CAPÍTULO 4

CUARTEL GENERAL DE BURGOS

24 DE JULIO DE 1938 - 18:00 HORAS

Las cigarras cantaban. Hacía un calor de mil demonios. Era una tarde asfixiante.

El sol brillaba en lo alto.

Y el patio de armas estaba reluciente.

Ochenta soldados de la Guardia Mora con su uniforme de gala custodiaban la entrada al Cuartel General de Burgos, sede del gobierno provisional nombrado por los militares sublevados contra la República.

En el centro del patio, veintitrés muchachos heridos, muchos de ellos con muletas o en sillas de ruedas, aguardaban bajo el sol. Sus rostros, contraídos por el dolor, reflejaban orgullo y satisfacción.

Entre ellos, se encontraba un chico de dieciocho años recién llegado del frente de Valencia.

Rodrigo Sandiego Monsanto.

Llevaba el brazo en cabestrillo.

Estaba perfectamente afeitado. Radiante como el sol. Erguido como un mástil, luciendo con orgullo su resplandeciente uniforme falangista.

Delante, se alzaba un pequeño escenario, adornado con la bandera roja y amarilla.

Varias personalidades, entre las cuales destacaban tres generales, dos obispos y un teniente coronel del ejército alemán, presidían el acto.

Rodrigo prestaba atención a la joven que se encontraba a su derecha, entre los civiles. Era Sofía Palacios, la chica que había conocido en la Casa del Libro, aquel lejano día dos años atrás, y sólo tenía ojos para ella.

Rememoró rápidamente aquel lunes, 19 de julio, ya con la guerra dando sus primeros pasos, cuando volvió a la librería para pedirle una cita que ella había aceptado inmediatamente, como si la hubiera estado esperando todo el fin de semana.

Empujados por la urgencia y la gravedad de la situación que les había tocado vivir, cada paso, cada cita, cada minuto juntos, se había convertido en un minuto vivido al límite.

Ambos habían volado de amor desde el primer instante, como si temieran que se les acabase el tiempo.

Además, estaban del mismo lado en la guerra.

Del lado de la razón, como decía Rodrigo.

Al principio, él le ocultó que su padre era comunista y que su madre había muerto defendiendo a los mineros asturianos. Ya habría tiempo de contárselo todo con detalle. Aunque ni siquiera hizo falta. Sofía se enteraría por sí misma.

Luego, llegó la muerte del padre de Sofía, a manos de un grupo de republicanos, en Logroño. También llegó la desconfianza de la madre de Sofía hacia Rodrigo. Una desconfianza ilimitada que tendría consecuencias para los dos enamorados.

A partir de entonces, Sofía se volcó con Rodrigo. A los dos les faltaba algo si no estaban juntos.

Y en aquellos días, no era fácil.

Cuando Sofía y su madre se trasladaron a Logroño, las visitas fueron más esporádicas y la separación se compensaba con cartas y llamadas telefónicas. Poco a poco, Rodrigo le fue confesando el secreto de su familia. Un secreto que doña Agustina, la madre de Sofía, conocía a fondo. De hecho, todo el mundo lo conocía. Pero eso no había conseguido empañar su relación.

La única sombra que se cernía sobre su incipiente amor tenía nombre propio: Rubén Gayarre, un antiguo novio de Sofía, un chico de buena familia que la conocía desde la infancia, y que había intentado conseguir el compromiso de la chica sin conseguirlo.

Al menos hasta el momento.

Rubén no era un mal chico, y amaba de corazón a Sofía. Simplemente no podía entender cómo ella se había enamorado de ese hijo de comunistas que había aparecido de la nada.

Por muchas razones, hoy era un día importante para Rodrigo y Sofía. Nada mejor que esta condecoración para confirmar a todos que no había en él ni rastro de la ideología de su padre.

Rodrigo había roto con su progenitor hacía mucho, pero hoy el propio Generalísimo le iba a condecorar en persona.

Por fin, iba a quedar fuera de toda sospecha.

Aunque tal vez no del todo para la señora Palacios, una mujer acostumbrada a luchar por aquello en lo que creía, y que no se fiaba de nadie en aquellos tiempos de confusión. Ante la insistencia de su hija, la mujer se había desplazado desde Logroño para asistir al acto. Ella no estaba dispuesta a aceptar al hijo de un comunista, como los que habían matado a su marido de un tiro en la nuca. El romance había crecido en contra de su voluntad y porque, a pesar de todos sus intentos, no había podido evitarlo. Había maldecido mil veces la idea de dejar trabajar a su hija aquel verano en la librería de sus amigos, en Madrid. Y ahora se arrepentía de haberlo permitido.

En la misma grada, muy cerca, Mariana Monsanto, la tía de Rodrigo, le contemplaba orgullosa. A su lado también estaban los abuelos, Dolores y Gabino, una familia con muchos y muy importantes contactos influyentes en el bando nacional.

