9
Estupiñán estaba sentado en la misma mesa, al lado de la ventana. Cuando Silanpa llegó había varios pocillos vacíos de café y tres empaques arrugados de Chocorramo. Era de noche y el tráfico había disminuido un poco.
—Ahora vamos a tener que hacer un trabajito bien difícil —le dijo Silanpa—. Una vaina complicada.
—¿De qué se trata, jefe?
—Tenemos que confirmar que el cuerpo que enterraron en el Cementerio Central no es el de Pereira Antúnez.
—¿Quiere decir… entrar al cementerio?
—Esta misma noche, vamos.
Estupiñán notó que en su espíritu una pregunta pujaba por salir, pero no logró dar con las palabras. Entonces se quedó callado y apenas miró la oscuridad de la avenida 26, los puentes que iban pasando sobre su cabeza, y tembló al ver el larguísimo muro del cementerio. El taxista los miró con curiosidad al ver que se bajaban en ese lugar tan extraño, pero ellos hicieron como si nada y atravesaron a saltos la avenida. Soplaba el viento y ambos se subieron las solapas de los sacos.
La calle de las florerías estaba aún más oscura. El único signo de vida, frente a las montañas de escombros y basuras, era una puerta con un farol iluminado. Entonces Estupiñán sintió que con el miedo y el frío su mente se aclaraba y apareció la pregunta:
—¿Cómo vamos a entrar, Silanpa?
—Camine por donde le muestro, y tome aire que la cosa va a ser dura.
Abrieron la puerta y Estupiñán se llevó una sorpresa: era la cantina de los enterradores. Los muros estaban cubiertos de inscripciones y esquelas funerarias, de dibujos que representaban las puertas del cielo y del infierno. De un viejo tocadiscos salían los compases de La cama de piedra. Detrás del mostrador un aviso le daba nombre al establecimiento: Bar cafetería El Más Acá.
Sentados en taburetes, varios hombres de capote negro tomaban cerveza entre las moscas y el humo. Un fuerte olor a limpión y grasa fría les revolcó el estómago. Silanpa invitó a Estupiñán a tomar asiento y fue al mostrador, parlamentó un rato con la propietaria y volvió con dos Bavarias en la mano.
—Ella nos va a ayudar.
Estupiñán volvió a perder el habla. Los clientes los miraban con curiosidad y él no se atrevía a moverse. Oía murmullos, risas contenidas.
Pasó un rato y al fin la señora los llamó. Se levantaron dejando las cervezas intactas y salieron por la puerta de atrás a un patio lleno de lápidas rotas, mal iluminado por un bombillo que colgaba de un cable eléctrico. Ahí Estupiñán casi pega un grito: un hombre desfigurado por la lepra, con un botón de carne en el lugar de la nariz, les tendía la mano. Llevaba un poncho de caucho que le llegaba hasta los tobillos y sobre la cabeza una gorra de dormir negra de mugre.
—No se asuste, señor —le dijo la figura a Estupiñán—, puede darme la mano porque la lepra no se contagia. Además ya me la estoy tratando en el Instituto Federico Lleras, y para que sepa, a mí también me da asco mirarme pero qué le vamos a hacer.
Silanpa sintió los muñones apretando en su mano y tragó saliva. Estupiñán estaba pálido como una hoja de arroz.
—Él los lleva, son diez mil pesos —dijo la señora.
Silanpa metió la mano al bolsillo y sacó la plata. El hombre agarró un barretón y una pala y atravesó la calle sin decirles nada. Caminaron a lo largo del muro del cementerio hasta una caseta de madera donde el leproso se detuvo a buscar entre un manojo de llaves. Abrió y entraron. El hombre prendió una linterna y retiró unos cartones que cubrían un boquete en el muro. Preguntó qué tumba buscaban y luego se llevó el muñón del índice a la boca para indicar silencio. Entraron por el hueco y el hombrecillo echó a andar sin hacer más preguntas.
