8
Nancy llegó a la Oficina de Registros muy coqueta y, con la polvera en la mano, le entregó una solicitud a Baquetica. Dentro del papel iba un billete de diez mil pesos que Barragán le había dado para aceitar la gestión, y Baquetica se sintió feliz de imaginar todo lo que iba a poder hacer con él, cosas más relacionadas con la parte baja del cuerpo que con la mente o, mucho menos, el intelecto. Miró a la mujer y escondió su labio leporino, y trató de adivinar cómo serían esas caderas al natural y ese trasero que parecía redondo y duro. Qué hembrón, se dijo, ¿quiénes serán los que se comen a estas viejas? Con el garfio de la mano arrugó el billete y le dijo, claro, claro que sí, un segundito, siéntese por favor.
Nancy miró las montañas de legajos y sintió piedad por ese hombre, y al mismo tiempo sonrió orgullosa de estar ayudándole a Emilio en algo tan importante. A lo mejor le cumplía más adelante si seguían tan bien. Le daba vergüenza pensarlo, se ponía roja. Él era casado pero casos se habían visto ya, y lo cierto es que cada día estaban mejor. Mientras tanto, Baquetica ya sabía lo que buscaba y al sacar los documentos se preguntó cuál sería el interés de esos papeles para que en menos de una semana vinieran dos personas a pedirle copias. Él no debía dar ese tipo de información, estaba prohibido en el reglamento, pero su vida era tan apacible y gris, su trabajo tan sosegado que un poco de movimiento no le venía mal. Y si además se ganaba unos pesos todavía mejor, al fin y al cabo nunca había venido nadie a revisar lo que hacía y los legajos se pudrían entre la humedad, mordisqueados por los ratones y el comején.
—Aquí tiene, señorita, una copia limpiecita. Normalmente estas cosas no se hacen, pero tratándose de alguien como usté.
—Gracias, joven —le dijo muy seria, agarró el papel, lo metió en un fólder y salió a la calle con paso decidido, haciendo sonar los tacones sobre la baldosa.
En la oficina, Emilio la esperaba ansioso.
—Así que era el Tiflis —dijo aflojándose la corbata, con la mano debajo de la falda de Nancy—. Carajo, esto es una bomba, debí pensarlo desde el principio.
Nancy se separó de él diciéndole bobo, si sigues así las de afuera se van a dar cuenta. Iba a tener que instalar un tocador en la oficina si cada vez que venía la despeinaba y le hacía correr el maquillaje.
Ahora la cosa iba a ser más fácil. Se trataba de mandar a alguien a hacerle una visitica a Tiflis, sacar los papeles de propiedad y entregárselos a Vargas Vicuña. Si desaparecía el original Tiflis no podría recuperarlos. Se enfundó el saco, se ajustó la corbata y salió a la calle. Desde un teléfono público, en la esquina con la séptima, llamó a Élmer, un ex policía que había sido chofer de su papá y tenía contactos en el mundo del hampa. Barragán le explicó la situación, le dijo quién era Tiflis y cuáles eran los documentos que debía conseguirle. Élmer aceptó el trabajo y colgaron.
Volvió a la oficina entusiasmado. Nancy estaba en su escritorio revisando unos papeles con encabezados de la Registraduría. La levantó de un abrazo, le bajó las medias y la llevó hasta el sofá.
—Me vuelves loco.
—No digas bobadas, Emilio —y volvió a ruborizarse, feliz, pensando que a lo mejor sí, que por qué no.
El radio de la oficina daba noticias. Luego música y propagandas. Habían subido el volumen para poder gritar y por eso al principio no oyeron el timbre del teléfono. Sonó tres, cuatro veces, hasta que Emilio estiró la mano, quitó el sonido y levantó el auricular.
—La cosa se puso bien jodida, mi querido —la voz de Esquilache temblaba—. Estamos metidos en un lío del verraco. Te espero en el club a las ocho.
—¿Es tan importante?
—Te digo que se nos puede caer el pelo, gran pendejo, ¿es que no entiendes español? Te espero sin falta.
Esquilache colgó encolerizado y se quedó pensando: ¿Qué papeles eran esos? Tiflis era un hombre de pocas palabras. Alguien peligroso. Ahora iba a tener que moverse con cuidado. Varias gotas de sudor le aparecieron sobre el labio y miró el reloj, ansioso. Faltaba una hora, tenía tiempo de afeitarse para matar los nervios.
