12
Llegaron a la casa de Estupiñán y Silanpa se quedó en la escalera del edificio.
—Siga, jefe. Permítame. Es modesto pero digno.
Silanpa negó con la cabeza. En la calle estaban juntos, pero detrás de esa puerta estaba la otra vida de Estupiñán y ahí debían separarse.
—Gracias, Emir, pero no puedo.
—Déjese de orgullos, ¿dónde va a dormir?
—No se preocupe por eso, buenas noches.
Caminó hasta la esquina, paró un taxi y le pidió al chofer que fuera hacia el norte mientras buscaba una dirección en su agenda: Óscar Quintas. Estaba escrita con la letra de Mónica.
—A la 19 con 106, por favor.
—Listo, jefecito.
Quería verla, así fuera de lejos. Necesitaba comprobar que seguía existiendo, que la imagen que tenía en la mente y que lo hacía sufrir tenía una vida por fuera de su nostalgia. Sintió miedo al ver que se acercaban y se dijo que tal vez, con un poco de suerte, podría decirle un par de frases sinceras. Al fin y al cabo las palabras estaban ahí para ayudarlo.
Bajó en la esquina y caminó por el andén del frente. Vio luces y algunos carros parqueados. Un pequeño jardín ocultaba las ventanas del primer piso así que se acercó hasta una ventana que daba a la sala.
Entonces la vio. Tenía un vestido negro que le dejaba los hombros desnudos y un bellísimo collar. A su lado Oscar atizaba las brasas de la chimenea, y más allá un tipo contaba algo moviendo las manos, de seguro un magnífico chiste. Los demás reían.
Una ligera llovizna empezó a mojar el jardín pero Silanpa no se movió. Empapado, con la cara pegada al vidrio, la vio levantarse e ir a la cocina y, un minuto después, aparecer con una bandeja llena de pasabocas y otra botella de vino. ¿Viviría con él?
Era tarde. Tenía la chaqueta empapada y las piernas se le dormían. La lluvia había aflojado la tierra y sus zapatos se hundían en el barro. ¿Debía timbrar e intentar hablarle? La cabeza le daba vueltas. De pronto se le ocurrió que tal vez no iba a rechazarlo, que a lo mejor al verlo los ojos le iban a brillar como antes, y entonces todo sería posible. Pero se sintió muy lejos de esas figuras que bebían vino. Las vio como se ve la felicidad ajena desde la oscuridad de un cine. Caminó hasta la puerta arrastrando los pies y levantó el brazo con desgano. El ruido del timbre le perforó el tímpano. Un segundo después una sombra apareció frente a él.
La cara de Óscar se torció en un gesto y Silanpa apenas tuvo fuerzas para mirarlo. No pudo decir nada. Bajó los ojos avergonzado y, al levantarlos, vio que Óscar ya no estaba. Se oía música y un ruido de tacones que le hizo saltar el corazón. Era ella.
—Víctor, ¿qué pasa?
La miró a los ojos pero no pudo hablar.
—Estás empapado y lleno de barro, ¿de dónde sacaste esa ropa? Pareces un pordiosero.
Su voz seguía sin aparecer y, ya derrotado, se limpió las lágrimas con la manga de la gabardina.
—Habla, dime algo… ¿Qué te pasa?
De la cabeza empapada escurrían gotas que se le metían por el cuello de la camisa dándole una helada sensación de abandono. Reunió toda su fuerza para hablar.
—Perdóname. No sé por qué estoy aquí.
Se dio vuelta y caminó hacia la calle, pero esta vez la mano de Mónica sí llegó a su hombro.
—A ti te pasa algo… Ven, te estás mojando.
—Sólo quería verte, ya me voy.
—De aquí no te vas hasta que no me digas qué es lo que pasa.
—No, deja. No está bien aparecerse así.
—Estuvimos juntos, Víctor, no digas pendejadas. Espérame un segundo, traigo las llaves del carro y vamos a charlar a otra parte.
