18

La redacción estaba vacía, sólo el sonido del télex y el shhhh de la pantalla de despachos. Silanpa miró el hilo de Colprensa y no encontró nada. Le dolían las almorranas. El miedo al ver la pistola de la mujer y los esfuerzos por penetrarla lo hicieron sangrar. Estaba sentado de medio lado, sintiendo el calzoncillo lleno de crema y maldiciendo su suerte. Pensó en Guzmán y un ligero temblor le atravesó la espalda. ¿Sería ese su destino? Un proyecto inconcluso, una vida apenas arañada. Pero era difícil escapar de ciertas cosas, se dijo, y mucho más cuando no se sabe qué cosas son ni de dónde vienen ni por qué. ¿Qué lo obligaba a seguir con la historia del empalado? Apenas intentar tener un poco de dignidad, pensó. Nada, en todo caso.

Con trabajo se levantó y fue a orinar al baño, y al volver metió la cabeza en la sección provincias. Sobre la mesa de redacción los periodistas, en mangas de camisa, habían extendido un trapo verde y jugaban a los dados. Los miró por entre el humo y vio los vasitos plásticos, la botella de ron y los pañuelos llenos de cacahuetes.

—Eh, Silanpa… ¿una jugadita? —el zambo Bayo le estiró los dados.

—No gracias, me gusta mirar.

—Tengo una curiosidad —le dijo Figueras—. ¿Usté es de los Silanpa del Huila, los de los almacenes de telas?

—No, soy de los Silanpa de Finlandia. Un tío abuelo mío fue premio Nobel. Para que sepan.

Volvió a su mesa, encendió la IBM y tecleó el código del archivo. Cuando la pantalla le pidió «enter name» escribió: «Hijos del Sol». La IBM pensó un rato, trastabilló y al fin dio respuesta: «not found». Con pereza, fijándose apenas en lo que hacía, metió al computador otro de los nombres que Baquetica le había dado: «Heliodoro Tiflis», que según los registros había recibido los terrenos del baño turco en donación del anterior propietario, Casiodoro Pereira Antúnez. Esta vez sí hubo respuesta:

«Heliodoro Tiflis. Futbolista. Santa Fe. 1960-61. Deportivo Quindío. 1961. Exportador de lentejas al Ecuador, apodado «el Doctor Lenteja». 1963. Arresto por conducción en estado de embriaguez. 72 horas. 24-12-1965. Propietario del restaurante El Faisán Feliz, en Bucaramanga. 1965. Restaurante italiano La Vita Facile, Manizales. 1966. Restaurante chino Singapur, Armenia. 1966. Propietario del bar La Perla de Oriente, Santa Marta. 1967. Propietario del hotel 2 estrellas Amarillo Imperial, Santa Marta. 1967. Propietario del bar La Estrella de Oceanía, Armenia, 1967. Propietario hotel 3 estrellas El Cóndor, Tunja. 1968. Propietario bar El Cóndor Pasa, Tunja. 1968. Propietario bar night-club El Rey de los Andes, Tunja. 1969. Propietario whiskería Condorito, Tunja. 1969. Propietario whiskería Los Andes, en Armenia. 1969. Propietario motel El Ratico Rico, Tunja. 1970. Propietario whiskería El Negro Cosmopolita, Armenia. 1970. Propietario motel La Felicidad Ja-Ja, Armenia. 1970. Propietario bar night-club Constelaciones del Placer, Bogotá. 1973. Propietario motel Las Murallas de Jericó, Bogotá. 1973. Propietario hotel Esmeralda, Bogotá. 1989. Propietario bar Lolita, Bogotá. 1990…»

Silanpa dejó caer el cigarrillo sobre la mesa. ¿Propietario del Lolita? Dio un golpe en la mesa que le hizo doler el trasero y se levantó de un salto. Fue al archivo y buscó los recortes de defunciones: Pu, Po, Pe, Pereira. Ahí estaba. «Muerto el doctor Casiodoro Pereira Antúnez a los 62 años. Infarto de miocardio.» Había muerto hacía 30 días, el entierro había sido hace dos semanas en el Cementerio Central. Vio la foto del funeral y reconoció a Susan Caviedes.

El zambo Bayo llegó trastabillando hasta él.