—Explícame bien de qué se trata, Marco Tulio —dijo Barragán, con un whisky Old Parr en la mano—. No entiendo ni jota de lo que dices.
—Tiflis me mandó a sus matones para hacerme una advertencia y me dejaron el carro hecho trizas. Dice que le robaron unos papeles y que yo tengo que devolvérselos el próximo sábado. No sé qué papeles son, pero tenía tanto miedo que no me atreví a contradecirlo. Nunca debimos meternos con ese tipo.
Barragán carraspeó nervioso. ¿Debía decirle a Esquilache lo que sabía? Pensó que alguien se le había adelantado. Al fin se decidió.
—Mira, Marco Tulio, yo estuve haciendo averiguaciones y descubrí que Pereira Antúnez le donó los terrenos a Tiflis.
—¿Ah sí?
—Los papeles de los que habla deben ser los originales de las escrituras.
—Ah caray. Qué lío. ¿Y ahora cómo vamos a encontrarlos?
—Pues habrá que averiguar quién se los robó.
—¿Tienes alguna idea?
—Lo primero que se me ocurre es Vargas Vicuña —dijo Barragán—, o los del baño turco. ¿Quién más podría estar interesado?
Esquilache vio la calma de Barragán y se sintió molesto. ¿Cómo y por qué Emilio había hecho esas averiguaciones sin decírselo? ¿Sin consultarle? «Antropomórfico pelele», se dijo.
—Tenemos poco tiempo, hay que moverse rápido. Y el sábado necesito que vengas conmigo al Hotel Esmeralda: en esto estamos metidos los dos.
—Bueno, Marco Tulio, yo colaboro contigo, pero recuerda que desde el principio no me pareció bien entrar en tratos con ese mafioso.
—¿Me estás sugiriendo que no vas a venir, so badulaque?
—No, no, Marco Tulio, entiéndeme, lo que pasa es que…
—Cuidadito con lo que haces, Emilio, que si yo me hundo nos vamos los dos al hueco.
—Bueno, cálmate, mañana nos dedicamos a buscar esos papeles y el sábado vamos a llevárselos a Tiflis, ¿okey?
Se despidieron mirándose con rabia. Barragán subió a su Peugeot y arrancó sin voltear a mirar. Esquilache lo vio irse con desconfianza y pensó: «Este muchacho se trae algo entre manos.» Volvió a la biblioteca y fue al teléfono. Pensó que lo mejor era tirar los dados al centro del tablero e involucrarlos a todos, así las cosas caerían por su propio peso.
—¿Doctor Vargas Vicuña? Buenas noches, perdone que lo llame tan tarde, ¿molesto?
—No, claro que no. ¿De qué se trata?
—Quería preguntarle una cosita, una vaina que se me metió aquí entre ceja y ceja, y que tiene que ver con los terrenos del Sisga.
—Dígame.
—¿No ha tenido noticias de eso?
—Pues la verdad no, estaba más bien esperando que usted me las diera.
Esquilache sacó el pañuelo y se limpió el sudor. Debía ser prudente, recordar que estaba hablando con un enemigo.
—Es que, no sé, me parece que últimamente andan pasando cosas muy raras. Yo acabo de tener una conversación con Barragán, el abogado, y me parece que él sabe algo que yo no sé.
—No le entiendo, Esquilache, ¿no trabajan ustedes juntos?
—Bueno, más o menos. Colaboramos.
—¿Y entonces?
—Tengo la sensación de que las escrituras de los terrenos, las que no aparecían entre los documentos de Pereira Antúnez, ya están en su poder. Creo que él ya las encontró, pero lo que no entiendo es qué va a hacer con ellas.
El doctor Vargas Vicuña se sobresaltó pero procuró ser prudente.
—¿Está seguro de lo que dice?
—Es apenas una corazonada, pero me parece que él me oculta algo.
—¿Qué le dijo exactamente?
—Imagínese, se enteró de que había un registro de los terrenos a favor de Heliodoro Tiflis hecho por Pereira Antúnez antes de morir. Una donación.
—¿¡A favor de Tiflis!?
—Sí, imagínese. Cómo se enteró no sé, esos registros de concesiones son confidenciales.
—¿Y qué puede hacer él con eso?
—El registro es una concesión que se hace entre amigos a favor de quien sea, pero sin los originales de las escrituras Tiflis no puede hacer nada porque no están a su nombre. Siempre es así en estos casos.