—Esto es pecado, jefe —dijo Estupiñán con los dientes castañeteando y la voz quebrada—. Meterse a un camposanto por la noche es herejía y delito. Si nos agarran vamos presos.
—Ánimo Estupiñán, es sólo un momento.
Una paloma echó a volar asustada por las pisadas y Estupiñán dio un salto.
—Se me está revolviendo el estómago, jefe, ¿no será mejor que lo espere afuera?
—Bueno, pero le toca devolverse solo.
—Mejor no… —se contrajo Estupiñán—. Estoy lleno de gases.
—Es el miedo, trate de aguantar.
El hombre se detuvo y empezó a clavar el barretón por los bordes de una lujosa lápida en donde se leía «Casiodoro Pereira Antúnez». La levantó y un olor a tierra húmeda les llenó las fosas nasales. Dejó el barretón a un lado y empuñó la pala para cavar.
—Yo no voy a ser capaz, jefe.
Un golpe seco anunció la presencia del ataúd.
—¿Quiere que le saque el cuerpito o prefiere mirarlo primero?
—Sólo mirarlo, gracias.
—Yo ni eso —dijo Estupiñán—; se me está aflojando todo.
Con un gancho de acero forzó los clavos y levantó la tapa. Estupiñán dio un grito de horror, se persignó y estiró el dedo.
—¡Pero… es Ósler!
Un rostro verdoso apareció frente a ellos, iluminado por el chorro de luz de la linterna. Tenía el pelo largo y las uñas crecidas. Silanpa no supo qué hacer al ver la cara de dolor de Estupiñán.
—¡Es mi hermano! —dijo al borde de las lágrimas—. Noo… esta vaina sí me jodió.
Retrocedió con la quijada temblando y se dejó caer sobre el murito de un mausoleo.
Silanpa se quedó en silencio, respetando el recogimiento de Estupiñán. Pasados unos minutos se acercó.
—Lo acompaño en la pena, Emir. Qué vaina que se haya enterado así, de un modo tan brusco.
—Era el único pariente que tenía, jefe. Gracias por el pésame.
—De todos modos usté me había contado que se veían poco.
—Con los hermanos uno no necesita verse. Yo, mientras él anduviera por ahí, no me sentía solo.
Estupiñán hundió la cara en las manos y escondió los ojos. Silanpa le recibió las lágrimas en el hombro y lo ocultó de la mirada fría del leproso.
—Perdone, jefe —la voz de Estupiñán se mezclaba con gemidos—. No debería llorar, ya sé, pero es que me da culpa no haberlo visto más.
—Hay que ser fuerte, Emir. En la vida pasan estas vainas todos los días y a veces le toca a uno. Desahóguese, llore. Cuando muere un ser querido uno tiene la obligación de llorar.
Los dos hombres permanecieron un rato abrazados en la oscuridad. Estupiñán se secaba las lágrimas cada tanto hasta que se dio cuenta de que ya no lloraba, que las gotas que le atravesaban la cara eran de lluvia.
—Permítame una pregunta, jefe: ¿Usté es católico practicante?
—No, nunca he podido.
—Entonces con permiso…
Se dejó caer de rodillas frente a la tumba, unió las manos y bajó la cabeza para orar. Silanpa se quedó atrás, en silencio, y el leproso, que al principio miraba sin entender, dejó la pala y fue a arrodillarse al lado de Estupiñán.
Silanpa observó las dos figuras. Sintió vergüenza de no poder acompañarlo en ese momento de dolor y se preguntó si aún quedaba alguien para quien él fuera imprescindible. Sería agradable creerlo, imaginar que su presencia era todavía capaz de iluminar alguna vida. Mónica se había ido, así que pensó en su muñeca, en los papeles garabateados de frases… ¿Se la habrán llevado? Lo tranquilizaba pensar que ella no podía sufrir.
Los hombres se levantaron.
—Ya puede cerrar —le dijo Silanpa al leproso.
