CAPÍTULO 35

ASENTAMIENTO DEL BATALLÓN 22

28 DE JULIO DE 1938 - 23:15 HORAS

El campamento estaba en silencio. Tan sólo los centinelas de guardia parecían despiertos a esas horas.

Rodrigo vio que en la tienda del comandante Durán había luz. Al menos dos o tres hombres se movían en su interior.

Pensó que era el momento.

Si no había novedades, al amanecer partirían.

Había intentado contactar con Burgos, pero las comunicaciones eran un privilegio exclusivo de los oficiales. Y en el Batallón 22, cualquier petición pasaba por las manos de Durán.

Por supuesto, su insistencia de enviar un telegrama al teniente coronel Mueller en Burgos había caído en saco roto. Si no quería ser arrestado, debía ponerse a las órdenes de Durán, y esperar novedades.

Pero él no iba a esperar.

Su hermana estaba allí, encadenada a pocos metros de distancia. En manos de los marroquíes.

La única esperanza que tenía era él.

Los republicanos no iban a hacer nada por liberarlas. Había demasiados prisioneros como para preocuparse por un puñado de milicianas.

Y su padre había muerto fusilado.

Rodrigo se preguntó si Elena lo sabría.

El caso era que nadie iba a tratar de ayudarla. Sólo estaba él.

Rodrigo encaminó sus pasos hacia la tienda de Omar Amzi.

Intentó adivinar si habría alguien dentro.

La luz de la tienda estaba apagada.

No se oía nada.

Amzi seguramente estaría con Durán.

Se armó de valor y se dirigió a la entrada de la tienda.

Echó un vistazo detrás de él. No vio a nadie.

Rodrigo desató despacio el cordel de la entrada de la tienda.

No podía ver el interior. Apenas se distinguía un saco de dormir, y ropa amontonada. Y un olor intenso. A calor concentrado.

Terminó de abrir y se asomó.

Ahora la luz de la luna entraba en la tienda.

Y pudo verla.

Al fondo, encadenada y atada a una vara de metal clavada en el suelo, estaba Elena.

Parecía asustada.

—Elena…, soy yo…, Rodrigo.

Elena entornó los ojos.

—Creía que eras él —dijo Elena con voz temblorosa.

—¿Qué te han hecho? —preguntó él, aunque en realidad prefería no saberlo.

Elena no respondió.

—¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó ella.

Rodrigo miró su propio brazo, aún vendado.

—Me dispararon —dijo quitándole importancia—. Te voy a sacar de aquí.

Elena le miró.

Hacía tiempo que no se veían.

Los dos sintieron ganas de abrazarse, aunque por algún motivo no lo hicieron.

—Estás… distinto —dijo Elena.

—Escucha —dijo Rodrigo—, conozco a gente importante, me ha condecorado el Caudillo…, tengo influencias, no te preocupes de nada, te voy a sacar de aquí enseguida… En cuanto lleguemos a un puesto de mando… Olvidarás todo esto. Aguanta, por favor.

—Él no lo va a permitir —dijo Elena.

—Amzi es sólo un teniente de regulares, no pinta nada al lado de la gente que…

Rodrigo no pudo seguir hablando.

Sintió algo frío en el cuello.

Era un cuchillo.

Se dio la vuelta muy despacio.

Y se enfrentó al rostro de Omar Amzi.

Apretaba el cuchillo contra el cuello de Rodrigo.

—Sal —ordenó simplemente Omar.

Rodrigo se movió muy despacio y salió de la tienda.

Cuando le tuvo delante, Rodrigo dijo muy serio:

—El teniente coronel Mueller, adjunto al Gobierno Nacional, me ha enviado aquí con una misión especial. Esa chica es mi hermana. No puede pasarle nada.

Omar Amzi le miró de arriba abajo.

—No entrar en mi tienda —dijo el regular.

Omar clavó el cuchillo en el suelo.

Y sin mediar ni una palabra más, le dio un tremendo bofetón en pleno rostro con la mano abierta.

Rodrigo se quedó estupefacto. No esperaba aquello.

Era la primera vez que un hombre le daba una bofetada.

Le invadió una tremenda rabia que le salía del estómago y se concentraba en su garganta. Notó que la sangre se le calentaba en las venas.

Antes de que pudiera reaccionar, Amzi le dio otro bofetón que le pilló igualmente por sorpresa.

Rodrigo se llevó la mano a la boca. Escupió sangre.

Y sin más, se lanzó contra Omar.

Los dos rodaron por el suelo varios metros.

Rodrigo gritaba y golpeaba con todas sus fuerzas al árabe.

Omar, por su parte, agarraba a Rodrigo con las dos manos.

Siguieron golpeándose en el suelo. Se agarraban y se empujaban como dos animales heridos.

Omar apretó con saña el brazo herido de Rodrigo, que lanzó un alarido de dolor.

Elena se asomó a la puerta de la tienda, hasta donde le permitieron sus cadenas.

Otros soldados se despertaron por los gritos y salieron a ver la pelea.

Rodrigo estaba ahora en el suelo intentando incorporarse.

Omar le agarró por detrás y le inmovilizó. Le tiró al suelo de nuevo y se lanzó sobre él como si fuera una presa.

Rodrigo intentó quitárselo de encima, pero Amzi colocó un brazo sobre su cuello y apretó con fuerza, estrangulándole. Rodrigo no podía moverse, y el árabe apretaba más y más. El rostro de Rodrigo se estaba poniendo rojo.

Elena gritó:

—¡No! ¡Por favor, no!

Los ojos inyectados en sangre de Amzi se clavaron en los de Rodrigo. Si seguía apretando, le asfixiaría.

Todos los presentes observaban la escena sin intervenir.

Y cuando parecía que Rodrigo estaba a punto de morir, Amzi le soltó.

Sin más.

—Nunca entrar en mi tienda —advirtió Amzi.

Y se dio media vuelta.

Rodrigo quedó en el suelo tosiendo; había estado a punto de ser estrangulado.

Mientras intentaba recuperar el resuello, Rodrigo pudo ver cómo Omar Amzi recogía su cuchillo del suelo y entraba en su tienda con Elena.

Después anudó el cordel y cerró la tienda por dentro.

Aparicio, el soldado español que había conocido en Gandesa, se acercó a él y le ayudó a incorporarse.

Las risas y los murmullos de los regulares recorrieron el campamento.

Rodrigo, ya en pie, se alejó de allí.

Había sido humillado, aunque eso le daba igual.

Lo único que le importaba era su hermana.