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Amanecía cuando llegaron al Sisga y Estupiñán comenzó a preocuparse.

—Yo aquí, jugando a policías y ladrones, y dentro de dos horas tengo que estar en la oficina.

—No se preocupe, yo se lo arreglo en un minuto. Escríbame el teléfono y el nombre de su jefe en este papel.

Entrando a Chocontá pararon en un teléfono público y Silanpa llamó al capitán Moya.

—¿Capitán? Sí, ya sé que es temprano. Sigo con lo del empalado y estoy detrás de una pista importante. Pero necesito que me haga un favor: llámese a este teléfono, anote: 248 39 26, pregunte por el director de la Sección Balances que es el señor Teófilo Mejorado y explíquele que Emir Estupiñán no podrá ir a trabajar hoy por estar colaborando con la Policía Nacional en un caso urgente y secreto. ¿Me hace el favor?

—¿Y quién es ese tal Estupiñán?

—Es hermano de uno de los desaparecidos, mi capitán, después le cuento el resto.

—Okey, Silanpa. Y una cosita, ¿será mucha molestia si le encargo unas mogollas chicharronas?

—Con gusto, capitán, ¿cuántas quiere?

—Unas quince no más, para comer aquí en la estación.

Eran las seis de la mañana. Por la calle pasaban campesinos de ruana y sombrero, hacía frío, caía una ligera llovizna que era como una tela de agua en el aire. Silanpa vio venir al cura.

—Su Reverencia, perdone. Somos de Bogotá y estamos buscando la bodega.

—¿Bodega? Querrá decir el granero.

—Eso, Padre, eso. Es que viajé toda la noche y ya no sé ni lo que digo.

—Salga por esta calle al fondo. Ahí va a ver un camino que sube a la montaña rodeando una cantera. Siga por ahí unos 500 metros y luego métase a la derecha. Hay un camino y está señalado.

—Gracias, Padre.

La llovizna se fue convirtiendo en aguacero al llegar al cruce. No se veía un alma y decidieron dejar el carro debajo de unos árboles para seguir a pie.

—¿No hay paraguas? —Estupiñán miró debajo de la silla.

—No, pero no se preocupe. Usted me espera aquí.

—Ni hablar. El carro tiene goteras y no hay radio.

—No me responsabilizo de lo que pueda pasarle.

—Tranquilo, detective. Yo lo acompaño por mi cuenta.

Era una construcción de madera y cemento de principios de siglo. Tenía un edificio central, con el letrero «Granero La Unión», en el que había varias oficinas. Luego una nave con techo a dos aguas y grandes ventanales enrejados. No había movimiento, no se veía a nadie. No había carros parqueados al frente.

—Vamos a mirar por atrás —Silanpa corrió de árbol en árbol para no mojarse.

Estupiñán abrió una puerta de madera carcomida por la humedad y entraron a una antigua cocina. De ahí pasaron a un salón de techo sin bóveda que olía a tierra y vieron los silos alineados, con enormes tubos que botaban el grano sobre bandejas de cobre.

—Esto huele mal.

—Huele a pedo de chigüiro —analizó Estupiñán.

—Raro que no haya nadie.

Los bultos tenían todos un sello rojo en la panza con las letras LU, y más abajo marcado en letra negra: «Chocontá-Boyacá.»

El ruido de una puerta abriéndose los hizo saltar detrás de los bultos.

—Ahí está la carga —dijo una voz—. ¿Cuántos bultos me dijo?

—Sesenta. ¿A qué hora puedo traer el camión?

—Cuando quiera. Si quiere venir ahorita le abro el garaje, así no se moja.

—Por ahí a las diez, mejor. Total tengo abasto para la mañana.

Al quedarse solos salieron y revisaron la sala. No había nada extraño.

Silanpa alcanzó a ver la camioneta del visitante. En la puerta de atrás decía «Panificadora Boyacá Real». El hombre cerró la puerta y subió por la escalera.

Al salir del granero Silanpa descubrió un cobertizo que comunicaba con la propiedad por un broche de alambre de púas. Entraron y vieron unas banquetas de madera enmohecidas, varios fogones de carbón, espejos rotos y mesas quebradas. Sobre un pedazo de puerta decía «Baños Turcos El Paraíso Terrenal».

