22

Silanpa recogió las escrituras en la casa de Mónica y dejó bien escondidos los documentos de Esquilache. Antes de irse respiró hondo. Esa atmósfera limpia aún era suya.

Luego hizo el trayecto hacia la pastelería en buseta. El estómago se le volvió a rebelar y sintió náuseas, pero al menos ya no le dolían las almorranas. La agitación de los últimos días le había anestesiado el cuerpo. Sólo le dolía por dentro.

Bajó en el parque de Lourdes y se preguntó dónde estarían los agentes de Moya. No le importaba lo que pudiera pasar: sabía que era peligroso pero creyó que había llegado el momento de jugarse el pellejo por algo. Caminó entre la gente hacia la pastelería. La iglesia estaba cerrada pero en las escalinatas correteaban los gamines que cuidaban los carros estacionados a los lados del parque.

—Llega tarde, Víctor.

Pidió un café con leche y una empanada de pollo. Susan tomaba té.

—¿Entonces? ¿Quién comienza? —dijo, mirándola a los ojos.

—Comience usted, sea caballero.

Se abrió la chaqueta y sacó el paquete con los documentos.

—Aquí está… Puede revisar.

Susan fue pasando las páginas. A Silanpa le pareció que contaba el número de hojas, que revisaba de cerca los sellos con el membrete oficial, que comprobaba las firmas.

—¿Puedo preguntarle cómo las consiguió?

—Por casualidad.

—Tiene suerte.

—¿Y ahora? Ya sólo nos queda su parte.

—Sí, y es la parte más complicada…

Levantó los ojos y los vio. Eran dos, se sentaron a su lado y uno de ellos le puso en el estómago un objeto frío.

—Quédese tranquilo y sonría —dijo un tercer hombre acercándose—, total estamos entre amigos… ¿no?

Heliodoro Tiflis le hizo una venia a Susan y tomó asiento. El aliento le olía a anís.

—Hace rato quería conocerlo, estimado periodista.

—Aquí me tiene.

—Pero termínese el cafecito que se le va a enfriar.

De pronto uno de los hombres de Tiflis agarró la empanada de Silanpa y le pegó un mordisco.

—¡Pero qué son esos modales, carajo! Me hace el favor y le deja la empanadita tranquila, ¿qué tal esta vaina? Ahora nos va a tocar invitarlos. A ver, Celestino, vaya y paga me hace el favor.

Susan lo miró con profunda lástima. Volvió a sentir nervios.

—Está haciendo una linda noche —dijo Tiflis—, deberíamos salir.

Se levantaron y Silanpa pensó en los agentes de Moya. Afuera hacía frío. Empezaba a lloviznar cuando la policía los rodeó.

Tiflis se puso nervioso e intentó sacar algo de la barriga. Luego debió pensar que era inútil. El hombre que flanqueaba a Silanpa levantó la pistola y le apuntó a la cabeza.

—Tranquilo, Celestino, tranquilo —le dijo Tiflis—, no acabemos de complicar esta vaina, ¿sí?

—A ver, me levantan las manos con ligereza —dijo el capitán.

Los agentes de Moya se llevaron a los hombres en varias patrullas. Silanpa respiró tranquilo al dejar de sentir la presión del cañón.

Al otro lado de la ciudad, en el aeropuerto, Barragán esperaba ansioso. Una voz anunció su vuelo por los altoparlantes, pero al levantarse un desconocido se le acercó.

—¿Doctor Emilio Barragán? Acompáñenos un momento.

—¿No ve que me estoy yendo de viaje? Si quieren más declaraciones llamen a mi oficina, mi secretaria les puede dar una cita para la semana entrante.

—Es que tenemos orden de no dejarlo ir, doctor. Disculpe pero va a tener que acompañarnos.

—Imposible, estoy con mi familia y me voy de viaje. La semana entrante regreso y ahí sí todo lo que quieran.

El agente se impacientó.

—Bueno, se acabó esta huevonada… —se dio vuelta y le habló al grupo—. Deténganmelo.

Barragán trató de resistirse pero los agentes lo inmovilizaron.

—¿Qué está pasando, mi amor?

—Nada, linda. No voy a poder ir con ustedes, pero lleva a los niños. Yo los alcanzo mañana en la casa de tu tía.

—Pero…

—Hazme caso, mi amor, yo arreglo esto y los alcanzo mañana… Que los niños no se den cuenta, ¿quieres? Ten confianza en mí.

