1

El Hotel Esmeralda era una vieja construcción de siete pisos que había vivido mejores días pero que aún conservaba en la fachada y en los toldos de entrada una lejana nobleza, algo de ese misterio que todavía poseen algunos edificios del centro de Bogotá y que son el lejano testimonio de una época muerta. Si alguien lo observara en silencio durante un rato podría imaginar que en su interior aún suceden cosas extraordinarias.

Silanpa se paró frente al edificio y miró hacia arriba tratando de adivinar cuál de las ventanas era la oficina de Heliodoro Tiflis. Otra vez Guzmán había tenido razón: el problema eran los terrenos, y si estaban a nombre de Tiflis debía haber empezado por ahí. Pensó decepcionado que no hacía bien las cosas, pero se consoló al decirse que si le habían destrozado el carro y le vigilaban la casa era porque tal vez algo de lo que hacía era correcto. ¿Sería de veras por culpa del empalado? Se disgustó al pensar que aquello tuviera que ver más bien con sus infames investigaciones privadas.

Entró al hotel y pasó la recepción cubriéndose la cara con un ejemplar de El Tiempo. Echó un vistazo, fue hasta el ascensor y subió al último piso. Al salir al corredor vio varias puertas y no supo qué hacer hasta que una de ellas se abrió y, sorprendido, vio aparecer la silueta elegante de Susan Caviedes. Antes de que ella pudiera verlo volvió al ascensor y le dio al botón del seis. ¿Qué hacía ella ahí? En su cabeza Susan y Tiflis estaban en bandos contrarios y ahora sí que no entendía nada. ¿Qué hacer? Tal vez lo mejor era seguirla, pero era arriesgado. Al fin se decidió y volvió a bajar.

Susan atravesó la recepción sin mirar al dependiente y caminó con paso seguro hasta la calle, dio vuelta en la primera esquina y entró a un parqueadero. Silanpa esperó a varios metros hasta que vio salir el Mitsubishi azul y el corazón le volvió a bailar en el pecho. Paró un taxi y le dijo, «Por allá, por donde va el jeep». El taxista lo miró por el retrovisor con un gesto torvo que Silanpa esquivó con dolor.

Avanzaron por la circunvalar hasta la 92. Le dolía la garganta, tenía un poco de fiebre, y al bajar a la séptima tuvo un fuerte acceso de tos y pensó que era lo único que le faltaba. Cuando sacó el spray para la laringe que había comprado esa mañana, sintió el frenazo. Al levantar los ojos el taxista le apuntaba con un revólver a dos palmos de la nariz.

—¡¡Suelte eso, gran hijueputa, suéltelo o lo quemo!! —la mano le temblaba. Los carros que venían detrás ya empezaban a pitar.

—No sé de qué está hablando, señor —la voz le falló—, esto no es…

—¡Suéltelo, gran hijueputa, caco de mierda, tírelo al piso o le vuelo la nariz!

—¡Pero esto es para la garganta, mire! —se roció la mitad del tarro en la boca—. ¡Mire, mire!

La cara del taxista empezó a distenderse. Sus ojos dejaron de echar fuego. En lugar de un rostro deformado por la furia apareció un vago gesto de sorpresa.

—¿Cómo? ¿No es gas paralizante?

—Qué va a ser gas, hombre, ¿no ve que me lo acabo de tragar?

Los pitos de los carros aumentaron y el taxista bajó el arma, confundido.

—Perdone, señor, yo creí que era un atraco. Le confieso que desde que se subió, y con esa pinta…

El Mitsubishi de Susan había desaparecido.

—Arranque que los de atrás nos van a capar —dijo Silanpa todavía temblando—. Y pare en la primera tienda, lo invito a una cerveza.

—Camine, señor. Así se nos pasa el susto.

Tomaron la cerveza y terminaron riéndose con las historias de atracos del chofer. Al final le preguntó:

—Perdone que le diga una cosa, ¿usté iba siguiendo ese jeep?

—Sí.

—No es por nada pero eso también suena muy raro. Hoy ya no se sabe y… Le juro que yo me di cuenta de que había algo extraño, y por eso me esforcé en mirar el Mitsubishi y a la señora que lo manejaba. Y pensé: ¿Será un amante cornudo? ¿La estará espiando para el marido? —el taxista hacía círculos en el aire con el dedo—. ¿Me sigue?

—Soy periodista —le sacó la credencial—. Estoy haciendo una investigación.

—Otra vez le pido disculpas. Pero es que usté sabe, con esa pinta quién se va a imaginar. Uno supone que un periodista gana al menos para comprarse una cuchilla.