Tras varios minutos de espera silenciosa, se abrió una pequeña portezuela al fondo del patio.

Por ella apareció un hombre de baja estatura, con poco pelo y un bigote minúsculo. Lucía el uniforme militar de gala con la gorra. Aspecto marcial, expresión ausente, caminaba como si nada de aquello tuviera que ver con él.

—¡El Generalísimo! —exclamó un oficial.

La Guardia Mora y todos los presentes se cuadraron.

El hombre cruzó el patio deprisa, con pasos cortos y rápidos, seguido de una prole de secretarios y asesores.

El hombre se llamaba Francisco Franco Bahamonde.

Ese mismo año había sido nombrado Generalísimo de todos los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire.

Y Jefe del Gobierno Nacional con plenos poderes.

Rodrigo se sentía en esos momentos parte de la Historia.

A sus dieciocho años, no esperaba alcanzar un honor tan alto.

Franco se detuvo frente a los veintitrés héroes de guerra. Y los saludó con el brazo en alto.

—¡Viva España! —gritó un militar detrás de él.

Todos los presentes respondieron al unísono:

—¡Viva España!

Y comenzó el acto de imposición de medallas.

Rodrigo Sandiego fue condecorado con la medalla al valor, y ascendido a cabo de primera con honores.

Franco le impuso personalmente la medalla.

Rodrigo apenas se atrevió a observarle. Cruzaron una rápida mirada. Lo justo para sentir un escalofrío de inmenso respeto hacia el hombre que dirigía con mano firme el devenir de esta guerra justa.

Sofía y él sí se miraron. Ella le hizo sentirse el hombre más afortunado del mundo. Sus ojos le prometían amor eterno. Rodrigo no cabía en sí de gozo. Era el mejor día de su vida. Ojalá su madre estuviera aquí.

Felizmente para ellos, no se fijaron en el rostro de Agustina Palacios. Si lo hubieran hecho, habrían visto cosas que no les habrían gustado. Si algo odiaba la madre de Sofía, era a los traidores. Y eso era exactamente lo que pensaba de Rodrigo. ¿De qué lado se pondría ese chico vestido ahora de falangista en caso de tener que decidir entre su patria y su padre o su hermana? ¿Cómo podían fiarse de un chico cuya familia más cercana estaba luchando en el bando opuesto?

Aunque los Monsanto eran una familia importante y respetada.

Y aunque Sofía le había explicado muchas veces el rencor que Rodrigo sentía hacia Florencio, ella sabía que las raíces familiares son muy fuertes y que poca gente es capaz de sustraerse a ellas.

No, definitivamente, Rodrigo no gozaba de su confianza. Ella hubiera dado cualquier cosa por ver a Sofía del brazo de Rubén Gayarre, su anterior novio. Un chico inteligente, que no tenía nada de mojigato. No entendía que Sofía no le hubiera elegido a él.

Después de la imposición, comenzó una misa oficiada por el obispo de Burgos en persona.

Era un acto solemne, impoluto, perfectamente coreografiado, donde la disciplina y la moral de todos los asistentes parecían latir al unísono. Un momento inolvidable, que se grabó en el corazón de los veintitrés valientes que habían expuesto su vida para devolver la dignidad nacional a su patria.

Pero, durante el Credo, ocurrió algo inesperado.

Un militar vestido con ropa castrense cruzó el patio con un despacho urgente en la mano. Su rostro estaba desencajado.

El recién llegado se acercó directamente a Franco y, después del riguroso saludo reglamentario, le entregó el despacho.

El obispo de Burgos observó de reojo lo que estaba ocurriendo, pero siguió adelante con la Eucaristía. Los asuntos militares no debían interrumpir las cosas de Dios.

El teniente coronel Mueller no quitaba ojo al Generalísimo mientras éste leía el despacho.

Tras unos segundos, Franco se llevó la mano al bigote y se puso en pie.

Se produjo un pequeño revuelo.

Rodrigo lo observaba todo desde su posición sin entender.

El general Yagüe, sentado junto a Franco, tomó el despacho y también lo leyó.

Un rumor de voces se apoderó del palco de autoridades.

El obispo no sabía si continuar.

Franco salió de allí seguido por su corte de militares, secretarios y asesores.

El teniente coronel Mueller le susurró algo al oído mientras caminaban.

Una vez que el Generalísimo hubo abandonado el patio, el obispo decidió concluir la ceremonia.

—¡Podéis ir en paz! —exclamó amigablemente.

Rodrigo y el resto de los condecorados intuían que algo grave acababa de ocurrir.

Pero ignoraban de qué se trataba.

En ese mismo instante, decenas de miles de soldados republicanos estaban movilizándose alrededor del Ebro.

Varias divisiones estaban concentrando hombres y armamento.

Las Brigadas Internacionales estaban a punto de cruzar el río.

En las próximas horas cambiaría el curso de la Historia.

La batalla más cruel y sangrienta de la guerra estaba a punto de comenzar.