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Dice la balada que cuando el amor llega así, de esta manera, uno no tiene la culpa… Y es que la famosa Matilde de la historia, sépanlo, se reveló desde la primera cita como una cocinera de alto copete y perifollo. Después de algunas escaramuzas en los cines de la carrera Trece y de algún bailongo en el Club de la Policía, Matilde me dio entrada a su residencia en el hoy bullanguero barrio de Suba, otrora pueblo independiente, y al llegar encontré una casa en la que, si me permiten la expresión, la felicidad escurría por las paredes. Vivían con ella papá y mamá, más tres hermanas y dos primas menores que habían venido de Chiquinquirá a hacer el bachillerato en la capital. Todas cocinaban, pero era Matilde la que sabía darle al sancocho ese no se qué tan patrio que lo hace ser comida de emperadores y ministros. Y ni hablar de los dulces y los jugos, o de la habilidad para dejar a punto el postre de borracho y las gelatinas, temblando en el plato como recién inventadas. Pero era a la hora de comer cuando las miradas pasaban de la llovizna al aguacero. «Aristófanes, ¿más pollito? ¿Más papita en chupe?», y yo, si me permiten las damas, comía esos bocados y me parecía que más se me metía ella dentro, en sentido poético, se entiende, y así, entre una cosa y otra, fuimos tomando el camino del altar. El matrimonio fue una ceremonia sencilla en la iglesia de Suba. El cura nos bendijo con el padrinazgo por mi parte del tartamudo Montezuma y por la suya de una de sus primas, y de ahí salimos a una comilona en los jardines de la casa de los suegros como no había yo tenido en treinta y ocho años de feliz e irresponsable soltería, una verdadera vicisitud: carne asada, papa salada, chuletas de cordero, ensalada de aguacate, pechugas de pollo en salsa picante, todo lo que se movía en la despensa fue a parar a la olla y luego, por mor del festejo, a las panzas de los felices invitados, bañado en cerveza y aguardiente y acoplado con un trío de música boyacense, patria chica de mi familia consorte. Matilde, que aunque joven ya era entradita en carnes, no se le quedaba atrás a quien les habla en lo de mordisquear pata de cerdo, y al final terminamos yéndonos para Anapoima con los estómagos felices y el corazón envuelto para una luna de miel de tres días en un hotel con piscina y salida al río. A partir de ese momento, estimados compañeros de asociación, la vida del sotoscripto cambió de modo radical, pues la seriedad del compromiso y el deseo familiar del hogar me fueron convirtiendo en otra persona. No más polas con los compañeros de estación al final del servicio, ni apostadas de billar, ni aguardientes con Montezuma para estimular la reflexión y pasarle revista a la vida. Adiós farras inconfesables, tan normales y hasta toleradas por la Iglesia en los adultos solteros. A cambio obtuve la felicidad del mantel propio, la apacible cucharadita de dulce en compañía frente al familiar televisor y el amor de los buñuelos cocinados al gusto.