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Silanpa los vio llegar desde la cafetería. El Trooper subió al andén y tres hombres bajaron riéndose. Tanta euforia lo hizo pensar que algo estaba a punto de suceder.
—Esos, mire —le dijo a Estupiñán.
—Puro esmeraldero, jefe. La vaina va a estar jodida.
Dejó a Estupiñán vigilando en la cafetería y tomó un taxi hasta el periódico. Tal vez en los archivos pudiera encontrar algo que le explicara qué hacía la mujer al lado de Tiflis.
Por el camino sintió un nudo en el estómago, como si estuviera regresando a un lugar que creía haber dejado para siempre. Llegó al periódico y, venciéndose a sí mismo, pasó la puerta y tomó la escalera de la redacción.
—Abrieron el cementerio —le dijo Esquivel al verlo—. ¿Cómo va la vaina, hermano?
—Bien, bien. Vine a buscar una información.
Los redactores de judiciales y luego los de las secciones vecinas se fueron reuniendo a su alrededor. Le preguntaron cómo se sentía, si necesitaba ayuda, qué podían hacer por él, ¿venía a trabajar? Lo saludaron con entusiasmo, lo miraron con ojos amables y hasta una cierta admiración, pero Silanpa sentía que estaban lejos, detrás de un espeso muro.
En el archivo comenzó a buscar «Pereira Antúnez». Encontró la esquela mortuoria que ya había visto y fue a buscar los ejemplares del día. Sacó un fajo de periódicos y fue a sentarse a una mesa al fondo de la sala, cerca de la ventana que daba a los parqueaderos.
Vio la cara de Casiodoro Pereira Antúnez, un hombre de aspecto bueno, calvo y con una enorme papada pisándole el nudo de la corbata. Vio fotografías del entierro en el Cementerio Central, fotos en blanco y negro que no permitían reconocer muchos rostros. «Amigos y allegados del industrial le dan el último adiós», decía el pie de foto. Vio a Susan al lado de un señor de bigotes. Reconoció también al hombre del baño turco. Fue al archivo fotográfico y buscó la copia original, mucho más grande. Vio a Heliodoro Tiflis, que observaba la escena desde atrás acompañado de cuatro personas. Había más gente que no conocía y se fue a sociales.
—Víctor, qué sorpresa, no sabía que estabas viniendo al periódico —Ángela Sanabria tenía un pocillo de tinto al lado del teclado—. Qué rico verte.
—Quería pedirte un favor, mira. Pedí en archivo esta foto, es de un artículo tuyo sobre el entierro de Pereira Antúnez. Me gustaría saber quiénes son estas personas —le mostró varias caras—. ¿Los conoces?
—A ver, espera. Sí, este de acá es un concejal conservador, se llama Marco Tulio Esquilache. Este es otro concejal, Carlos Villarín, y los de aquí ni idea. Esta señora es Susan Caviedes, una ex actriz de cabaret, y este del fondo es Ángel Vargas Vicuña, el constructor. Estos de aquí son los directores ejecutivos de la firma de Pereira Antúnez y éstos los representantes de la Hollymoon Inc., una empresa gringa que hacía negocios con él. A los demás no los conozco.
—¿Y la actriz era conocida?
—No mucho. De vez en cuando hacía revistas musicales y café concert en el cabaret Los Andes. Yo me acuerdo de ella porque trabajó con Fanny Mikey, pero hace mil años. Creo que ya se retiró.
—Mil gracias, Ángela.
—Te veo mal, tienes cara triste.
—Es que no duermo bien, es puro cansancio.
—Llama un día y vamos a tomar un cafecito —se quedó mirándolo—. Víctor, te doy un consejo bobo antes de que te encuentres con alguno de dirección: quítate la chaqueta y llévala en el brazo. Tiene descosida la manga, mira, ¿no te habías dado cuenta?
—No, gracias por decirme. Te llamo. Chao.
