CAPÍTULO 41

CAMINO A GANDESA

29 DE JULIO DE 1938 - 21:15 HORAS

Empezaba a anochecer cuando Diana dio síntomas de cansancio.

—Venga, no te pares ahora —le dijo Cambero a la mula, como si pudiera entenderle—. Aquí no hay sitio para acampar.

—Está agotada —la disculpó Florencio—. Lleva horas tirando de este carro. Vamos a descansar un par de horas.

De mala gana, Cambero dirigió el carro hacia un árbol cercano, fuera del camino.

—Es mejor avanzar de noche —refunfuñó Cambero.

—Necesitamos parar un rato. La mula lo necesita, y tú y yo también.

Echaron el carro a un lado.

Florencio desenganchó a Diana. Al hacerlo, la mula resopló profundamente.

Y se dejó caer al suelo.

Desplomada.

Cambero se asomó.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Florencio se agachó junto a Diana. Le palpó el cuerpo con cuidado.

Tras unos segundos, se detuvo.

Y negó con la cabeza.

—¿Me vas a decir de una vez qué pasa? —insistió Cambero.

—Tiene un disparo en la tripa, se está muriendo —musitó Florencio, examinando al animal, que respiraba con dificultad.

Cambero se quedó sin saber qué decir. Miró a Diana en el suelo.

—Pero… cómo ha podido… Lleva todo el día caminando…

—Precisamente —dijo Florencio.

La mula había agotado sus últimas horas de vida tirando de aquel carro cargado con dos hombres desesperados.

—Bájame, por favor —exclamó Cambero, que parecía haberle tomado gran cariño a Diana.

Florencio ayudó al comisario a bajar del carro, y le llevó junto a Diana.

Cambero puso su mano sobre la mula. La observó con cariño. El animal tenía una mirada triste.

—No te preocupes, Diana, de aquí no me muevo —dijo, y sus ojos se enrojecieron al ver que se estaba desangrando sin remedio.

Florencio se alejó unos metros discretamente, dejando a Cambero y Diana a solas.

Pensó que esta guerra los estaba volviendo locos a todos. Un comisario político que había perdido una pierna en el frente estaba prácticamente llorando porque una mula de carga se estaba muriendo.

Florencio subió por una pequeña loma unos cincuenta metros.

Y lo que vio no le gustó nada.

Por el mismo camino por el que ellos habían venido, se acercaba una treintena de hombres armados.

Eran soldados republicanos.

Posiblemente se habían encontrado kilómetros atrás a Campos, O’Brien y el resto de los muertos.

Si seguían avanzando al mismo ritmo, en apenas unos minutos los tendrían encima.

Florencio bajó por la loma a toda prisa. Había que ponerse en marcha cuanto antes.

Mientras llegaba al carro, gritó:

—Cambio de planes, comisario, vienen soldados. Nos vamos. Ya.

Pero Cambero contestó con un rotundo:

—No.

—¿No qué? —preguntó desconcertado Florencio.

—Que yo no me voy a ninguna parte —dijo Cambero.

—¿No me has oído? Vienen tropas por el camino, en unos minutos estarán aquí, hay que moverse deprisa…

—Le he prometido a Diana que no la dejaría sola.

—¡Es una mula! ¡No sé si lo entiendes, una mula!

Cambero no se inmutó, y simplemente dijo:

—Déjame la ametralladora cerca, por favor.

Entonces Florencio comprendió lo que estaba pasando.

—No voy a seguir sin ti, comisario —le advirtió—. No pienso abandonarte ahora.

—No lo haces —dijo Cambero—, soy yo el que te abandona. Está decidido.

—Hemos llegado juntos hasta aquí, y seguiremos juntos —insistió Florencio.

Pero Cambero había tomado una decisión definitiva.

—Escucha atentamente: ve y salva a tu hija, es lo único que tiene sentido en medio de este despropósito. Yo me voy a quedar aquí con Diana y con la ametralladora. Con un poco de suerte distraeré un buen rato a esos soldados. No tengo ni ganas ni fuerzas ni nada por lo que seguir. Por favor, déjame hacer algo útil. Por favor.

La determinación en las palabras del comisario era contundente.

Florencio entendió que la decisión estaba tomada, aunque le doliera.

Bajó la ametralladora del carro.

Apiló algunas cajas de munición junto al arma.

También le dejó dos fusiles cargados y una pistola.

Después buscó una mochila y la llenó con granadas y munición. Por último cargó sobre los hombros un pequeño mortero. Se ajustó sendas pistolas en el cinturón.

Y antes de emprender la marcha miró a Cambero.

—Has sido el mejor compañero de viaje —dijo Florencio.

—No te pongas sentimental —respondió Cambero—. Y muévete de una vez.

Florencio echó un último vistazo a Cambero y a la mula.

—No sé si te he dado ya las gracias por lo del libro —dijo Florencio—. Me gustó mucho que nos sacaras a mi familia y a mí.

Cambero asintió.

—Siempre te he tenido envidia, Florencio.

—¿A mí?

—Sí, a ti y a tu familia —dijo con serenidad Cambero—. Yo nunca he conocido esa clase de amor.

Florencio intercambió una última mirada con el comisario.

Era un buen hombre.

—Vete de una vez —ordenó Cambero.

—Gracias —concluyó Florencio.

Dio media vuelta y se puso en marcha.

No quiso volver la vista atrás por miedo a ser incapaz de continuar el camino. Intentó pensar en Elena para darse ánimo.

Y en Rodrigo, que no debía de estar muy lejos, en el bando enemigo.

El sol prácticamente se había puesto.

La hora bruja creaba un precioso horizonte rojizo delante de él.

Una súbita tristeza invadió a Florencio.

Pero se obligó a seguir caminando.

Después de once minutos, empezaron los disparos.

Provenían del lugar donde había dejado a Cambero.

Pudo distinguir los disparos de la vieja Vickers. Mezclados con los fusiles.

La refriega duró pocos segundos.

Después los disparos cesaron de golpe.

Florencio apretó la mandíbula y apresuró ligeramente el paso, sin volver en ningún momento la vista atrás, y se perdió en la noche.