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No más llegar a Bogotá, recién bajados de una volqueta que nos recogió en la estación y que tenía el escudo de la policía en las dos puertas, nos alojaron en un cuartel cerca del cerro, a orillas del Parque Nacional. Para una persona como yo, que venía de tierra caliente y que estaba acostumbrado a oír cantar los gallos, la cosa no fue fácil. De pronto, por las mañanas, en lugar de un vientico cálido había un chiflón que bajaba del cerro y que era como una cuchilla que raspaba los huesos. Nos teníamos que bañar en duchas de agua helada y luego salir trotando al primer toque de trompeta a un patio en el que, un día sí y otro también, caía una lloviznita que calaba hasta adentro y que ahora, paradojas de la vida, se vuelve una imagen hasta querida de nuestra bella capital. Pero recién llegado esa frialdad era muy triste.

Lo único que se le daba al cuerpo a esa hora, señores, era un tintico con pedazo de pan blando, nada más, y con eso en el estómago recibíamos las primeras instrucciones de lo que era el orden público en Bogotá, de los barrios peligrosos, de las zonas de mafia y droga, de los tirapiedra de la Nacional, en fin, de todos los focos de delito que cualquier guardián de la armonía pública debe conocer para no ser sorprendido. Esas instrucciones, hechas por un sargento primero que dibujaba gráficas en un tablero, se hacían en un salón que daba a Monserrate. Era un típico cuarto de casa vieja con un techo altísimo y ventanas rotas por las que se entraba el viento y los alientos de la llovizna. Créanme que en una situación así, sentado en un pupitre de hierro y madera que, con perdón de las señoras, le enfriaba a uno lo que sabemos, la docencia se hace muy difícil. Yo hacía esfuerzos por colocar la mente en lo que nos decía el sargento primero, un vallecaucano de apellido Chumpitaz, pero la mente me hacía asonada y se ponía a mostrarme, en lugar de barrios y grupos delictivos, imágenes de un chocolatico bien caliente con almojábanas y buñuelos, un desayuno criollo que yo sabía que servían en una cafetería de por ahí.

Y sobra decir que terminada la charla del sargento Chumpitaz, el sotoscripto se iba como piedra de barranco a la tiendita y, tras persignarme y dar gracias al Inmenso por los favores recibidos, le entraba como león al chocolatico ya descrito, y al final, cuando salía, eran dos y hasta tres tazas las que tenía que retirar de mi mesa la hija del dueño, una jovencita que le hacía de mesera, y así, con la barriga caliente y feliz, como que la mente se despejaba, la docencia se hacía más humana y las palabras de Chumpitaz volvían a sonar en mi cabeza y hasta se me grababan como hierro candente en cuero de vaca.