CAPÍTULO 28
CALLE DE GANDESA
27 DE JULIO DE 1938 - 12:30 HORAS
Tras un terrible intercambio de disparos, la calle había quedado desierta. Unos y otros se habían parapetado en los soportales o en el interior de las casas.
El resultado era muy desigual.
Más de cuarenta soldados republicanos yacían muertos, o gravemente heridos.
Por el bando franquista, apenas media docena de hombres habían perdido la vida. Dos regulares marroquíes y cuatro prisioneros.
El factor sorpresa había sido clave. Como siempre.
La trampa de Durán había funcionado.
Campos se había refugiado en el interior de la tienda abandonada con un puñado de los suyos, junto a O’Brien y Pau entre otros.
Las milicianas encadenadas no habían podido cruzar la calle; algunas habían sido acribilladas y otras habían conseguido arrastrarse hasta un soportal. Como todas ellas iban encadenadas, las supervivientes tenían que arrastrar a las muertas para moverse.
Los prisioneros franquistas habían salido en desbandada, la mayoría había huido y otros se habían unido a los marroquíes, que en pocos segundos les habían provisto de armas.
Los marroquíes del Batallón 22 se habían dividido en dos grupos. Los que estaban escondidos en los tejados avanzaban hacia las casas colindantes con el objetivo de acorralar a los supervivientes republicanos. Y los que estaban a pie de calle se habían replegado junto a su comandante, unos metros atrás.
Rodrigo estaba escondido junto a otro prisionero detrás de un pequeño muro semidestruido. Desde su posición podían ver a las milicianas arrastrarse penosamente, intentando moverse con las cadenas que las unían a las compañeras caídas.
El compañero de escondite de Rodrigo, un murciano delgado como un sello al que llamaban Aparicio, se había hecho con un fusil y las apuntaba.
Al darse cuenta, Rodrigo le empujó justo a tiempo de desviar el disparo.
—¿Qué haces? —preguntó Aparicio.
—Son mujeres —respondió Rodrigo, confundido él mismo por lo que acababa de hacer.
—Son milicianas —alegó el murciano—. Luchan por la República y nos quieren matar. ¿Es que no te has dado cuenta?
Rodrigo tenía ganas de decirle que entre esas chicas estaba su hermana pequeña, y que si se atrevía a disparar le arrancaría el alma.
Pero, en lugar de eso, simplemente dijo:
—Da igual de qué bando sean, son mujeres. Un buen cristiano no dispara a una mujer.
Aparicio escupió.
—Ya me lo contarás cuando una de ésas te esté apuntando con una bayoneta —dijo, y le dejó por imposible.
Los disparos habían cesado por un instante.
Una voz resonó al fondo de la calle.
—¡Les habla el comandante Durán, del Cuerpo del Ejército Marroquí! ¡Están rodeados, entreguen inmediatamente las armas! ¡Ríndanse! ¡No tienen escapatoria!
Todas las miradas estaban puestas en el local donde los supervivientes republicanos se atrincheraban.
Parecía que estaban meditando la respuesta.
El silencio se hacía eterno.
Hasta que por fin alguien contestó.
—¡Les habla el teniente Campos, del XV Cuerpo del Ejército Republicano! ¡Tenemos armas, municiones y víveres, podemos resistir aquí dentro! ¡No vamos a entregarnos! ¡Nos han tendido una trampa, han faltado a su palabra, y sólo saldremos de aquí con los pies por delante!
Era una respuesta contundente.
—¡No haremos tratos con gente que falta a su palabra! —añadió Campos.
Hubo movimiento entre los marroquíes.
Y, por fin, apareció un hombre en la calle.
Llevaba un pañuelo blanco en la mano que contrastaba con su colorido uniforme.
Era Omar Amzi, el segundo de Durán.
—Vamos a llevarnos mujeres y retirarnos —dijo.
Un silencio.
—Si nadie dispara, pueden irse al atardecer —insistió Amzi—. Nuestro batallón marcha a la sierra.
En el interior de la tienda, parecían estar hablando.
No estaban en posición de negociar.
Rodrigo temió que Campos y los republicanos aceptaran.
Por primera vez, temió que los africanos se salieran con la suya. Su hermana quedaría en sus manos.
El sargento O’Brien salió de la tienda con otro pañuelo blanco. Y se quedó de pie frente a Amzi, a unos cuarenta metros el uno del otro.
—Está bien —dijo O’Brien, admitiendo su derrota—. Nadie dispara.
Una vez más, el Batallón 22 había salido ganando.
El Carnicero había engañado a los republicanos.
Había matado a casi todos los hombres de Campos.
Había recuperado a un puñado de soldados del bando nacional.
Y ahora además se llevaba consigo de vuelta como prisioneras a las milicianas que habían sobrevivido.
Un maniobra de éxito, sin duda.
Aunque para ello hubiera tenido que romper la tregua pactada.
Rodrigo vio cómo Amzi se acercaba a las chicas y les gritaba para que se pusieran en marcha. Entre ellas, estaba Elena, que permanecía encadenada a una chica herida en una pierna y que no se podía mover.
Sin dudarlo un segundo, Amzi cortó la cadena con un hacha y empujó a Elena para que se levantara de una vez.
El Batallón 22 comenzó su repliegue.
Ciento setenta y tres regulares marroquíes. Treinta y seis soldados liberados. Y dieciocho milicianas encadenadas.
Pau vio cómo se alejaban con las mujeres. Y sintió una enorme impotencia.
Aquélla era una de las derrotas más humillantes que había sufrido durante esa guerra.
Y había sufrido muchas en esos dos años.