Silanpa se pasó la mano por las mejillas. No sabía qué hacer y lo único que se le ocurrió fue regresar al Hotel Esmeralda.

Por el camino pensó que daba igual, que seguir a Susan no le habría aportado gran cosa y que otra vez estaba haciendo tonterías. Lo importante era saber qué relación tenía ella con Tiflis.

—¿Quiere que lo espere a la vuelta, periodista? Yo voy a estar en la cafetería tomando un cafecito, y si hay demora no importa porque ya es hora de comer y ahí tienen buena cocina.

—No se moleste por mí. ¿Qué le debo?

—Deje así. Yo quisiera retribuirle el susto que le di.

Silanpa entró de nuevo al hotel. En el ascensor, aprovechando un horrible espejo de cuerpo entero, intentó planchar el saco con las manos, limpiar con babas el borde de la camisa y arreglarse un poco el pelo. Tenía un aspecto lamentable.

Llegó al séptimo piso y buscó de inmediato la puerta del fondo, por la que había visto salir a Susan. Nada de ruidos, nada de luz. Decidió entrar. Sacó la ganzúa de los moteles y en dos giros la cerradura cedió. Miró alrededor, dio un paso al frente y se metió en la oscuridad del cuarto cerrando muy rápido la puerta. Comprobó que no había nadie, se quitó el saco, lo colocó al pie de la puerta para cubrir la rendija y encendió la luz.

Aparecieron el tocadiscos, los afiches taurinos y el minibar. Fue hasta el escritorio pero los cajones estaban cerrados con llave. Una copa, un vaso con hielo derretido y una colilla de Pall Mall con el filtro manchado de colorete hablaban de la reunión entre Tiflis y Susan. Miró los estantes pero no vio nada de interés, así que decidió abrir los cajones del escritorio. Los documentos que había allí no le dijeron nada al principio, pero al pasar las páginas comprendió qué era lo que buscaba: «Escritura terrenos Sisga». En el segundo cajón encontró un fólder con cartas y fotografías de Tiflis y Pereira Antúnez. Guardó todo en una bolsa y la escondió en su cintura. También había cuatrocientos mil pesos en un fajito de billetes, pero no andaba buscando plata. Sin pensarlo más salió de la oficina.

El taxista estaba en la cafetería y Silanpa, al ver el plato de fríjoles y carne, recordó que no había comido desde la mañana.

—¿Me espera un momentico? Déme tiempo de terminar este bitute.

—Pídame un plato, me muero de hambre.

El taxista le hizo seña al mesero y Silanpa fue al teléfono de la caja.

—Estupiñán al habla…

—Soy Silanpa, acabo de encontrar unas vainas importantes que quiero mostrarle. Necesito a Abuchijá mañana.

—Ahora mismo lo contacto, jefe. ¿Dónde está?

—En una cafetería cerca del Hotel Esmeralda.

—¿Dónde es la cita?

—Encontrémonos en El Faisán de Chapinero dentro de una hora, ¿la conoce?

—Sí, jefe. Cambio y fuera.

—Hasta luego…

Los fríjoles y el jugo de guayaba le devolvieron la confianza. Mientras comía, el taxista no paraba de contarle historias.

—Pero eso no es nada —le dijo—, una vez me tocaron dos hembritas de lo más coquetas, montadoras y todo. Llamé a Wilber por el radioteléfono, un colega de la central que es la cagada para las viejas, y le dije que nos encontráramos cerca del aeropuerto. Las hembritas pura descarga, le juro, pero al invitarlas al motel dijeron que había que pagar, que sin billete nada, ¿se imagina el desinfle? Las llevamos de todos modos y al final Wilber les metió un cheque chimbo.

Se atragantó de risa. Silanpa lo escuchaba apenas.

—A fin de cuentas salió lo comido por lo servido…

En El Faisán, Estupiñán lo esperaba en una de las mesas de la entrada. Hacía frío. Eran las diez de la noche.

—Creo que este fólder explica quién es el muerto y por qué lo mataron.

Estupiñán leyó la carpeta.

—¿Jefe, y esto no es ya como muy peligroso? Quiero decir, meterse en la oficina de un mafioso… Porque si el tipo tiene oficina en ese hotel es porque es esmeraldero.

—Ya sé, pero no hubo riesgos. Yo sabía que no había nadie.

—Los esmeralderos también son mafia, jefe, aunque hoy ya nadie se acuerde. Yo le dije desde el principio que no quería problemas.

—Era obvio que una cosa así, un empalado a la orilla del lago, tenía que llevarnos tarde o temprano a algo bien feo. Yo quería contarle lo que hay, pero si usted prefiere dejar la investigación no hay problema. Usted ya corrió demasiados riesgos para ayudarme.