Se lo llevaron. Antes de salir del Puente Aéreo Juanchito llegó corriendo y lo abrazó.

—¿No vienes con nosotros, papi?

—No, Capitán Garfio. Tengo que ir a resolver un problema y luego sí viajo, no te preocupes.

Lo alzó, puso su nariz contra la suya.

—Mucho cuidado con tu mamá y tu hermana. Quedas encargado de ellas mientras llego, ¿bueno?

—Sí, papi.

El niño miró con miedo a los agentes y volvió corriendo a la fila. Estupiñán, un poco más atrás, se limpió una lágrima y fue a buscar un taxi a la salida. Los hombres subieron en dos Toyotas con placas de la policía y tomaron la avenida El Dorado en dirección al centro. Media hora más tarde estaban todos en la Estación.

—Muy bien, mi querido —dijo Moya mirando a Silanpa—. Además debo felicitarlo por su socio, el señor Estupiñán. Gracias a él evitamos que el abogado Barragán se fuera de Colombia y así nos va a poder explicar qué fue todo ese lío de pistoleros y maleantes en su oficina.

Moya sacó una colombina, se la metió a la boca y siguió hablando.

—Usté tenía razón con los tipos de su casa. Ya los identificamos y ambos trabajaban para Tiflis. Le advierto con dolor, mi estimado, que su casa está hecha cisco. Más vale que antes de ir llame a su mamá y a un par de tías y vayan con un trapero.

—¿Y dónde está Estupiñán?

—En la sala de al lado, prestando declaración.

Silanpa fue a buscarlo y lo encontró sentado en un taburete, dictándole su historia a un agente de uniforme que tecleaba en una vieja Remington.

—Y entonces sentí frío, pero me dije que si lo dejaba escapar iba a perder un elemento clave de la investigación. El tráfico iba siendo cada vez menos denso, y la Avenida Pepe Sierra era una verdadera boca de lobo, como un túnel sin final…

—¿Sin qué? —preguntó el escribiente agazapado sobre las teclas.

—Sin final. Es una expresión poética…

El agente anotó la frase y le hizo seña de que continuara.

—Entonces el automóvil de Emilio Barragán paró frente a un edificio y un hombre que parecía esperarlo se acercó a la ventana a hablarle.

—¿Podría describir a ese hombre? —continuó el uniformado.

—Tenía algo más de cincuenta años, vestido cruzado y corbata. Uno setenta y cinco de estatura. Tez clara, pelo cano y escaso en el centro aunque abundante por los lados, típica alopecia capitalina. Había en sus gestos un saber estar, una educación evidente…

Silanpa escuchó con curiosidad las palabras de Estupiñán y pensó que debía ser un socio de Barragán, alguien que iba a ayudarle a salir del país.

—¿Es suficiente con eso o sigo con la descripción? —preguntó Estupiñán.

—Está bien así —dijo el escribiente—, si me parece que lo estoy viendo al tipo… ¡Gracielita, venga un segundo!

Una de las secretarias de la oficina se acercó.

—Venga, léase esta descripción tan buena. Es del señor.

La secretaria cogió el folio y empezó a leer. Estupiñán se puso colorado, trató de leer en sus ojos aprobación o rechazo, miró con ansiedad la punta de sus zapatos hasta que por fin Graciela levantó los ojos del papel.

—Qué cosa tan buena. Me encanta aquí cuando dice «ese tipo de personas que uno sitúa más en la barra de un club que en una calle desierta». Está linda la frase, ¿ya la leyó el capitán?

—No. Ahorita se la mostramos.

—Pues lo felicito, de verdad.

Estupiñán sonrió con las mejillas rojas como amapolas.

Al salir de la Estación eran casi las nueve. Silanpa pensó en la conversación que lo esperaba esa noche y quiso retardar su llegada.

—¿Usted se acuerda bien del sitio donde se paró Barragán?

—Sí, claro que sí, jefe, ¿no oyó mi descripción? A todos les fascinó.

—Camine, acompáñeme y miramos quién era.

Tomaron un taxi en la trece y se fueron charlando. Estupiñán le contó que se le había roto el corazón al ver el arresto del abogado en el aeropuerto.

—El niño vino cuando ya salían, jefe, y él lo alzó con los ojos en lágrimas…

Al llegar a la Avenida Pepe Sierra le dijeron al chofer que fuera despacio.

—Aquí —dijo Estupiñán—. Este es.

