CAPÍTULO 61: EPÍLOGO

EL MUSEL - PUERTO DE GIJÓN

2 DE SEPTIEMBRE DE 1938 - 08:30 HORAS

Un mes después del incidente en Camposines, Rodrigo cruzó el puente que separaba el muelle principal del puerto de Gijón y se acercó a su padre.

Aunque ahora Asturias era zona nacional, Florencio aún guardaba muy buenos contactos de su época en la resistencia obrera. Gracias a ellos, había conseguido dos pasajes en aquel buque que estaba a punto de zarpar hacia Buenos Aires.

Rodrigo abrazó a su padre.

En muy poco tiempo, y de una forma que nunca habrían sospechado, Florencio y Rodrigo habían recuperado parte del tiempo perdido.

Ahora volvían a ser padre e hijo.

No se habían perdonado las heridas de todos esos años. Pero al menos lo estaban intentando.

—¿Estás seguro? —preguntó Rodrigo.

—Elena me necesita —dijo Florencio—, ya encontraré la forma de llegar hasta ella.

Rodrigo se dio la vuelta.

Alargó la mano.

Y delante de él apareció Sofía.

Parecía encontrarse bien.

Había sobrevivido al disparo y a la posterior operación a manos de aquel veterinario de Camposines.

Cuando pasaran muchos años, posiblemente sería algo que Rodrigo y ella recordarían siempre.

Florencio se despidió de los dos jóvenes y se perdió entre la multitud del puerto.

Rodrigo y Sofía cruzaron la pasarela que los conduciría hacia otras tierras muy lejanas.

Donde pensaban empezar desde cero.

Si es que les dejaban.

Al mirar por última vez a tierra, a Sofía le pareció ver un rostro conocido entre las personas que se agolpaban allí.

Rubén Gayarre.

Quizá había sido una ilusión, un espejismo.

—Vamos, Sofía —dijo Rodrigo.

Sofía agarró con fuerza la mano de Rodrigo.

Y se sintió con fuerzas de afrontar cualquier cosa, de superar cualquier obstáculo, si iban los dos juntos.

Atrás quedaban muchas vivencias, muchas personas queridas.

Pero delante de ellos les esperaba el futuro.

En paz.

O eso creían.

—Una cosa… —dijo Sofía.

—¿Qué?

—Te quiero —dijo ella.

—Lo sé —dijo Rodrigo, feliz por primera vez en mucho tiempo—. Yo también.

—Sólo quería decírtelo otra vez antes de subir.

—Te adoro —dijo él.

Y así, los dos enamorados subieron al buque como dos pasajeros anónimos más. Rumbo a un nuevo continente. Sin que nadie de los que los rodeaban sospecharan siquiera la locura que ambos habían vivido en las últimas semanas.

En menos de una hora el flamante buque La Paloma levó anclas y salió rumbo al océano.

Un viento del norte se levantó entonces en la costa asturiana.

Un viento que soplaba a menudo esos primeros días de septiembre.

El mismo viento que soplaba en una pequeña loma, muy cerca de ese puerto.

Allí un hombre llegaba justo en ese momento al pie de una tumba.

Era Florencio Sandiego.

Y la tumba que tenía delante era la de Olivia.

Florencio se había negado en muchas ocasiones a decir en qué lugar había enterrado a Olivia. Sólo él lo sabía. Temía que la familia Monsanto, aprovechando sus influencias, la cambiara de lugar, se la llevara lejos de aquellas tierras donde ambos habían vivido la plenitud de su amor, un amor auténtico que nada ni nadie les podría robar nunca. Ni siquiera la muerte.

La había ocultado allí, en aquella ladera frente al mar.

Florencio le contaba ahora que de alguna manera había recuperado a su hijo.

Y en cuanto a su hija, tendría que luchar mucho por encontrarla. Pero lo conseguiría.

El amor que aquel hombre seguía sintiendo por Olivia sería capaz de vencer cualquier obstáculo. Estaba seguro.

Florencio tenía el corazón roto.

Y, sin embargo, estaba feliz.

La felicidad es una obligación, solía decir Olivia.

Y Florencio siempre le hacía caso.

Sabía que no olvidaría todo lo que había vivido en el Ebro, los amigos y camaradas caídos para siempre. Como tampoco olvidaría los horribles y crueles años de guerra que estaban devastando aquel país.

Pero también sabía que, por muchas batallas, muertes y horrores que viviera, incluso bajo el fuego de las balas siempre pensaría en ella.

En el amor de su vida.