Estupiñán se quedó pensativo. Un bus paró frente a la puerta de la cafetería y al arrancar llenó el andén de un humo negro que los hizo toser.

—Perdóneme, periodista. Es que el susto del otro día fue grande. Se me subieron, para qué.

—Es mejor que se vaya tranquilo a su casa, Emir, si sé algo de su hermano yo le aviso.

Bullshit! Tampoco exageremos, y además no se le olvide que tengo un permiso especial para faltar en Catastro. ¿Me vuelve a explicar para qué necesitamos a Lotario Abuchijá?

—Mire, la mujer del baño turco fue la primera que habló con él, la que lo contrató, eso está claro. Pero después de verla salir del Hotel Esmeralda las cosas se nos complican, por eso quiero ver si Abuchijá reconoce a Tiflis.

—¿Y el gordito de los palos en el rabo?

—Creo que ya sé quién es.

—Y… ¿puede saberse?

—Este de aquí —le mostró una figura en la foto—. Se lo presento: Casiodoro Pereira Antúnez.

—Pues parecerse sí se parece. Al cadáver, digo.

—Lo único que no cuadra es que Pereira Antúnez murió un mes antes, fíjese en esta esquela, y además lo enterraron. Hubo ceremonia y todo en el Cementerio Central.

Terminaron el café, se despidieron hasta el otro día y Silanpa fue a dormir a un hotel del centro, cerca de la Plaza de Bolívar.

Pero el deseo fue más fuerte…

Entró al Lolita tratando de pasar inadvertido y ahí estaba, charlando con dos compañeras. Quica lo vio y quiso acercarse pero él le hizo seña de mantenerse lejos. Luego le pidió que bajaran a la calle sin saber si las precauciones que tomaba tenían sentido. Ella le agarró la mano y empezó a silbar.

—¿Por qué no me pasa el brazo sobre el hombro? No porque me pague dejo de ser una mujer…

La abrazó con fuerza, queriendo estar cerca de esa inocencia que él creía ver en ella. Durmieron en la estrechísima cama del hotel y por la mañana desayunaron huevos pericos. Se despidieron y él se animó a llamar al periódico.

—¿Esquivel? Habla Silanpa…

—Víctor, hermano, ¿dónde se había metido? El director pregunta todo el tiempo por usted. Se enteró de lo que le pasó y está muy preocupado, cree que es una amenaza contra el periódico.

—Dígale que estoy escondido, pero que sigo investigando.

—Él dio carta blanca y ordenó en tesorería que le hicieran un giro especial. Está procupado, dice que lo mejor es que salga del país.

—Aquí estoy bien, Esquivel. Si necesito algo yo los llamo. Dígale que gracias por la plata.

Estupiñán le confirmó la cita con Abuchijá a las once de la mañana y pensó que tenía tiempo de darse una vuelta por el Hotel Esmeralda. Se sentó en una cafetería de jugos al frente y vigiló la entrada tratando de reconocer la imagen regordeta del hombre de la foto. Pasadas las 9:30 dos jeeps Trooper pararon frente a la puerta y Tiflis bajó del carro y entró al hotel con el paso seguro de los propietarios. Silanpa lo acompañó mentalmente en su recorrido hasta el último piso y cuando creyó que llegaban levantó la vista: la luz se encendía.

Pidió otro tinto y siguió vigilando al tiempo que leía El Observador, pues hacía días que no revisaba la prensa. Pero al rato Tiflis regresó con algunos de sus hombres. ¿Habrá descubierto el robo de los documentos? Los hombres subieron al jeep y, por la ventanilla, le pareció comprender que Tiflis les daba instrucciones.

Esperó un rato largo, el tiempo de tomarse otros dos tintos con cigarrillo. A las 10:30 decidió pagar y estirar un poco las piernas, pero al levantarse los hombres regresaron. Las puertas del Trooper se abrieron y vio bajar a Susan escoltada por dos guardaespaldas. «Todo dentro de lo previsto», se dijo. Ahora podía irse, Estupiñán y Abuchijá lo esperaban.

—El detective Emir me dijo que era urgente.

—Sí, venga, vamos a sentarnos.

Le mostró las fotos pero Lotario no reconoció al hombre.

—Ni de vainas, este señor tiene pinta de fabricante de roscones. Nada que ver con los que me contrataron.

—La vaina ya está más clara… —dijo Silanpa—. Gracias, Abuchijá. ¿Estupiñán?

—No tengo preguntas.

—Entonces vamos.

Caminaron hasta la carrera Trece.

—¿Y ahora?

—Vamos de vuelta al Hotel Esmeralda, allá la cosa debe estar que arde.