Cuando la vio perderse por el corredor sintió un fuerte impulso, un deseo imparable de estar lejos, de escapar de esa casa extraña en la que Mónica recibía a sus amigos, en la que dormía y estudiaba y tal vez vivía. Retrocedió tres pasos hasta llegar a la verja y al verse en el andén salió corriendo a toda velocidad. Al llegar a la 19 tomó aire y empezó a buscar un taxi. Ya era tiempo de volver al otro extremo de Bogotá, de regresar a esa otra vida en la que las cosas eran amargas y reales. Buscó un cigarrillo y vio que el paquete se había mojado. Sacó uno y trató de encenderlo. No había taxis, era casi medianoche. ¿Qué hacer? Pensó en buscar a Quica, dormir con ella en algún hotel del centro y luego volver a la investigación, a su puesto de vigía frente al Hotel Esmeralda y a las charlas con Estupiñán. Le habría gustado estar ahora con él, consolarlo por la muerte del hermano y buscar así, en silencio, su propio consuelo.
De repente un Renault 12 frenó a su lado. Una sombra bajó corriendo y se echó en sus brazos. Era Mónica.
—A mí no me vuelves a dejar con las llaves en la mano. No seas tan marica.
Lloró largamente en su hombro. Al mirarla vio que ella también lloraba.
—Vamos a mi apartamento —le dijo empujándolo dentro del carro—. Algo tuyo debe quedar por ahí, cosas que no boté en el trasteo. Con esa pinta das lástima. Además necesito que me expliques eso de que estabas en peligro de muerte.
—Creo que exageré.
—A ver, vamos. Luego me cuentas.
Al llegar, Mónica fue directo al baño y abrió las llaves de la tina.
—Date un baño de agua caliente, si no con la mojada te vas a resfriar. Mientras tanto te voy preparando un agua de panela.
El olor a cascara de fruta, la luz y el orden de la casa hacían más evidente su lamentable estado. Se metió al agua hirviendo y pensó que volvía a nacer.
De pronto vio a Mónica entrar y con un gesto instintivo se cubrió.
—No seas bobo, Víctor. Me conozco tu cuerpo mejor que tú, así que deja de taparte.
—Gracias por todo.
—Deja de mariquear, por favor. Estás hablando como si acabáramos de conocernos.
Le dejó un pantalón y una camisa limpios. Mónica se había cambiado y ahora tenía puesta una camiseta que le llegaba hasta las rodillas.
—Usa esta toalla cuando salgas. Quédate el tiempo que quieras entre el agua, yo sé que te gusta. Trata de descansar, quién sabe en qué cosas habrás estado metido.
—Nada del otro mundo.
—Me imagino. Y te prevengo: si hay historias con mujeres mejor ni me las cuentes. Te espero afuera, tengo que hacer una llamada.
Por primera vez en muchos días la realidad parecía estar de su lado, pero prefirió no hacer preguntas por miedo a conocer la verdad y quedarse otra vez solo.
Terminó de bañarse, se vistió y salió a la sala. Mónica le dio una ruana.
—Ya te sirvo el agua de panela.
Ella también estaba nerviosa. Pero se sintió protegido, lejos de esos horribles momentos de duda y dolor.
Mónica llegó con la taza y se sentó a su lado.
—¿Por qué haces esto? —dijo Silanpa, temeroso.
—¿Pero es que no te has visto en un espejo? Mírate, estás en los huesos. ¿Quieres comer algo?
—No, gracias.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—Antes de ir a buscarte —mintió.
—Entonces… ¿estás trabajando mucho?
—Lo normal, pero no me has contestado por qué haces esto.
—Lo hago por mí, y ya deja de hacer preguntas tontas. Mañana hablamos.
Al escuchar esto Silanpa supuso que dormirían juntos. Pero se quedó en su lugar, sin atreverse a mirarla.
—Tienes el pelo larguísimo, ¿no te dicen nada en el periódico?
—Hace días que no voy a la redacción. Trabajo por fuera.
—No me cuentes ahora. ¿Quieres acostarte ya?
—Bueno.
—Entonces ven.
Se acostaron uno al lado del otro y Mónica apagó la luz.
—No me preguntes nada —dijo ella—, pero me has hecho falta.
—Tú también.
—Mañana salgo temprano, tú puedes quedarte hasta la hora que quieras.
—Tengo algunas cosas que hacer por la mañana.
—¿Vienes a almorzar?
—No sé.
—Si vienes te doy una llave, yo no vuelvo hasta por la tarde.
—¿Quieres que venga?
—Claro que sí, bobo. ¿O es que crees que no vamos a hablar?
Silanpa se mantuvo tenso a su lado, sin atreverse a mover un dedo por temor a tocarla.
—Hasta mañana —se dijeron.