antenas de una cucaracha.

—La mierda que recibí anoche es una de las cosas más feas que he visto en mi vida —Piedrahíta tomaba café y mordía un roscón sin quitarse los guantes plásticos de las manos.

—¿Y de qué murió?

—Está roto por todas partes. Tiene fractura de columna, el estómago reventado, agua en los pulmones y la garganta pegada. Por la mitad de cualquiera de esas, chao mi negro.

Silanpa observó horrorizado las botellas de formol en las que Piedrahíta guardaba sus trofeos: un corazón con tres huecos de bala, un hígado carcomido por la cirrosis, una mano apretando un cuchillo…

—Caray. ¿Y del tiempo hay algún indicio?

—Dos semanas, de pronto más. Es difícil saber cuando hay tanto daño. Lo máximo que le calculo son dos meses teniendo en cuenta que estuvo bajo el agua. Más y se deslíe.

—¿Entre dos semanas y dos meses?

—Sí.

—Bueno. Al menos le ponemos un marco. ¿Qué edad le calcula?

—Entre cincuenta y sesenta. No se puede acumular tanta grasa en menos.

—¿Y de los rasgos?

—Blanco de piel. Pelo cano, calvo en la punta y escobillas a los lados. Uno sesenta y ocho de estatura. Ya le mandé todo al capitán Moya, allá deben estar preparando el dibujito.

—¿Y lo que tenía por dentro: la tierra, las algas?

—Todo eso lo mandé temprano al laboratorio. A lo mejor mañana por la tarde.

—Gracias. Cualquier cosa nueva me avisa.

—Sí, hasta luego.

El capitán Moya era un hombre de aspecto poco saludable que parecía haber cumplido los cincuenta. Sus facciones estaban marcadas por el exceso de comida y la falta de sueño: ojos inyectados, oscuras bolsas debajo de los párpados, sudoración intensa. Su nariz era un tubérculo atravesado por infinidad de venas a punto de estallar sobre unos labios muy finos, como dibujados a lápiz. Aquel rostro parecía decir: aquí hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por la adversidad pero que, a pesar de todo, sigue creyendo en la bondad esencial del hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y que ha comprendido el profundo sentido del sacrificio y la entrega.

Moya tenía el retrato del empalado sobre la mesa. Era un hombre de rasgos amables.

—Ahí tiene todo lo que le puedo dar en esa carpeta. La lista de desaparecidos, sobre todo. ¿Me dijo dos meses?

—Sí, para empezar.

—Seleccionamos los mayores de 25 años, varones. Claro, sólo está lo del Distrito. Ya pedí esta mañana datos del país, pero los computadores están saturados. Creo que hay algunos nombres de Chocontá.

—Por algo hay que empezar.

El capitán se recostó en el espaldar del asiento y respiró con fuerza intentando en vano cruzar la pierna. La guerrera le apretaba la inmensa barriga y un carraspeo arenoso le ahogaba la voz.

—Permítame una preguntica privada, periodista —dijo. Moya le clavó los ojos mientras se acariciaba el mentón—. Le voy a hablar como amigo, Silanpita, de hombre a hombre, porque con toda modestia me estoy preparando para una experiencia profunda… ¿Conoce una vaina que se llama La Última Cena?

—Sí, capitán, es una asociación evangélica para adelgazar leyendo pasajes de la Biblia —respondió Silanpa—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Es que a mi mujer se le metió en la cabeza que yo vaya allá. Pero no sé, esas vainas me suenan raro.

—Puede que sea útil. Por estos días hay un montón de gente metida en eso. ¿Cuándo comienza?

Moya se miró el estómago y trató de chuparlo. El espaldar de la silla chilló y él volvió a incorporarse.

—Todavía no sé. El problema es que me dijeron que uno tiene que hablarle a los compañeros en la primera sesión, explicarles por qué uno está ahí… Y usté me conoce, yo soy una persona muy tímida. No sé hablar en público.

—Lo importante son los resultados —dijo Silanpa—. ¿Quiere que le averigüe algo en el periódico?

—No, sólo si hay algún dato especial. Lo estoy pensando apenas.