Dando un rodeo llegaron al R6 y volaron a la comisaría de policía de Chocontá. Silanpa sacó credencial, acreditó a Estupiñán, y el teniente Camargo, máxima autoridad, los recibió en su oficina.

—¿Les sirvo un tintico?

—Gracias.

—¿Usté es periodista, entonces?

—Sí.

Estupiñán, sorprendido, miró a Silanpa: ¿Periodista?

Trajeron una bandeja con tres tazas de café y una canasta de pan.

—Prueben la mogolla chicharrona. Es pura gloria. ¿En qué puedo servirles?

—Quería preguntarle una cosa. ¿Quién es el propietario del Granero La Unión?

—¿Del granero? Es el doctor Ángel Vargas Vicuña, que ustedes conocerán. Una eminencia de hombre, un trabajador sencillo, producto típico de esta ciudad. ¿No se habrá metido en algún lío?

—Al revés. Queríamos saber quién era para que no lo tenga. No más. ¿Y el chicharrón de la mogolla lo hacen aquí en Chocontá?

—Sí, ¿cómo les quedó el ojo?

—Ave María, mi teniente. Si dan ganas de quedarse a vivir aquí con tanta delicia.

Al salir Silanpa se dio cuenta de que ya había llenado una de las hojitas de su libreta:

«Billar Lolita. Lotario Abuchijá. Cálculo: por ahí 300.000 pesos por viaje nocturno Tunja-Chocontá. Averiguar. Buscar bodega. Quica. Temprano el viernes. Granero La Unión. 60 bultos a Panificadora Boyacá Real. Baño Turco El Paraíso Terrenal. Doctor Vargas Vicuña. Teniente Camargo-Chocontá.»

Regresaban por la autopista hacia Bogotá y Estupiñán, que venía en silencio, habló de pronto:

—Permítame una pregunta, señor Silanpa, ¿usted dijo periodista?

—Sí, trabajo en El Observador.

—Caray, yo pensé que era de la secreta.

—Qué va, hombre, el único secreto que tengo es que me desayuno con aspirinas.

Al llegar a Chía le dijo a Estupiñán:

—Espéreme media hora y cómase algo mientras tanto en este restaurante —se orilló frente a una pancarta—. Voy a visitar a una persona que me va a ayudar a resolver esta vaina.

—Como mande, jefe. ¿Me permite que le diga jefe?

—Dígame como quiera. Ya vengo.

Estupiñán se acomodó en una de las mesas de la terraza y Silanpa entró a la casa de reposo. Subió por la escaleras hasta el segundo piso mirando los apacibles jardines: varios ancianos en sillas de ruedas respiraban al sol, al lado de una fuente, y una enredadera de buganvillas coloreaba el lugar de rosados y violetas.

—¡Qué cosa tan jodida lo de Armero! —Guzman lo acababa de leer en el periódico y estaba congestionado—. Me habría imaginado todo menos eso… De verdad le digo, a este país se lo llevó el putas.

—Lo que viene después es peor.

—No me joda, ¿peor que esto?

—No voy a contarle —se sentó en la cama y ojeó los ejemplares amarillentos de El Tiempo, El Espectador y El Observador apilados junto a la mesa de noche—. Más bien vine a que me ayudara con el caso del empalado.

Guzmán le clavó sus ojos de lince.

—Necesito que me cuente todo lo que sabe, que me describa exactamente lo que ha visto: el sitio, las características físicas, todo.

Silanpa comenzó a hablar mientras Guzmán, sacando papel y lápiz, tomaba notas y hacía dibujos. Le describió la zona de la laguna en donde estaba el cadáver y el tipo de madera de las estacas, le habló de Estupiñán, del bar Lolita y del transportista. Le narró el viaje a Chocontá y le dio toda la información que había copiado en su libreta.

—Bueno, dentro de un rato va a venir la monja a joder, así que es mejor que se vaya —los ojos de Guzmán echaban fuego—. Déjeme reflexionar unos días sobre estos datos.

—Gracias, hermano.

Salió triste, maldiciendo esa herencia de lagrimal flojo que siempre le impedía estar a la altura de sus propios sentimientos.