—Présteme las llaves de su carro, se nos acabó el ron.

—¿Y los de rotativa no tienen?

—Se les acabó. Es que esta noche es especial.

—¿Va a la licorera entonces?

—Sí. Figueras dice que traiga también unas hembritas. ¿Cómo la ve?

—Hembrita no, pero sí tráigame media de Tres Esquinas.

Silanpa le alargó un billete y las llaves.

—¿Dónde lo parqueó?

—A la vuelta, por la calle de atrás frente al club de billar. Y maneje con cuidado.

Bayo salió y Silanpa siguió mirando la pantalla con interés. ¿Muerto hace un mes? Revisó su libreta de notas con los datos de Baquetica y comenzó a hacer dibujos de espirales mirando al techo. Escribió nombres y trazó algunas flechas: Pereira Antúnez dona terrenos a Tiflis hace dos meses. Muere hace un mes. Susan Caviedes contrata a Abuchijá para transportar una carga de 200 kilos cerca del lago. Ella es la administradora (?).

En esas estaba cuando sintió los gritos de Bayo.

—Cochino malparido —le dijo tirándole las llaves—. Su carro está lleno de mierda y tiene las ruedas pinchadas.

—¿Qué?

Bajó saltando escalones hasta la calle y al doblar la esquina vio los neumáticos del R6 por el piso. Luego abrió la puerta y pegó un grito: alguien había llenado el vidrio de salsa de tomate, restos de comida y botellas de cerveza. En el sillón del conductor había un bollo de caca que parecía reciente. Sobre el timón, en un pedazo de servilleta, había una nota: «Aquí estuvimos. Aquí comimos y aquí nos cagamos.» Por una rendija del capó, entreabierto, vio salir un racimo de cables. Le habían destruido el motor.

Silanpa subió corriendo a la redacción anestesiado por el pánico: empujó al portero, chocó contra una mesa y le hizo regar una bandeja de café a una empleada que bajaba por la escalera. Disparaban contra él. Lo habían identificado. Levantó el teléfono y llamó al Lolita.

—¿Aló?

—Páseme a Quica, por favor, rápido, es urgente…

—Quica está trabajando.

—Ya le dije que es urgente.

—Y yo le repito, está trabajando.

—Estoy llamando desde la comisaría de policía, so pendejo, soy un amigo del señor Tiflis.

—Ya se la llamo…

Escuchó la voz de Quica.

—¿Quién es?

—Quica, soy Víctor. No hable, no diga nada. No haga ni siquiera un gesto. Está en peligro. Salga del bar ya mismo y vaya a la esquina de la Jiménez con décima. Ahí la recojo en 25 minutos.

—Pero…

—Quica, la cosa no está para andar haciendo preguntas. Córrale.

Colgó y llamó al capitán Moya.

—Sí capitán, alguien se metió en mi Renault 6. Aquí, detrás del periódico. Imagínese, me lo destruyeron. Me lo llenaron de mierda.

—¿Y eso como quién habrá sido, ah? ¿Algún marido cornúpeta o más bien algo que ver con el periódico?

Moya tenía el teléfono pegado al hombro y mascaba semillas de cardamomo. Sobre el escritorio tenía un tablero de línea 4 y al frente, en un butaco, su adjunto Montezuma se rascaba el mentón acariciando las fichas.

—Con el periódico, capitán. Eso seguro. Tiene que ver con el Crimen del Empalado.

—¿Del empalado? —dijo sin dejar de reírse—. ¿Y no será más bien un chiste de sus compañeros del periódico?

—No, capitán. Créame.

—De todos modos habrá que hacer una investigación… Usted vayase para su casa tranquilito, Silanpa. Yo me encargo.

El capitán colgó y, con gesto fiero, dejó caer una ficha en la rejilla.

—¡Línea 4! —le dijo a Montezuma—. Caray, ya me debe tres tamales y dos libras de queso salado, ¿otra partida?

Silanpa salió corriendo de la redacción pensando que tal vez se apresuraba, que a lo mejor lo de Tiflis, el Lolita y los destrozos del carro no tenían nada que ver. Le angustiaba no saber, pero no podía correr riesgos. Paró un taxi en la esquina de la séptima y le pidió que lo llevara a la Jiménez con décima.