Silanpa salió a la carrera Trece y abrió la carpeta que le había dado Moya. Cada expediente tenía una foto, un historial y declaraciones de familiares sobre las circunstancias, estado mental y posibles motivos de desaparición. Se entró a almorzar al Burger, pidió una superqueso y fue a sentarse junto a la ventana con los 38 expedientes, pero de pronto sintió una profunda pereza. ¿Por dónde comenzar? Trató de concentrarse pero el ruido de la calle le llevó los ojos hacia afuera. Leyó varias veces un aviso que colgaba de lo alto del semáforo: «Bogotá es de todos. Cuídela.» El reloj de Granahorrar daba las dos de la tarde y del otro lado de la avenida, sobre un muro desconchado lleno de viejas pancartas electorales, alguien había escrito: «No seré un Don Johnson… ¡Pero tampoco soy un Don Nadie!»

Cuando regresó a la comisaría con los expedientes, el capitán Moya le dijo que a partir de las dos de la tarde esperaban gente en la morgue para intentar identificar el cadáver.

—¿Los parientes de estos? —agitó la carpeta.

—Sí. Vaya a ver, periodista. Seguro que allá consigue algo.

Piedrahita le dio una bata y lo invitó a sentarse. El primero en llegar fue un joven de unos veintisiete años.

—¿Nombre de la persona que busca y vínculo familiar?

—Tulio Poveda Bejarano. Hijo mayor.

—Siga.

Lo llevaron hasta la camilla y retiraron la sábana. El joven hizo un gesto de asco pero le bastaron tres segundos para decir no, no es.

—Mírelo bien —insistió Piedrahita.

—No es, ya le dije.

—El cuerpo está muy maltratado, ¿le puedo preguntar por qué está tan seguro?

—Por la boca, doctor. A mi taita sólo le quedaba el colmillo izquierdo.

Silanpa, que escuchaba desde atrás, marcó el expediente. Luego le tocó el turno a una señora acompañada de un joven.

—Marcos Nemqueteba Carrero. Esposa y sobrino.

Se acercaron. El joven se quedó atrás al ver que retiraban la sábana.

—No es.

—¿Está segura, señora?

—Sí.

—¿Podemos saber la razón?

—Perdone que le diga doctor —bajó la voz, se le acercó al oído—. Y que conste que no lo diría si usted no me lo pregunta… Una mujer conoce bien a su marido, ¿no le parece?

—Aquí se trata de una investigación policial, señora, ¿puede decirme la razón?

La mujer se acercó a la oreja de Piedrahíta.

—A Marquitos le faltaba un testículo, doctor… Fue una cosa horrible. Él nació como todos, normal y completico, pero ya casados tuvo el accidente. Imagínese, montando a caballo en el Llano se golpeó contra una cerca y al caer se enredó en el alambre de púas. Ahí se lisió Marquitos. Pero sepa, no por eso dejó de ser un hombre…

—Gracias por su colaboración, señora.

Hacia la media tarde ya habían pasado más de la mitad y la respuesta siempre era la misma: No es.

—Arturo Carrizo Sinoco. Cuñado.

Se lo mostraron y el hombre negó con la cabeza.

—¿Por qué razón?

—Debe haber un error, doctor. Mi cuñado no era tan gordo ni tan viejo, y la última vez que lo vimos era negro.

—Pues sí, entonces debió haber un error. Siguiente.

—Ósler Estupiñán Juárez. Hermano menor.

—Concéntrese y observe —dijo Piedrahíta.

—¿A ver? —comenzó a mirarlo con atención. Lo estudió de arriba a abajo. Dudó.

—De primerazo no parece, pero hay algo familiar.

—Mírelo bien. Tenemos todo el tiempo.

—Podría ser, sí.

—Pase allá, el enfermero le hará unas preguntas de rutina.

Silanpa lo invitó a sentarse en una mesa de fórmica. El hombre era bajito, llevaba un vestido mil rayas y una corbata azul de lana. Tenía los zapatos sucios de barro.

—Usted dice en este expediente que su hermano desapareció hace mes y medio. ¿Lo confirma?

—Sí.

—Su hermano era soltero, tenía cincuenta años, vivía en Fontibón, no sufría trastornos mentales y era chofer de un taxi urbano, Chevrolet 66 con placas FT 3643. ¿Correcto?

—Sí. Chevrolet 66 modernizado al 73.

—Aquí dice que usted no lo veía desde febrero del año pasado. ¿Es verdad?

—Positivo.

