CAPÍTULO 23
COBERTIZO REPUBLICANO - EBRO
26 DE JULIO DE 1938 - 22:15 HORAS
En un viejo cobertizo, amontonados como sacos, podían verse una veintena de cuerpos inertes.
Eran hombres de distintas edades.
Y todos tenían una cosa en común: eran republicanos y habían muerto ese día.
Tendrían que enterrarlos enseguida si no querían que se descompusieran.
Si alguien hubiera abierto la puerta de ese cobertizo dos años antes y se hubiese encontrado con aquellos cadáveres amontonados, no habría dado crédito. Habría pensado en un homicidio múltiple. Habría denunciado los hechos a la Guardia Civil. Quién sabe.
Ahora no.
Ahora estaban en guerra.
Dos reclutas abrieron la puerta y no encontraron nada extraño en el hecho de ver a más de veinte personas muertas allí delante. Para ellos era algo rutinario.
Los dos muchachos se agacharon y empezaron a quitarles las botas a los cadáveres.
La situación en el frente era tan precaria, que un parde botas podían significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Las tropas republicanas necesitaban calzado.
Y armamento.
Y municiones.
En realidad, necesitaban de todo.
Por eso aquel hecho no resultaba extraño.
Si un soldado moría, al menos sus botas podían servir para otro.
Los dos jóvenes reclutas tenían la orden de retirar las botas y cualquier cosa que pudiera ser de utilidad de los muertos y llevarlas al almacén. Cartucheras, polainas, cintos… Era un trabajo sucio, pero necesario.
Entre los cadáveres, los dos reclutas se fijaron en un hombre que llamaba la atención entre el resto. Era un hombre veterano, al que los muchachos no conocían, pero del que habían oído hablar.
—¿Es ése, no? —dijo uno de ellos.
El otro se encogió de hombros.
—Supongo —respondió.
Y se agacharon delante de él, dispuestos a quitarle las botas.
El cuerpo de Florencio Sandiego permaneció inerte cuando los chicos le pusieron las manos encima.
—Toda la vida luchando por el movimiento obrero, para al final terminar así —murmuró el recluta—. Fusilado por cobarde.
—Una pena —añadió el otro.
Agarró una de las botas de Florencio y tiró con fuerza de ella, y luego le quitó la otra. Estaban en buen estado y alguien podría aprovecharlas.
En ese momento se abrió la puerta del cobertizo, y entró el capitán Andrés Miralles.
—Cuádrense, soldados —dijo con voz ronca.
Apenas le hicieron caso.
—He dicho que se cuadren, reclutas —insistió Miralles.
Los dos chicos se pusieron firmes en cuanto le reconocieron.
—Perdón, capitán…, estamos recogiendo material por orden de…
Miralles le cortó:
—Salgan de aquí inmediatamente —les ordenó—. Y llévense todo lo que han recopilado. Menos esas botas…
—Es que tenemos orden de…
—No hable si no se le pregunta, soldado —dijo autoritario—. ¡Dejen esas botas en el suelo, y salgan! ¡Ahora mismo!
—Lo siento, mi capitán —respondió el recluta, soltándolas.
—¡Fuera!
Los dos reclutas salieron corriendo del almacén, llevándose a duras penas la carretilla llena de objetos.
Cuando se quedó solo, Miralles se inclinó sobre el cuerpo de Florencio.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Florencio no se movió.
—¿Te puedes mover, Floren?
—No lo sé… Llevo horas aquí…
Florencio consiguió alzarse. Luego, se levantó y escupió al suelo.
—Pero ¿estás bien o no?
—Estoy muy lejos de estar bien —respondió Florencio—, me han matado, me han dejado cinco horas rodeado de cadáveres y ahora dos niñatos me han quitado las botas. ¿Te parece que tengo alguna razón para estar bien?
Miralles sonrió.
—Estás vivo —dijo—. Es una buena razón.
—Claro, claro…
—No tienes mucho tiempo —dijo Miralles—. Hay que ponerse en marcha cuanto antes.
—Casi me meo encima cuando el pelotón disparó —dijo Florencio—. Literalmente.
El pelotón disparó con balas de fogueo, y Florencio lo sabía porque su amigo el capitán se lo había explicado. Aun así, verse delante de un pelotón de fusilamiento no era fácil. Uno nunca puede estar seguro de que las balas no sean reales.
—No tuve que fingir que caía muerto —siguió Florencio—. Me caí desmayado de verdad, te lo prometo. En cuanto oí los tiros, se me paró el corazón.
—Te creo —dijo el capitán, sonriendo—. A mí me habría pasado lo mismo.
Florencio se puso de nuevo sus botas, que los reclutas habían dejado allí por orden de Miralles. Un hombre sin botas no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir en aquella sierra.