—¿No se quieren llevar algo de recuerdo? —preguntó con una sonrisa que apenas se adivinaba en la deforme cavidad de su boca—. No sabía que era un pariente.
—No, gracias.
Entonces Silanpa colocó el brazo sobre el hombro de Estupiñán y le señaló la tumba.
—Ahora estamos enterrando a su hermano. Esas paladas de tierra y ese cajón que se hunde son de él.
—Sí… —volvió a sollozar.
—Y usted le está haciendo compañía…
—Sí, sí.
Estupiñán se agachó a recoger un puñado de tierra y lo tiró sobre el féretro. Luego rayó sobre el mármol unas palabras: «Aquí yace Ósler Estupiñán.» Recogió flores en las tumbas vecinas, las puso debajo y volvió a rayar: «De su hermano.»
Salieron por el boquete del muro y caminaron oscuro, en la noche solitaria. Estupiñán recuperaba el aliento.
A medio camino escucharon la voz del leproso.
—Perdonen que les diga una cosa, un momentico por favor… —dijo alcanzándolos con un trote lento—. Yo podré ser lo que soy, pero tengo un nombre. Si ustedes no me lo preguntan yo se les digo: me llamo Jaime Bengala. Acuérdense bien, Jaime Bengala.
—Discúlpenos, señor Bengala —dijo Silanpa—. Es que con tanta emoción a uno se le olvidan las cosas importantes.
—Siempre me pasa lo mismo, pero con ustedes no quería dejarlo pasar. No se disculpen.
—Le agradezco que haya rezado conmigo, señor Bengala —dijo Estupiñán avergonzado—. De veras se lo agradezco. El muerto era mi hermano y yo lo quería mucho. Su compañía me hizo bien.
—Recuerden que estuvieron con Jaime Bengala. La señora de la tienda nunca me presenta, ni siquiera me deja entrar al salón para que no le asuste a los clientes. Acuérdense, Jaime Bengala.
—Así va a ser.
El leproso volvió a bajar los ojos, dio media vuelta y caminó hacia el fondo de la calle.
Estupiñán y Silanpa se miraron. Luego echaron a caminar sin decir palabra hasta llegar a la avenida.
—O sea que enterraron a mi hermano en lugar de Pereira Antúnez —dijo por fin Estupiñán—. Ahora entiendo por qué no aparecía.
—Lo que nos confirma que el cuerpo del lago es el de Pereira, ¿sí ve?
—Usté es un tigre, jefe.
—Pero nos falta saber lo más difícil: quién organizó toda esta vaina.
—Ah, claro… Eso ya es más jodido. Y le advierto: para mí esto se convirtió en una cuestión personal, yo tengo ahora que agarrar al que mató a mi hermano, ¿no es cierto? Así me gaste la vida.
—Claro, Estupiñán. Usté lo va a agarrar y va a hacer justicia. Ese va a ser su aliciente.
—Qué cosa tan contradictoria es esto, si me permite. Una tragedia así y de pronto encuentro un camino.
Avanzaron otro rato en silencio. De pronto Estupiñán hizo chasquear los dedos y se detuvo.
—¿A usté le preocupa el absoluto, jefe?
—No sé a qué se refiere.
—Yo tampoco sé muy bien —dijo Estupiñán adelantándose—. Es que tengo un vecino chino que hace meditación, el doctor Lung Mo. El otro día me crucé con él en la escalera y me preguntó: «¿A usté le pleocupa el absoluto, señol Estupiñán?» Yo no supe qué responderle porque no sé qué es el absoluto. Pensé que a lo mejor usté sabía.
—Debe ser una cosa bien complicada. Vamos hasta la séptima, seguro que allá encontramos un taxi.
—El absoluto, el absoluto… —siguió diciendo Estupiñán.
Las sombras de ambos se fueron haciendo cada vez más largas hasta perderse en dirección al centro. Pasaban pocos carros. Una bandada de chulos picoteaba entre una montaña de basura.