—Considerando que estamos en octubre, quiere decir que hace veintiún meses que usted lo vio la última vez. ¿En qué circunstancias fue ese encuentro?

—Una cosa increíble. Fíjese, yo trabajo en el CAN, en Catastro. Un día salgo de afán a coger el bus Samper Mendoza-Bosque Izquierdo y cuando esperaba en el paradero de la avenida El Dorado, veo un taxi que pita y se acerca. Al principio creí que una de las personas que esperaba bus había decidido darse el lapo parando un carro, pero al estar más cerca vi una mano que hacía señas. Me acerqué y, sorprendido, vi a Ósler. Bueno, le confieso que si él no se presenta yo no lo reconozco, porque en esa época sí que no lo veía desde que me fui a Cartagena, imagínese, hace ya nueve años.

—¿A Cartagena?

—Sí. Divina ciudad —continuó diciendo Estupiñán—. La cosa estaba tan jodida en Bogotá que apenas me ofrecieron un empleo modesto en una empresa costeña, la Royal Crown de gaseosas, me decidí. Un puesto decente, de jefe de bodegas en una de las repartidoras, no muy bien pago pero tampoco miserable. Daba para pagar un alquiler, comprar ropa una vez al año y, aquí entre nos, mojar el nabo de vez en cuando en la zona de la muralla, que como es oscuro no impresiona y comparado con Bogotá es baratico. Se pasean por ahí unas morochas que, si me permite la expresión, son de entrepierna fácil. Se les paga una Bavaria, se les compra una chuspita de maíz y un cigarrillo suelto, se les mete un billete de mil entre el escote y, ¡contacto!, se abren como patos, ja ja. ¿De qué estábamos hablando?

—Su hermano. Usted estaba esperando bus y él llegó.

—Ah, sí. Como le decía, casi no lo reconozco. Pero él me vio y me hizo subir. Ese día, como yo estaba de afán porque tenía que hacer un trabajito por fuera de horas en el Bosque Izquierdo, no nos vimos mucho. Pero el fin de semana siguiente nos encontramos en la calle 23, esquina con la Séptima, y fuimos a comer a lo que diera la panza al Punto Rojo, donde me dijo iban mucho los profesionales del transporte público.

—¿Y el cuerpito que le mostramos es o no es?

—No, creo que no. No sé. De pronto sí.

—Dígame una cosa, ¿qué cree que le pudo haber pasado a su hermano?

—Misterio. Él chupaba poco, no le gustaba la timba y con las hembritas apenas lo estricto necesario para cumplirle a la cédula en donde dice «masculino», ¿me capta? —soltó una risa pícara—. Ni idea. Era un tipo bueno, un hombre sin enemigos.

—¿Piensa en un secuestro?

—Nooo… Quién iba a secuestrar a un taxista que ni siquiera era propietario de su taxi —tomó aire, se acercó a la oreja de Silanpa—. Fue algo distinto: el carro lo encontraron parqueado sin señas de violencia. Su casa estaba ordenadita. De verdad le digo, ni idea. Pero cuénteme, ¿todos los enfermeros hacen estos interrogatorios?

Silanpa sacó una insignia falsa de la billetera y se la mostró.

—Ah, ya entiendo… ¿De la secreta?

—Colaboro con la policía. ¿Le puedo pedir que me llame si sabe algo de su hermano? A lo mejor colaborando entre los dos damos con él.

—Listo, Jefe. Yo lo llamo. Keep in touch.

—¿Habla inglés?

—Me estoy preparando para emigrar. ¿Usted conoce allá?

—No, me gustaría, pero no.

Silanpa salió desanimado. Ninguna de las personas había reconocido el cadáver y ya veía venir la avalancha de expedientes de todo el país. Llamó a Moya y le contó los resultados, luego fue a su casa y encontró un mensaje en el contestador: «Señor Silanpa, es la señora Gallarín. Ya consulté con mi abogado y él está de acuerdo. Dice que con las fotos es suficiente, así que tómelas y tráigamelas lo más rápido posible. Gracias.»

Se acercó a la muñeca y le dijo en tono bajo: «Esta noche salimos juntos», y le tiró un beso. Miró el reloj y vio que había mucho tiempo por delante. Se sirvió una cerveza y se la tomó con calma mientras revisaba las copias de las fotos del empalado y algunos expedientes. Luego pensó que hacía días que no veía a Guzmán.

