CAPÍTULO 19
CAMPO DE FUSILAMIENTO REPUBLICANO - EBRO
26 DE JULIO DE 1938 - 17:00 HORAS
A las cinco en punto de la tarde, Florencio Sandiego se colocó frente al pelotón de fusilamiento.
El capitán Miralles, su viejo amigo, su camarada, dirigía el pelotón.
Las piernas de Florencio temblaron. No estaba listo para morir.
Sólo tenía cuarenta y cuatro años.
Pensó en su hija Elena. Era lo que más quería en el mundo. Pensó que la informarían de que su padre había contravenido las órdenes, que era un cobarde, y que por eso lo habían fusilado.
Pensó en Olivia, su mujer fallecida. Si pudiera dar marcha atrás, haría muchas cosas de manera diferente. Habría cuidado más a su esposa. Habría evitado su muerte. Habría hecho muchas cosas que no hizo. Ninguna idea, absolutamente ninguna, merecía la pena si te arrebataba la vida de un ser querido. Y ahora se daba cuenta.
Por último pensó en su hijo Rodrigo. Hacía años que no hablaban y que no se veían. Nunca había conseguido comunicarse con él. Rodrigo era distinto. Pero era su hijo. Y le quería. Si era verdad que se había convertido en un falangista, como le había contado Elena, su muerte sería un triunfo que le vendría bien. El padre comunista fusilado por traidor y cobarde. Por lo menos, su muerte beneficiaría a Rodrigo. Pero le destrozaría por dentro. Nadie soporta tener un padre ejecutado por cobarde y desertor.
Miralles mandó cuadrarse al pelotón.
—¡Formen!
La cosa iba en serio. Iban a matarle. En un triste muro cerca de un pueblo perdido. Qué final tan absurdo.
El capitán Miralles sacó un papel y lo leyó en voz alta:
—Por la presente orden, el Mayor Giner Álvarez, en nombre del jefe del Cuerpo del Ejército Popular de Enrique Líster, ordena fusilar al soldado brigadista Florencio Sandiego, por los cargos de traición, cobardía y abandono de sus obligaciones. A 26 de julio de 1938.
Miralles hizo una pausa y miró a su viejo amigo:
—Lo siento.
Florencio notó que el estómago se le encogía. No podía ni hablar. Ni siquiera era capaz de asimilar lo que estaba ocurriendo. ¿De verdad le iban a fusilar? ¿O era un sueño? ¿Cómo le iban a hacer eso a él, que había luchado como el que más por la República? ¿Cómo le iban a ejecutar por haber salvado la vida de un hombre, de un comisario político? ¿No se merecía eso un premio?
Aquello no tenía ningún sentido. Y no lo entendía.
Le iban a fusilar.
A él, que aparecía en el libro de Cambero como un valiente defensor de la democracia y de la República.
Es cierto que no había seguido al resto del pelotón. Se había pertrechado en el barro, y seguramente no había contribuido a la gran ofensiva del ejército republicano. Pero no lo había hecho por miedo, ni con la conciencia de haber desobedecido unas órdenes. Simplemente se había tirado al suelo y había disparado al enemigo. Eso era todo.
—¡Carguen armas!
La voz de su viejo amigo Miralles parecía ahora muy lejana. Pero implacable. Era la de un militar que cumple órdenes. Fría e impersonal. No había un solo resquicio de humanidad en sus órdenes.
¿Sería capaz su camarada de matarle a sangre fría?
Según él mismo había dicho, eran órdenes. Y en esos momentos, no había nada más importante que las órdenes.
Ni el sentido común.
Ni la amistad.
Ni la misericordia.
Sólo las órdenes.
—¡Apunten!
Ya estaba.
Se acabó.
Ahora sí.
Su último pensamiento fue inesperado: pensó en el barro.
El barro en el que había estado enterrado durante horas. El barro que aún podía sentir y oler.
Vio a los cinco brigadistas apuntarle con sus fusiles.
Y al capitán Miralles con el brazo en alto.
Cruzó una última mirada con él.
Y pudo escuchar sus palabras:
—¡Fuego!