Miralles le tendió una mochila.
—Dentro tienes víveres para unos días —dijo—. Y aquí tienes tus papeles.
Florencio guardó todo y revisó el interior de la mochila. Había algunas latas de carne con tomate y de leche condensada. También había una lata de fabada. Una hogaza de pan. Y una cantimplora. No era mucho. Pero ante la alternativa de estar muerto, aquello era un auténtico festín.
—Aprovecha la oscuridad para poner tierra de por medio —le recomendó Miralles—. Corre y no mires atrás.
Sacó un mapa.
El plan era que atravesara la sierra y caminara sin entrar en ninguna población grande hasta la frontera con Francia. Serían varios días, pero encontraría masías aisladas y pequeñas aldeas donde avituallarse. Si conseguía cruzar hasta Francia tendría alguna posibilidad de escapar. Ahora era un perseguido de la República.
—Tienes suerte, al final te vas a librar de esta guerra. En Francia puedes empezar de nuevo.
Florencio guardó el mapa junto a una brújula.
—Toma —dijo Miralles.
Y le dio una pistola.
—Es la mía, ¿no? —dijo Florencio, dudando si aceptar el ofrecimiento.
—Espero que no tengas que usarla. Ten cuidado con lo que haces.
Además en la mochila también había un afilado cuchillo, pero lo cierto era que la pistola sería mucho más útil.
Los dos hombres salieron por fin del cobertizo.
En la oscuridad de la noche, pudieron ver y oír a lo lejos el movimiento de soldados y algunos carros. Se adivinaba mucho ajetreo. Las tropas de refresco y los avituallamientos no dejaban de llegar. Había que auxiliar a los que habían entrado en primera fila.
La actividad de la guerra continuaba, aunque para Florencio había terminado abruptamente. No como él quería. Las cosas se habían torcido. Por ayudar a un compañero en apuros. A su amigo Cambero.
Ahora sólo podía huir.
Florencio sintió la brisa nocturna en el rostro y por primera vez en muchas horas tuvo un instante de esperanza, como si la vida le estuviera ofreciendo otra oportunidad.
—A lo mejor paso por Barcelona —dijo Florencio.
—No creo que sea buena idea —respondió secamente Miralles—. No dejes que te reconozcan. Todo el mundo sabe que eres un desertor y que te han fusilado. No abuses de tu buena suerte.
—Es una ciudad grande y allí podré pasar desapercibido —insistió Florencio—. Además está mi hija, ella podrá ayudarme.
Miralles guardó silencio.
Observó a su amigo, que se estaba pertrechando con la mochila y se disponía a emprender un viaje incierto donde a buen seguro se encontraría muchas dificultades, y en el que no encontraría ninguna mano amiga.
—No quería decírtelo, pero Elena no está en Barcelona —susurró Miralles.
—¿Dónde está? —preguntó Florencio, con la preocupación en el rostro.
Y contuvo la respiración, sabiendo que la respuesta no le iba a gustar.
—Está en el frente —respondió Miralles.
Florencio le interrogó con la mirada, quería que le contara todo lo que supiera.
—Cruzó el río la pasada madrugada con un convoy de milicianas voluntarias —dijo Miralles—, las primeras mujeres de la República en la ofensiva del Ebro. El caso es que… el convoy ha sido asaltado esta tarde. Por las noticias que tenemos, parece que han sido los africanos; aún no se sabe si hay supervivientes. Te juro que no sé nada más.
Florencio se quedó mudo durante unos segundos.
Miró las estrellas sobre sus cabezas.
Y en ese momento supo exactamente lo que tenía que hacer.
—Está viva —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé —respondió Florencio—. Pero si hay una posibilidad, aunque sea una entre un millón, de que esté viva, la encontraré.
—¿Estás diciendo en serio que vas a volver a cruzar el río? —preguntó alarmado Miralles—. Tienes que ir en dirección contraria, a Francia, ¿no lo entiendes?
Florencio reconocía que era una locura. Los franquistas le matarían al ser un enemigo. Los republicanos también le matarían al ser un desertor. ¿Qué opciones tenía de cruzar el frente, encontrar a su hija, suponiendo que estuviera viva, y rescatarla de las manos de los marroquíes?
—¡Florencio Sandiego, te prohíbo terminantemente que cruces el río! —dijo Miralles tajante—. Si lo haces te matarán a ti, y lo que es peor: puede que a mí también por ayudarte…
Florencio ya no le oía.
Era su hija.
Y por ella, estaba dispuesto a lo que fuera.
A jugarse su propia vida.
Y la de quien hiciera falta.
Encaminó sus pasos en busca de la única persona que tal vez podía ayudarle en medio de aquella locura.