Y fue a visitarlo.

Fernando Guzmán había terminado el colegio con él. Habían hecho juntos la carrera de periodismo en la Javeriana y, luego, entrado al tiempo a El Observador. Guzmán directamente a judiciales, pues tuvo la mejor prueba de ingreso y le pidieron elegir, mientras que Silanpa debió hacer un periodo de aprendizaje en la sección domingo.

Guzmán era el periodista más lúcido de su generación: un hombre culto, obsesivo, con intuición. Silanpa lo veía discutir con sus compañeros de sección sobre los diferentes casos y sentía orgullo. «Ese es mi amigo», se decía, y se daba cuenta de cómo los ponía en jaque, de cómo siempre era Guzmán, inexperto y neófito, el que lograba resolverlo todo llegando al fondo de la cuestión, encontrando la pista, sabiendo dónde y cómo buscar lo que parecía inencontrable.

Cuando Silanpa pudo entrar por fin a judiciales Guzmán fue ascendido al cargo de editor, que para él era lo más natural del mundo y que, en realidad, ya asumía desde hacía varios meses por su dinamismo y perspicacia. A partir de ese día los más tempraneros, los que llegaban en los primeros buses al periódico, lo encontraban sentado, fumando, tomándose frente a la pantalla un café negro con los ojos inyectados. Guzmán gesticulaba, se emocionaba con la realidad y la perseguía como a una presa. Quería anticiparla, comprenderla, casi seducirla…

Trabajaba hasta muy tarde. Cuando los últimos redactores diurnos se habían ido Guzmán seguía ahí, con su corbata descentrada, en mangas de camisa y fumando Pielroja tras Pielroja, dando instrucciones a los redactores de la noche y encargando investigaciones, haciendo llamadas, pasándole revista a sus chivatos y, en ocasiones, saliendo a la carrera a buscar algún dato urgente.

Al filo de la medianoche se iba, a veces con Silanpa, que lo esperaba tomando ron con los de provincias, o a veces solo, y todo el mundo sentía que faltaba algo importante cuando Guzmán no estaba, que una de las columnas del periódico se había esfumado.

El rápido ascenso convirtió a Guzmán en un hombre ensimismado. El trabajo ocupaba la totalidad de su cerebro y cuando le hablaban miraba hacia una de las esquinas del techo, como vigilando sus ideas. Las salidas nocturnas lo llevaron primero al alcohol y, de ahí (eso Silanpa nunca lo supo a ciencia cierta), a las drogas… Decían que se drogaba para soportar el trabajo, para estar lúcido y despierto todo el día y toda la noche. Desde su cargo de redactor en judiciales Silanpa podía observarlo de lejos y alimentar su admiración. Pero al acercarse vio que Guzmán comenzaba a extraviar la brújula. Cada día se emborrachaba más temprano, cada vez los tragos de ron eran más largos.

Al filo de las diez de la noche, Guzmán era una especie de papel tornasol: sus mejillas se hinchaban y su nariz parecía un pimiento rojo. Silanpa decía que tal vez ese era el precio que pagaba por la inteligencia, y todos lo aceptaban así. Y hacia las once, cuando Guzmán tenía los ojos inyectados y la voz era apenas un remedo, una especie de grabación alucinada, se iba al baño dando tumbos. Al volver era otro: no hay mal en el mundo que no cure un chorro de agua fría en la nuca, decía.

Silanpa llegaba a la redacción a las nueve de la mañana y, mientras tomaban café, Guzmán le explicaba lo que había para el día, con gráficos y líneas que representaban sus ideas porque era de esos grafómanos que no pueden hablar sin dibujar lo que dicen, que complementan sus palabras con trazos sobre el papel.

Una mañana le sintió el aliento y quedó perplejo.

—¿Ha estado tomando a estas horas? —preguntó Silanpa—. Son las nueve de la mañana… ¿Pasa algo?

—Nada, apenas un traguito para afinar la voz.

—Está borracho. Mírese…

Vio junto a la papelera una botella de ron.

—Tranquilo —Guzmán encendió otro cigarrillo con gesto nervioso—. Soy como esa botella: estoy lleno de alcohol pero no ebrio. ¿Nos concentramos?

Las cosas se precipitaron un día en que, alegando que veía cucarachas gigantes, pateó todas las lámparas y máquinas de la redacción. Los psiquiatras dijeron que tenía el cerebro destrozado por el estrés, las drogas, el alcohol y el trabajo… Que debían internarlo, alejarlo de la redacción.