Volvió al salón del archivo con el saco doblado y prendió la IBM. Estaba seguro de haber visto el nombre del cabaret Los Andes entre las propiedades de Tiflis. Sí, ahí estaba. Ahora todo era más claro. Después fue a sentarse en su escritorio de judiciales a pasar a limpio un artículo que traía más o menos esbozado en su libreta.
¿EMPALADO POR PECULIO?
Redacción Bogotá.—La investigación sobre el Crimen del Empalado, el cadáver anónimo encontrado por la policía a las orillas del Sisga el pasado 16 de octubre, ha resultado ser una complicada trama de la que aún la policía no encuentra el ovillo. Una cosa es segura, según declaró a este reportero el capitán Aristófanes Moya, jefe de la Brigada 40 de la Policía: «Con los elementos recogidos hasta el momento es posible colegir que se trata de algo novedoso, sin relación aparente ni inmediata con las filiales tradicionales del crimen capitalino y nacional, es decir el narcotráfico, el paramilitar o la guerrilla.» Incluso no está descartado, por declaraciones de la máxima autoridad, que en el misterio estén involucrados agentes destacados de la sociedad civil y, en palabras de Aristófanes Moya, «no propiamente de sus sectores bajos o medios, en los cuales, por razones trágicas y de todos conocidas, es más frecuente la cercanía con la experiencia delincuencial». Puede ser, como se sugiere en la declaración anterior, que estemos ante un caso de «delito con fines de peculio», aunque no se descartan, como bien se dijo más arriba, nuevos rumbos en el camino investigativo. De cualquier modo la policía ya cuenta con varios nombres, posibles candidatos a la identidad del cuerpo encontrado, los cuales deben mantenerse aún en secreto por razones tanto de seguridad como de respeto a seres queridos y allegados.
Dejó el folio listo en la pantalla con una nota a Esquivel que decía «Para pasado mañana». Luego salió de la redacción sin despedirse de nadie y fue volando al laboratorio médico de la policía.
—Sí —dijo Piedrahíta—. La arenilla que me trajo es la misma que tenía el gordo en los intestinos. No tiene ningún misterio, es arena de mar.
—¿Se puede saber de dónde?
—Tiene manchas de petróleo y gasolina. Podría ser de Barranquilla, de Santa Marta, por ahí. No es fácil saber.
Luego fue a ver al capitán Moya a la comisaría. Lo encontró muy animado, con las mangas del uniforme recogidas y un montón de piezas de plástico regadas sobre el escritorio. Con esmero, el capitán iba pegando cada pedacito de acuerdo con un plano recostado contra el teléfono. Era un modelo a escala de la Ravell, un acorazado que llevaba en el mástil la bandera de Alemania.
—Mi querido periodista —le dijo el capitán—, hace días que no se nos deja ver, ¿no? Le confieso, yo hasta creí que me lo habían empaquetado, ¿sí me entiende?
—No, aquí me tiene. ¿Es un barco de la Segunda Guerra?
—¡El Graff Spee, la gloria de la armada alemana! —dijo, abriendo los ojos—. Naufragó en Montevideo, se torpedeó a sí mismo para no ser hundido por los ingleses que lo esperaban en la salida al mar.
—Caramba, capitán, no sabía que le gustaba la historia militar.
—Soy coleccionista. Los de los aliados ya los armé todos, ahora me faltan estos para poder reproducir los combates.
Silanpa observó un rato las piezas del acorazado y las banderitas e insignias que Moya había recortado y pegado con colbón, hasta que se animó a preguntarle:
—Quería saber cómo va lo del empalado.
El capitán sacó un chicle Juice Fruit, se lo metió a la boca, hizo una bolita con el papel del empaque y la encestó en la papelera.
—Las cosas van lentas, pero van… —se quedó de pronto en silencio, lo miró con picardía y le picó el ojo—. ¿Estamos grabando?
—No. De momento sigo el caso por mi cuenta, el periódico me dio una licencia para que me fuera de vacaciones a algún lado después de lo del carro, pero yo preferí seguir.