—Es de vida o muerte, señor. Rápido.

—No se preocupe.

El taxi avanzó entre los carros haciendo calzoncillos, zigzag, se metió en contravía, se subió a un andén y frenó en la Jiménez cerrándosele a un colectivo.

—Gracias, jefe. Aquí tiene con propina y todo —le alargó un billete.

Quica llegó al rato con su andar distraído.

—¿Qué es tanto misterio? Son las dos de la mañana…

—Vamos a su casa, Quica, es el único lugar seguro.

—¿A mi casa?

—Sí. ¿En el Lolita tienen su dirección?

—No, faltaría más.

—Entonces vamos.

—¿No me va a explicar?

—En el taxi le explico.

Quica lo escuchó abriendo los ojos. De pronto esas centellas de mujer se apagaron dejando a una niña de diecisiete años indefensa y asustada.

—Usté me metió en este lío, Víctor. Usté me tiene que pagar. Además ni se sueñe que no voy a volver al Lolita, ¿y qué hago entonces? ¿En dónde voy a trabajar?

—No le digo que no vuelva, le digo que por esta noche se quede en su casa hasta que sepamos bien qué fue lo que pasó.

—Este lío no es mío, usté me tiene que pagar.

—Lo que quiera, Quica, pero ahora vamos.

Al llegar buscó el número de Estupiñán y fue al teléfono público.

—¿Aló? —la voz de Estupiñán le recordó que era muy tarde.

—Soy Silanpa. Necesito que nos veamos.

Le explicó la situación.

—¿De caca? ¿Quiere decir un mojón? —Estupiñán no pudo aguantar la risa—. Qué horror, jefe, pues lo único que le aconsejo es que no lo mire y baje el agua.

—Estupiñán, por favor…

—Disculpe, detective. Usted sabe que yo a todo le pongo humor. Y ahora sí dígame, ¿para qué soy bueno?

—Necesito verlo para que vaya a mi casa. Usted puede hacerse pasar por empleado del edificio, ver si hay alguien vigilando y sacarme algunas cosas que necesito.

Bullshit, ¿me quiere poner como carnada?

—El problema es conmigo, a usted no lo conocen.

—Yo tengo que ponerle una condición, detective…

—Qué, Estupiñán.

—Júreme que esto no es cuestión de narcos. Si no es con los narcos yo me voy de rodillas a hacerle la paja al tigre de Tamalameque. Pero si son narcos hasta aquí llego.

—Le juro, Estupiñán.

—Entonces voy. Y dígame otra cosa, ¿se pudo perjudicar a la vieja del baño turco?

—Después le acabo la historia. ¿En media hora en el San Remo?

—O.K. Oído y chao.

Colgó, se dio vuelta.

—Quica, suba a su casa y no salga hasta que yo vuelva. A lo mejor la están buscando y es mejor no arriesgar.

En la calle no había un alma. ¿Dónde encontrar un taxi que lo llevara al centro? Quiso evitar un enorme charco y en el afán tropezó con el borde del andén. Cayó de bruces y la rodilla empezó a sangrarle tanto que traspasó el pantalón. Perdió el aliento, pero debía seguir.

Llegó al San Remo veintisiete minutos después. La mitad del salón estaba lleno. Al fondo, en varias mesas, jóvenes semidesnudas se acariciaban con clientes borrachos. En la pista dos mujeres bailaban la lambada en bikini haciendo gestos obscenos.

Un rato después Estupiñán apareció: vestía un overol azul marino, botas de caucho y casco amarillo. Del frío se protegía con un capote negro.

—¡Sorpresa! ¿Le gusta mi disfraz?

—Sí, pero… ¿de qué es?

—Empleado del Ministerio de Obras Públicas. ¿Tenemos presupuesto para invitar a dos hembritas? Aquí hay buen material rajado.

—Ahora estamos trabajando. Luego, cuando aclaremos todo.

Fueron al teléfono público del bar y llamó a la portería de su edificio. Contestó Ricardo, que estaba de guardia, y le explicó que un empleado del MOP iba a inspeccionar las canales de su casa bien temprano, que lo dejara entrar.

—No se le olvide que a las nueve de la mañana tenemos cita con el transportista Abuchijá para ir a Tunja —le dijo Estupiñán mirando el calzón de una de las bailarinas.

