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Hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres… como dice la poesía, y perdónenme esta delicadeza, estimados compañeros, pero es que lo que les voy a contar ahora sí tiene que ver con la lírica. Estando en la estación, ya con mi primer ascenso a cabo, y siguiendo en las rutinarias patrullas con el pastuso Montezuma, fui conociendo la realidad de esta ciudad desde la parte de adentro, desde los callejones más oscuros y abominables. Pero vamos al grano: íbamos con mi compañero Montezuma por la carrera 30, él chupándose una paleta de guanábana y yo dándole a una mazorca asada recién adquirida en las afueras del estadio, cuando oímos unos gritos. Yo me puse la mano en la cartuchera y salí corriendo hacia el barullo, con mi compañero detrás, y al llegar vimos un carro Chevrolet Sprint parado en mitad de la avenida y a una señora gritando que le habían rapado un collar. La señora daba alaridos señalando con el dedo a un desechable que llegaba al andén del otro lado. Le hice gesto a Montezuma y salimos corriendo detrás, él por un lado y yo por otro, y la trotada llegó hasta el puente de la 57. Ahí el gamín, que era un gigantón de trapos y descalzo, trató de esconderse detrás de una columna de cemento, pero yo le alcancé a ver una punta de la ruana y le grité que saliera. Saqué el revólver y le apunté para meterle miedo, pues con esos locos nunca se sabe. Montezuma, que venía de cruzar, le cerró el paso por el otro lado del puente y él trató de esconderse pero desde abajo le veíamos un pedazo de pelo y hasta le sentíamos la respiración, que era bien fuerte por la carrera. Le volví a gritar que saliera y empezamos a acercarnos, pero cuando estábamos a un paso pegó un brinco, empujó a Montezuma y salió corriendo hacia la avenida. Yo me di vuelta rápido y alcancé a sentir el frenón de una flota y los trapos metiéndose debajo de las ruedas. No les voy a describir con detalle lo que vi, que fue cosa fea, pero déjenme decirles que el charco de sangre regó la calle y fue a colarse por una alcantarilla. El chofer del bus se bajó pálido diciendo que no había tenido tiempo de frenar, que era un desechable y que él qué culpa, y con Montezuma nos tocó agacharnos debajo del chasis para sacar lo que quedaba del caco, con perdón. Y quedaba poco, para qué. La rueda le había espichado la cabeza y un brazo. Al tratar de sacarlo apareció la otra mano y entre los dedos estaba el collar de la señora. Un collarcito de perlas. Hasta bonito era. Montezuma se lo arrancó de la mano y se lo devolvió a la dueña que ya llegaba tapándose la boca, horrorizada por lo que había pasado. El caco, y ya es la última vez que lo digo, era un joven de unos 20 años. La cabeza le quedó espanzurrada, como un huevo caído al piso, y yo sentí una terrible náusea. Vinieron a recoger el cadáver y Montezuma, que estaba pálido, empezó a hablar y a hablar. No paraba el pobre, me decía cosas, una tras otra, sin que yo le entendiera. Pasaba de un panadero que vendía roscones de arequipe cerca de Tulcán a una novia llanera que había tenido y luego al perro de su abuelo, y así… Les confieso que mientras íbamos en la patrulla yo hasta dije, ¿y éste no era tartamudo? Pero con la impresión algo le había pasado, algún cable le hizo contacto allá adentro. Yo también me sentía mal. Tenía una sensación permanente de náusea en la boca, y cuando llegamos a la estación y bajé a comerme un chocolatico con almojábana a la tienda vi que no podía, que levantaba el pocillo y se me ponía delante la imagen del joven desbaratado, echando sangre y con la cabeza desportillada. Me acorde de cuando niño y me dije: «Otra vez se me atascó el estomago, qué vaina.»