Desde entonces Guzmán estaba recluido en una casa de reposo en Chía, alejado de todo. Silanpa iba a visitarlo de vez en cuando.

Dejó el R6 en el parqueadero de la entrada, fue a pie hasta la verja y llamó a una de las monjas.

—Vengo a ver a Fernando Guzmán. Soy un amigo de la familia.

La monja lo acompañó al cuarto.

Al verlo, como cada vez, se le formó un nudo en la garganta.

—¿Cómo lo tratan, bien? —le entregó el paquete de almojábanas y unas uvas—. Sí… —lo miró con ojos afilados y esperó a que la monja saliera—. Quería verlo, ayer logré un avance importante hacia la libertad.

—¿Cuál?

—Los convencí de que me dejaran leer la prensa…

—¡Pero eso le va a hacer daño! —se exasperó Silanpa—. El médico dijo que nada de información.

—Espere, espere, la cosa es así. Les propuse que me dejaran leer un periódico por día, pero no como noticia ni actualidad sino como historia, ¿me entiende?

—No.

—Ellos me van dando cada día un periódico viejo, del año en que entré al sanatorio… Y así yo me entero de las cosas con varios años de retraso y en pequeñas dosis, pero me entero.

Silanpa lo miró con admiración. Se había salido con la suya.

—Voy en la toma del Palacio de Justicia, ¿qué vaina tan jodida, no? Este país se enfermó. Betancur va a tener que hacer un plebiscito, o dimitir.

—Ni se imagina lo que va a venir después…

—Ni una palabra, poeta —le dijo Guzmán—. Si hubiera habido un segundo bogotazo me habría dado cuenta.

Una cortina de lágrimas lo hizo retroceder. Fue hacia la ventana y miró los cerros con tristeza. Entonces decidió contarle del empalado.

—No sé ni quién es ni de dónde salió. Una bola de sebo repleta de arena y algas…

—Hay que ver si ya se ha hecho algo parecido —analizó Guzmán—. Mirar en los archivos de la policía si alguien ha sido ya empalado, o crucificado, o ahorcado y dejado al aire libre. Hay que buscar apoyo en algo, la única pista no puede ser la identificación del cadáver.

—La cosa está bien complicada —Silanpa encendió un cigarrillo y abrió la ventana—. Estoy buscando en los expedientes de personas desaparecidas, Moya me está ayudando a cambio de colaboración.

—Una vaina de esas no se hace sin odio, Víctor, y un odio muy profundo. Eso no es sólo un crimen. Ahí hay humillación, desprecio, bajeza.

La enfermera entró con una pastilla y lo miró de arriba a abajo, con desconfianza. Silanpa pensó que debía irse. Se despidieron con un apretón de manos que a él le calentó la sangre y, una vez más, evitó mirarlo a los ojos.

Regresó despacio a Bogotá pensando en las tardes de estudio en su casa con Guzmán, el Negro Ferreira y Juan Carlos Elorza. Analizaban los recortes de prensa, discutían sobre los enfoques de la información y se veían ya sentados frente a una IBM, en la redacción de algún periódico importante, con la bocina del teléfono pegada a la oreja y copiando una declaración vital que al día siguiente cambiaría el curso de la realidad. Todos sentían que la tinta corría por sus venas y que la página impresa era una extensión de tiempo en la que anhelaban pasar tardes de trabajo, noches de amistad y fatiga.

Miró el reloj: eras las seis de la tarde. El señor Gallarín no salía antes de las 7:30 pero era mejor ir prevenido. Comprobó que tenía en la guantera el libro de Cioran que su amigo filósofo Tabo Chirolla le había prestado y se voló para la clínica.

A las 19:30 exactas el BMW sedán de Gallarín salió del parqueadero. Avanzó hasta la esquina de la calle Cien con carrera Diecinueve y en el semáforo, como de costumbre, recogió a su amante. Luego bajó por la Cien hasta la autopista y condujo hacia el Estadero del Norte. Silanpa revisó su Nikkormat y el plano de la planta del motel. Gallarín siempre iba a los cuartos que daban al patio de adentro, los que tienen miniteca y sauna. Palpó en el bolsillo la ganzúa y encendió un cigarrillo mientras miraba las luces del BMW, unos metros delante de las suyas.