Bajaron. Era un edificio de oficinas y todas las luces estaban apagadas. Silanpa fue a mirar las placas de la puerta y vio una que le llamó la atención: «Vargas Vicuña y Asociados.» Era él, sin duda.

Caminaron hasta la Quince despacio, con las manos en los bolsillos. De pronto Estupiñán rompió el silencio.

—¿Puedo hacerle una preguntica, jefe? Es que hay una vaina que nunca he entendido.

—Dígame.

—¿Cuál es la diferencia entre estado de sitio y estado de derecho?

Silanpa lo miró, incrédulo.

—Perdone, periodista —se disculpó Estupiñán—. Pero es que como estábamos tan callados… Ya le dije que a mí me gusta aprender algo todos los días.

Silanpa le explicó como pudo.

—Qué burro soy —se burló Estupiñán—. Yo pensé que donde decía estado de derecho había que poner «soltero».

Al llegar a la carrera Quince se despidieron.

—Mañana lo espero temprano en la oficina de Barragán, a ver si encontramos algo que nos dé la relación con Vargas Vicuña.

—Listo, jefe. Nos vemos a las diez. Cambio y fuera.

Silanpa se fue caminando hasta Unícentro. La llovizna había cesado y ahora la noche estaba fresca. Pensó en tomar algo, tal vez una cerveza en la Taberna Alemana. Estaba muy nervioso; el estómago le daba vueltas y se preguntó si Óscar estaría al corriente de todo.

Siguió caminando y, de pronto, sintió una fuerte nostalgia del periódico. En noches así, cuando no sabía qué hacer, aparecía por la redacción y se quedaba hasta muy tarde, jugando Monopolio con los armadores o bebiendo con los de provincias. Tuvo el impulso de ir, pero no quería alejarse mucho y pensó que lo esperaban los documentos de Esquilache. Paró en una licorera y compró una botella de Tres Esquinas, luego tomó un taxi y fue a esperar a Mónica en la casa.

Al llegar puso música y sacó los documentos. Bebió un trago tras otro mirando los papeles, fumó sin parar tomando notas hasta que se sentó a redactar un borrador que le aclarara las ideas:

HISTORIA DE UN CADÁVER

1) El cuerpo de Pereira Antúnez salió de Bogotá en una furgoneta de la heladería Yupi con dirección a Santa Marta, luego de que Esquilache lo «sustrajera» de una vieja casona en el barrio de Quinta Paredes en donde Tiflis lo tenía escondido. Según la versión de Susan Caviedes, Pereira Antúnez estaba vivo durante su cautiverio aunque en estado vegetativo por habérsele administrado de modo regular un sedante fuerte… ¿Fue eso lo qué lo mató? Tal vez, habrá que preguntarle a Piedrahíta. Esquilache lo sustrajo (¿muerto?) y lo mandó a Santa Marta en un carro con nevera, razón por la cual no se pudrió en las 18 horas de viaje, pero al llegar tuvieron que meterlo al mar durante tres días porque un error de cálculo hizo que el «cargamento» (los empleados de Esquilache hablan también de «el bebé») llegara antes de que la costa estuviera libre de moros, es decir antes de que los supervisores del galpón donde pensaban guardarlo se fueran de puente por las fiestas de carnaval.

2) Esquilache se enfureció por el error, pero a los tres días pudieron sacar el cadáver, que de todos modos estaba metido en una bolsa repleta de hielo, y comenzaron a preparar la argucia contra Ángel Vargas Vicuña, constructor (amigo de Barragán), a quien Esquilache quería dar un susto para alejarlo de los terrenos del Sisga. ¿Y cuál era el susto? Vargas Vicuña debía mostrar a un grupo de accionistas y de prensa un complejo hotelero cerca del Rodadero. La idea de Esquilache era poner el cadáver ahí, para que apareciera a los ojos de todos delante de fotógrafos y periodistas.

3) Pero Vargas Vicuña cambió de planes y fue a inaugurar un hotel tres estrellas en Pasto, con precios bajos, para los pequeños comerciantes que vienen del Ecuador. Entonces Esquilache ordenó llevar la «estatuilla», como terminó por llamarlo, hasta Pasto, para seguir allá la partida. ¿Y cómo? No era fácil, su gente era ruda pero esas cosas dan asco a cualquiera, y sobre todo miedo, ¿qué dice uno si lo agarran con el cadáver de un obeso congelado que a fuerza de endurecerse por el frío andaba ya por los 300 kilos? Pero Esquilache lo mandó llevar igual, y la misma furgoneta de Yupi que lo transportó a Santa Marta fue la encargada de hacer el viaje hasta Pasto vía Ventanas-Medellín-Cali-Popayán. Los choferes tenían la dirección de una bodega cerca de Tulcán, ya en la pura frontera con el Ecuador, en donde podían depositarlo antes del golpe.