—No se me olvida pero, ¿en qué carro?

—Habrá que ver, pero vamos a lo de ahora. Repito: ir a la casa; vigilar si hay sospechosos cerca del edificio; ver si todo está en orden; oír los mensajes dándole al play en una cajita que está debajo del teléfono; traerle un fólder amarillo que está debajo de la caja de aseo, detrás del excusado, y un tubito rojo que está en la segunda repisa del baño. ¿Está bien?

—Perfecto.

—Y nos encontramos de vuelta a las nueve en el lugar de parada de Lotario Abuchijá.

—Sí. Por las dudas yo me quedo aquí. Si hay algo urgente llámeme.

Una lluvia fina comenzó a mojar el asfalto.

Estupiñán se fue en un taxi y Silanpa, viendo las primeras luces del amanecer, volvió a subir al San Remo.

El edificio estaba a oscuras. Estupiñán tomó la escalera hasta el cuarto piso y abrió la puerta con la llave que Silanpa le había dado. Tenía miedo, pero entró igual. Encendió una luz y se quedó atónito… Los muebles volcados, las estanterías por el suelo y los cojines abiertos. Cumplió el itinerario pedido por Silanpa: primero el contestador, que estaba roto, y luego el baño. Detrás de la taza encontró el fólder, y luego fue a la habitación. Estaba allí cuando escuchó un ruido: alguien entraba al apartamento. Apagó la luz y fue a esconderse.

—Este hijueputa ya no vuelve… —dijo una voz.

—De todos modos hay que esperar —contestó el otro—, fue lo que dijo el patrón. A ver, enciéndase el radio.

—Yo tengo sueño, hermano, creo que me voy a dormir al cuarto. Esa pizza me tumbó.

—Bueno, nos hacemos relevos.

Estupiñán sintió un temblor en los tobillos y comenzó a mirar alrededor. ¿Por dónde salir? Desesperado al sentir los pasos acercarse abrió la ventana y salió, metiéndose el fólder entre el pantalón.

Hacía frío, lloviznaba y la mano de Estupiñán, débilmente agarrada del alero, comenzaba a resbalar. «Jesús María y José», pensó, «¿en qué mierdero me metí?» La mano se deslizaba hacia el vacío y él no se atrevía a mirar abajo, sólo escuchaba los motores de algunos pocos carros al pasar.

El hombre se recostó en el colchón de Silanpa y a Estupiñán se le ocurrieron varias cosas:

«Entro y digo que soy un empleado del MOP, que estaba revisando la canaleta, me disculpo y salgo.»

«Entro y les digo que no tengo nada que ver en esta historia, que soy un vecino insomne que a veces le da por revisar las ventanas.»

«Entro y los enfrento: al que está despierto le doy una patada en las huevas y al otro lo asfixio con la almohada».

Pero ninguna de las posibilidades le pareció probable…

Los dedos le ardían. La llovizna empeoraba las cosas y los tobillos seguían temblando colgados en el vacío. Le dolían todos los músculos y la espalda era como un muro de granito a punto de ceder.

«¿Será que hasta aquí llego?», pensó. «¿Quién me manda a mí a jugar al detective?»

Estupiñán no quería aceptar que la situación era desesperada, que iba a caer, que al día siguiente encontrarían su cuerpo en la calle y nadie daría razón. Cerró los ojos y su último pensamiento fue para Cora. Se dejó caer pensando que era jueves y que morir en jueves era ya mal signo. Pobre, le hubiera gustado llegar al sábado para echarle un último polvito a la gorda.

El trayecto por el aire le cortó la respiración. El estómago se le subió hasta las amígdalas y se golpeó varias veces contra el muro. Al pasar frente al segundo piso vio unos puntos luminosos, tal vez los ojos de un gato. Sintió que se acercaba al asfalto, un golpe, algo que se rasga y otro golpe. Abrió los ojos y vio que estaba en la calle, envuelto en una tela floreada. Frente a él leyó: «Especialidades coreanas El ruiseñor de Pyongang». Respiró hondo: el toldo del local lo había salvado.

«¡Que viva Ho Chi Minh, carajo!», gritó en su mente antes de levantarse y correr a la esquina.