CAPÍTULO 16

HOSPITAL DE CAMPAÑA REPUBLICANO - EBRO

26 DE JULIO DE 1938 - 09:45 HORAS

—Ha tragado mucha agua —dijo el doctor de campaña.

—Y tiene fuertes contusiones en la cabeza, en la espalda y en otras partes del cuerpo —añadió la enfermera.

El capitán Andrés Miralles observó a Florencio tumbado en la camilla, dormido.

—Lleva inconsciente desde que llegó ayer —insistió el doctor.

—En resumen —dijo Miralles, quitándole importancia—, que ha tragado un poco de agua y se ha dado un par de golpes.

—Así dicho, capitán…

—Habrá que despertarle —dijo Miralles convencido. Y sin más, le dio un cachete en la mejilla—. ¡Floren! ¡Espabila, hombre!

Le dio otro golpe.

—¿Quieres un trago?

Florencio abrió los ojos de golpe. Y vio a su alrededor a Miralles, al doctor, y también a la enfermera.

—¿Estoy en el cielo o en el infierno?

—Según lo quieras ver —respondió Miralles, y sonrió abiertamente.

—Creía que esta vez no la contaba…

Florencio reparó en que había dos soldados en una esquina, firmes, vigilantes, observando la escena. El hospital de campaña rebosaba actividad a esas horas, había heridos por todas partes; sin embargo, aquellos dos soldados no parecían maltrechos, si estaban allí era por otra razón.

—Si no les importa, tengo que atender a otros pacientes —dijo el doctor.

—Vaya —dijo Miralles—, de éste ya me encargo yo.

El doctor salió seguido de la enfermera, que antes de irse añadió:

—Y procure descansar, necesita recuperar fuerzas.

Florencio asintió.

—Guapa, ¿eh?

Miralles le miró sin entender.

—La enfermera, preciosa —insistió Florencio—. Oye, ¿cuánto tiempo llevo aquí? ¿Qué ha sido de Cambero?

—Llevas dieciocho horas en esta cama. Te encontraron en la orilla, inconsciente, te habías tragado medio río, es un milagro que hayas sobrevivido —explicó Miralles.

—¿Y Cambero? —volvió a preguntar Florencio.

—El comisario Cambero ha sido operado, está inconsciente ahora mismo.

—Entonces ha sobrevivido.

—Eso parece —dijo Miralles—. No podrá volver a caminar, pero al menos está vivo, mucho más de lo que pueden decir cientos de camaradas hoy.

—¿Le han cortado la pierna?

—No ha habido más remedio. La gangrena estaba muy avanzada.

Florencio cerró los ojos. Se imaginó la desesperación de su amigo. No quería que le cortaran la pierna de ninguna manera, y al final se había quedado sin ella. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya no podría formar parte de esta guerra.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Florencio—. ¿Hemos ganado la batalla o no?

—No es tan sencillo —respondió Miralles—, esto no ha hecho más que empezar. Según las últimas informaciones, hemos recuperado ochocientos kilómetros cuadrados de territorio enemigo. Todo un éxito. Los mandos están muy contentos.

—Eso es mucho.

—Y sin contar con ningún apoyo de la aviación ni de la artillería pesada —explicó Miralles—. La infantería lo ha hecho prácticamente todo. Con dos narices.

Florencio tosió repentinamente. No se encontraba bien todavía.

—¿Y ahora? —preguntó.

Miralles miró de reojo a los dos soldados que estaban unos metros más allá.

—Tengo malas noticias, amigo —respondió—. Lo siento mucho, pero…

—¿Se ha terminado el coñac? —bromeó Florencio, intentando aliviar la tensión.

—No sé cómo explicártelo —dijo Miralles—. El asunto es que…, bueno…, ha habido una reunión… y el mando te acusa de deserción y abandono de tus obligaciones.

—¿¡Cómo!?

Florencio no podía creer lo que estaba oyendo. Aquella acusación era un golpe bajo. A él, que había expuesto su vida mil veces por la República, no podían acusarle de ser un desertor.

—¿Estáis locos o qué os pasa? ¿Es que no me conoces? ¿No me has visto luchar a tu lado? ¡Yo no soy un cobarde! ¡No podéis hacerme esto! ¡No me fastidies, Miralles!

—Tenías orden de avanzar con tu pelotón. Sin embargo, te quedaste en la orilla y no seguiste a tu grupo. Y luego volviste a cruzar el río de regreso en una barca; hay varios testigos. Estabas volviendo cuando te pilló la crecida del río, y tus órdenes eran avanzar. Hiciste lo contrario de lo que se esperaba de ti. ¡Date cuenta de la situación que has creado! ¡Y no me grites!

—Traía a un hombre malherido, a punto de morir —se justificó Florencio—. ¡Cambero se estaba desangrando! ¿Tenía que haberle dejado ahí para que se muriera? ¡Eso no se le hace a un amigo!

—Abandonaste tu pelotón, no lo seguiste. ¿Qué hiciste durante toda la noche, Florencio? No estás herido —sentenció Miralles—. A ver, explícate…

Durante un segundo, Florencio y Miralles se sostuvieron la mirada intentando entender lo que estaba ocurriendo. La tensión entre ellos era espesa. De repente, no parecían dos viejos camaradas. Miralles le acusaba de algo que no había hecho y Florencio no lo podía tolerar.

—¿Tú no cruzaste, verdad? —replicó Florencio—. Tú no viste aquello. Era un infierno. Tú no estabas con nosotros.

—Eso no tiene nada que ver —dijo Miralles—. Mis órdenes eran permanecer a este lado, abasteciendo la ofensiva. En el ejército, sólo importa una cosa: las órdenes. Lo sabes de sobra. Esto es un ejército y aquí cada uno no hace lo que le da la gana. Hay un plan y todos lo apoyamos, Floren… ¡Y tú también!

—Y un hombre que se está desangrando, que está a punto de morir, ¿no importa? Eso no os interesa a los que os quedáis siempre en retaguardia. ¿Qué os ha pasado? ¿Es que ya no entendéis lo que sucede? ¿Tenemos que morir todos para que vosotros os llenéis el pecho de medallas?

—No sigas, Florencio… No me calientes…

—Tenía que ayudar a Cambero. Es un buen hombre y un buen combatiente. ¿No lo comprendes?

—No puedes tomar tus propias decisiones. Estamos en guerra, Florencio. Tienes que obedecer. Y no me has contestado: ¿qué hiciste durante toda la noche?

Florencio sintió una enorme rabia en su interior. Le estaban acusando de huir. Era algo muy grave, y lo sabía. Él no era un cobarde. Había cruzado el río, tal y como le ordenaron. Y no pudo seguir a su pelotón porque las bombas se lo impidieron. Se había quedado en la orilla, entre el barro, sí, intentando sobrevivir. Después tomó la decisión de regresar para salvar la vida de un hombre moribundo. La vida de su amigo Cambero. ¿Cómo iba a dejarle ahí?

—Hice lo que pude —dijo Florencio—. Cambero confirmará que le salvé la vida. Yo no soy un cobarde, ni un desertor. No me habría perdonado nunca haberle abandonado en ese estado. Estaba destrozado…

Miralles negó con la cabeza.

—Lo siento, demasiado tarde —dijo muy serio.

—¿Por qué? —preguntó temeroso Florencio—. ¿Me vas a encerrar?

—Tengo órdenes de formar un pelotón y fusilarte por deserción y cobardía, por abandonar tu posición y por huir del frente —sentenció Miralles con un gesto sombrío.

¡Fusilado por desertor! ¿Estaba hablando en serio?

¿Le iban a fusilar sus propios compañeros, después de todo?