4) Vargas Vicuña había metido seguridad en toda la zona (¿sospechaba algo?). Y le sirvió porque logró hacerse con el cadáver antes de que Esquilache se lo colocara, aunque si pudo encontrarlo no fue por su servicio secreto sino por pura casualidad: la bodega Ibarra, que era la única grande de la zona, le guardaba materiales de construcción comprados en el Ecuador a bajo precio. Uno de sus hombres, un tipo de apellido Contreras (consta así en las notas de Esquilache), metía en cada viaje de material dos o tres paquetes de artesanía para alimentar un negocito propio, a escondidas del jefe. Cuando la furgoneta de Yupi llegó a la bodega, el tipo Contreras había ido a sacar una caja de ruanas de alpaca y la vio entrando. Le llamó la atención la placa de Bogotá, oyó hablar a los choferes y le pareció raro. Contreras le confió sus sospechas a un empleado de la bodega, y para anotarse un punto con Vargas Vicuña, creyendo que podía tratarse de un atentado, decidió robarse la camioneta esa misma tarde, aprovechando que uno de los choferes estaba llamando por teléfono y el otro había entrado al baño a hacer pipí (esa fue la explicación que ambos le dieron a Esquilache).

5) A partir de ahí el hilo se pierde. Por las investigaciones de Esquilache se sabe que Vargas Vicuña se llevó el cadáver de Pasto en una de sus avionetas y lo tuvo escondido cerca de una semana en una finca a las afueras de Popayán. Esquilache no sabía qué iba a hacer Vargas Vicuña con él y temía un contragolpe, por lo que redobló esfuerzos y según consta pudo recuperarlo una semana después, en un depósito de flores cerca de Cali. Allí sus hombres entraron y lo sacaron a la fuerza, y por lo visto debió haber tiros porque se habla de dos heridos y de una pistola y un rifle perdidos en la carrera. Esquilache lo trasladó de vuelta a Bogotá.

6) Pero en Bogotá la cosa no estaba fácil y Tiflis, que andaba muy preocupado por el asunto, casi recupera el cadáver por una indiscreción de un secretario de Esquilache, el cual enseguida renunció a su cargo y se fue a vivir al extranjero. Pasado el susto Esquilache decidió alejar de Tiflis el cadáver y se lo llevó a Tunja, pero allá los de Hijos del Sol (enterados de la desaparición de Pereira Antúnez a través de Susan, y temiendo perder la concesión de los terrenos), lograron robárselo con la idea de darle sepultura y «echar tierra al asunto». ¿Cómo? Imposible saberlo a ciencia cierta, pero es de suponer que llegaron al cadáver por la información que ella sacaba de Tiflis y por sus propias investigaciones. Una vez en su poder lo escondieron en la bodega de una lancha en Tunja. Y fue en ese momento cuando Tiflis decidió «organizar» el entierro de Pereira Antúnez, con ayuda de los colaboradores y de Susan Caviedes (que engañaba a Tiflis, pues no le decía la verdad sobre el cadáver: Tiflis creía que lo tenía Esquilache; y Esquilache, por lo que se ve, que Vargas Vicuña se lo había vuelto a robar). Para el entierro se dijo que Pereira Antúnez había estado alejado por una extraña enfermedad y que había muerto en un lugar discreto. Los hombres de Tiflis se encargaron de conseguir un cuerpo parecido, que resultó siendo el del taxista Ósler Estupiñán.

7) Preocupados por lo que pasaba, los de Hijos del Sol decidieron llevárselo a un lugar cerca del baño turco, y para eso Susan se encargó de contratar al conductor Lotario Abuchijá, quien lo transportó hasta un granero a las afueras de Chocontá, en donde creían que podrían mantenerlo seguro por ser el director un miembro naturista del club. Pero la cosa les salió al revés porque el Granero La Unión pertenecía en última instancia al doctor Vargas Vicuña, quien se enteró y tomó cartas en el asunto. Entonces Vargas Vicuña ordenó clavar el cuerpo a la orilla del lago para meterle miedo a los de Hijos del Sol y mostrarle a Tiflis y a Esquilache quién era el más fuerte.