—¿O sea que el que tenga las escrituras puede hacer lo que quiera?
—Más o menos, doctor, digamos que se le facilitan las cosas.
—¿Y no será Tiflis el que las tiene? Si hay un registro a su favor lo normal es que él las tenga.
—No creo, Tiflis anda muy nervioso.
Esquilache prefirió no hablar de las amenazas pues no sabía exactamente qué relación había entre el doctor y Tiflis.
—Hombre, entonces hay que vigilar a Barragán. ¿No estará en tratos con alguien?
—Es lo que no sé. Por eso lo llamaba, ¿no le ha hablado usted de esto últimamente?
Vargas Vicuña se alisó el bigote.
—No, fíjese que no.
—Entonces habrá que ser prudente. Yo voy a verlo mañana.
Colgaron y Vargas Vicuña se miró al espejo con una ligera sonrisa de victoria. Barragán no era tan inútil como había creído. A lo mejor ya tenía las escrituras y estaba listo para entregárselas. ¿Debía llamarlo? Estaba muy cerca de conseguir lo que buscaba y no quería dañarlo todo por apresurarse. Tal vez lo mejor sería revisar la oficina de Barragán.
Llamó a su chofer y al guardaespaldas.
—Jóvenes, esta noche me van a hacer un servicio muy especial.
Les dio la dirección de la oficina, instrucciones para entrar por la parte de atrás y un plano de los lugares que había que inspeccionar.
—¿Quiere que vayamos ahora mismo, doctor?
—No, no hay afán. Después del partido.
La ciudad entera tenía la nariz pegada al televisor, atenta a un partido de la Copa Libertadores de América.
Pero Esquilache no lograba calmarse, y con el tercer Old Parr tuvo la misma idea que Vargas Vicuña: revisar la oficina de Barragán. Pasadas las nueve llamó a su chofer.
—Vamos a salir un momento, Vladimir.
—Doctor, Nacional acaba de empatar, ¿es muy urgente?
—Sí, mucho.
—La cosa se va a ir a los penaltis, doctor.
—Los oímos en el radio del carro.
Al llegar a la oficina de Barragán, Esquilache le dijo a Vladimir que lo esperara con los faros apagados.
Entró al edificio y subió las escaleras sin hacer ruido, sin encender la luz. Giró la llave y abrió la puerta de la oficina. Todo estaba en calma. Al llegar al escritorio de Barragán empezó a abrir cajones y a revisar títulos con una linterna de bolsillo. En el primero no había nada de interés, excepto el frasquito de Obsession, de Calvin Klein, varias revistas Newsweek y una caja de condones.
En el segundo había varios documentos clasificados bajo el nombre de «primer semestre»: procesos, pleitos, herencias. Nada de interés. Fue a ver el archivo de la secretaria y tampoco encontró nada. ¿Los tendría en la casa? Siguió mirando en los estantes de la pared hasta que vio, en un legajador, un fólder que decía «Terrenos Sisga». Lo sacó y encontró la fotocopia del registro a favor de Tiflis. ¿Eso era todo? Sí. No había nada más. En otro fólder, con el título «Cuentas por pagar» escrito a mano, encontró varias facturas con encabezado del club: $6.023.675 a pagar antes del 15 del mes entrante, $3.674.980 para la misma fecha. Todas eran del casino.
En esas estaba cuando oyó el ruido de un vidrio que se quebraba. Vio una sombra detrás de la ventana, una mano enguantada que intentaba abrir la manija desde afuera. La linterna de bolsillo cayó al piso y se apagó. Sintió miedo. ¿Lo habrían visto? ¿Quién sería? Se deslizó despacio hasta la puerta de la oficina y se escondió del otro lado, en el salón de las secretarias. Eran dos hombres. Los oyó hablar en voz baja, desplegar un plano.
—Usté busque allá, mire, ese debe ser el archivo que dijo el doctor.
¿El doctor?, pensó Esquilache. ¿Tal vez Vargas Vicuña? Sí, era el único que sabía. ¿Y Tiflis? A él sus hombres no le dicen «doctor». Bajó a la calle pensativo. Si Vargas Vicuña había enviado a alguien era porque tampoco confiaba en Barragán, lo que quería decir que no había arreglo entre ellos. Dio un respiro, pues lo que más temía era que Emilio estuviera en tratos con el doctor. Qué cosa tan complicada, carajo, ¿quién lo mandó a meterse en semejante lío?