Al llegar al motel Silanpa sentó la muñeca en la silla del copiloto, le puso una ruana y la recostó contra su hombro. Avanzó hacia la puerta y pitó dos veces. «Bienvenida al templo de Malpighi», le dijo al oído, y le pareció que sonreía. Un joven les abrió a toda velocidad indicándole que siguiera las señales. Fue a la izquierda a buscar los cuartos interiores y al pasar vio que el BMW sedán estaba en el número 7.

Bajó con la muñeca en brazos y subió a la habitación con los ojos clavados en el corredor interno. Por ahí entraría. En la habitación se miró en el espejo, revisó el equipo y sacó de nuevo su libro. Quería agarrarlos con las manos en la masa y para eso debía esperar unos minutos.

Antes de salir entró a orinar al baño y apagó la colilla del cigarrillo. «Espérame aquí», le dijo a la muñeca sentándola delante del televisor. Los tobillos le temblaron al llegar a la puerta. Escuchó gemidos y se dijo: «Ya están en lo bueno.» Alistó la cámara y abrió disparando golpes de flash y gritando «¡Nadie se mueva, policíaaa!».

Gallarín estaba boca abajo. Tenía puesto un brassier de encaje rosado, los brazos amarrados con medias de nylon al marco de la cama y zapatos de tacón color plata. Detrás de él estaba el negro Zoltán, el encargado de la limpieza en la clínica, con una camiseta de esqueleto recortada al ombligo.

—Sonrían y no se me muevan —gritó Silanpa sin dejar de disparar la cámara.

Como un rayo el negro sodomita se desprendió de Gallarín y enfrentó a Silanpa blandiendo su oscuro príapo.

—Quieto… Policía.

No terminó de decir la frase y ya rodaba por el suelo de un tremendo puñetazo. El etíope tenía el puño veloz.

—Zoltán, bruto, ¿qué carajo estás haciendo? Déjalo, no compliques más las vainas —Gallarín intentó reponerse.

Silanpa se levantó magullado y el negro se retiró mirándolo con un odio impregnado de humillación.

—La policía tiene rodeado el motel —mintió con voz que pretendía ser agresiva—. Es una operación de rutina, así que quédense acá sin moverse hasta que venga el capitán.

—Zoltán, al baño. Déjame hablar con el caballero.

El negro entró y cerró la puerta.

—No sé quién es usted, joven, pero me lo imagino. No creo esa historia de la policía y me inclino más bien por uno de esos detectives que andan vigilando a maridos adúlteros. ¿Me equivoco?

Silanpa no dijo ni sí ni no. Más bien se acarició el pómulo golpeado y evitó mirar al hombre desnudo, sudoroso.

—Sé que es mi mujer la que lo manda y por lo tanto podemos hablar con franqueza: ¿Cuánto?

—¿Cuánto qué?

—No nos hagamos los pendejos. ¿Cuánto, cuánto le pagó mi esposa?

—Eso es secreto profesional.

—A la mierda su secreto profesional. ¿Cuánto por el rollo fotográfico? Pídame lo que sea. ¿Quiere doscientos mil pesos?

Silanpa pensó que había cobrado exactamente esa suma y que ya la había gastado reparándole el sistema eléctrico al Renault 6.

—Por esa plata ni me rasco la oreja, doctor. Además no es legal lo que me propone.

—¿Y es legal meterse en la vida ajena?

Sintió vergüenza, pero se repuso.

—Usted está engañando a su esposa, doctor, no me venga con sermones. Lo que viene a hacer aquí con el zambo está penalizado hasta en la Biblia.

Se acarició el pómulo. Se dio media vuelta y enfiló hacia la puerta.

—Espere… ¿Medio millón le sirve? —reviró Gallarín.

Silanpa miró la cámara y un gesto de sorpresa lo traicionó.

—Venga, ya mismo le hago un cheque.

El hombre se cubrió con la sábana. Fue hasta su chaqueta y sacó un estilógrafo.

—Aquí tiene. Déme el rollo.

Silanpa cogió el cheque y le entregó la película. Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta pensando que era la última vez que lo hacía. La vida privada de los demás ejercía sobre él una gran fascinación, pero se dijo: «Yo soy periodista, carajo. ¿Qué hago metido en estos líos?»