—Aguerrido joven, carajo, ojalá todos fueran así.
—Gracias, capitán. ¿Me decía…?
—Sí, que las cosas van lentas. Tengo a tres personas investigando pero nada. El problema de la informática nos tiene un poco retrasados y todavía no recibimos los dossieres de los desaparecidos del resto del país.
—Eso sí que es un problema.
—¿Y usté, mi querido Silanpa, ha encontrado algo?
—Poca cosa también —mintió, pasando saliva y carraspeando—. Apenas estoy comenzando, en realidad. ¿Y de lo de mi carro?
—Bueno, en eso sí se ha avanzado. Puedo decirle, mi querido, que estamos en el estudio de las huellas dactilares y del producto que depositaron en el sillón del conductor. Qué cochinada.
—¿Y hay manera de saber algo?
—Bueno, yo colegí que una asquerosidad de ese tipo no podía producirse sin la ingestión de un alimento sólido, y por eso ordené que lo estudiaran en laboratorio. Le juro que no me lo van a perdonar en la vida.
—¿Y qué resultados hay?
—Es difícil, parece que es incuestionable la ingestión de una serie de platos típicos. Espere, por aquí tengo el informe.
Abrió un cajón, sacó un fólder y se ajustó las gafas.
—Le leo directamente la lista —dijo Moya—. Levadura de cerveza, maíz, papa, carne, tomate… Bueno, le resumo y voy a las hipótesis: cuchuco de trigo con espinazo, lentejas, ensalada mixta y dos o tres Bavarias. ¿Qué le parece?
—Imposible saber.
—Se parece a los casos de mafia de hace quince años. Hoy la vaina es con bombas y con disparos en la nuca. Qué tiempos.
—¿Antes era así?
—Sí, nadie se atrevía a matar como no fuera por algo grave. Hoy la vida ya no tiene ningún valor.
—O sea que esto pudo haberlo hecho alguien de esas épocas.
—No lo afirmo —carraspeó—. Pero tampoco lo niego…
El capitán sacó otro chicle y se lo tragó con un gesto nervioso.
—Ando mordisqueando estas porquerías para no comer. ¿Sabe? Estoy pensando muy en serio lo de la asociación dietética-evangelista. Me enteré que veneran al Niño Jesús de Praga, ¿lo conoce? Por lo visto es un grupo muy serio, de gran densidad espiritual. Yo me dije: si me meto a una vaina de esas al menos que sirva a todo nivel, ¿no cree?
—Tiene razón.
—Todavía no me he inscrito, pero por las dudas he estado haciendo pruebas, escribiendo borradores para el discurso de entrada. Me gustaría hacer algo original.
—¿La presentación a los compañeros?
—Exacto. Mi mujer, la pobre, me insiste tanto que al final me está convenciendo.
—Yo creo que le puede servir. Ya le dije, hay un montón de gente metida en esas vainas.
—De todos modos, mientras me decido, estoy haciendo una nueva dieta. ¿Se me nota?
—Sí, capitán. Yo lo veo más delgado.
—Todo el mundo dice lo mismo. Creo que esta vez sí va a resultar.
—Y otra cosa que quería preguntarle, capitán… ¿Es verdad lo que dicen por ahí de que piensa retirarse?
—¿Eso dicen?
—Bueno, ya sabe. Rumores…
—Tengo más de dos décadas de servicio a la ciudadanía. ¿De dónde salen esas bobadas?
El capitán volvió a intentar cruzar la pierna. Pero nada. Miró a Silanpa y le picó el ojo.
—Lo que es seguro es que me estoy preparando para una experiencia profunda. Está en mi horóscopo.
Luego hizo un gesto con el dedo pulgar apuntando hacia arriba, sacó otro fólder de un cajón y se puso las gafas, dando a entender que la conversación había terminado.
En la calle Silanpa sacó su libreta y escribió: «Lo del carro fue de Tiflis.» Luego paró un taxi y fue a encontrarse con Estupiñán.