CAPÍTULO 54
CASA EN RUINAS
31 DE JULIO DE 1938 - 06:20 HORAS
El primer rayo de sol del día pasó a través de una grieta del muro e iluminó el rostro de Elena.
Ella abrió los ojos.
Sintió que había dormido una eternidad.
¿Dónde estaba?
¿Qué había pasado?
Lo último que recordaba era a su hermano mirándola y una bomba cayendo…
Se incorporó asustada.
Entonces vio a su lado a Rodrigo durmiendo.
Eso significaba que habían escapado.
Rodrigo tenía sangre en el rostro y la camisa, pero parecía estar bien.
Se levantó y vio que había otro hombre junto al muro, también durmiendo.
Llevaba uniforme de los regulares.
Y roncaba ligeramente.
Dio dos pasos y ahora sí pudo reconocerle.
¡Era su padre!
¿Cómo había llegado allí? ¿De qué manera los había encontrado?
Su hermano y su padre juntos.
Vestidos de regulares.
Y durmiendo.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos para asegurarse de que no estaba soñando.
Al abrirlos, ambos seguían allí.
Elena tuvo ganas de quedarse quieta, de detener el tiempo en aquel instante, en aquel amanecer.
Sin embargo, eso no iba a ocurrir.
Un ruido lejano que no podía identificar la sobresaltó.
Era una especie de murmullo continuo.
Se acercó al muro para buscar de dónde venía aquel sonido.
Y lo que vio la dejó perpleja.
Tres batallones de regulares, flanqueados por tanques y blindados, avanzaban hacia ellos.
Desde su posición no podía distinguirlos, porque aún estaban algo alejados. Entre esos batallones estaba Durán y lo que quedaba del 22.
Pero ahí no acababa la cosa.
Desde el otro lado del valle, casi trescientos soldados republicanos de la XXXIII Brigada Mixta se movían amparados por el apoyo de sus baterías.
Y también se dirigían hacia donde se encontraban ellos.
Estaban justo en medio de una inminente batalla.
Elena se apresuró a despertar a Rodrigo y Florencio.
—¡Rodrigo! ¡Padre! ¡Despertad, deprisa!
Los dos abrieron los ojos inmediatamente, sacudidos por Elena.
—Estás bien —dijo Florencio, acercándose a su hija.
—Elena —musitó Rodrigo, repentinamente feliz de ver a su hermana en pie.
Pero ella les explicó rápidamente la situación: en poco tiempo iban a estar justo en el centro de una terrible batalla.
Los dos hombres se asomaron a través del muro.
Identificaron los regimientos de ambos bandos avanzando hacia su posición.
No tenían escapatoria.
A la luz del día, no podían salir campo a través.
Serían abatidos por unos o por otros.
Tampoco podían quedarse allí sin hacer nada. Las bombas, las ametralladoras y los cañonazos de los tanques les harían pedazos.
Florencio tomó a Elena y dijo:
—Rodrigo no puede volver con los regulares después de lo ocurrido. Y yo no puedo regresar con los milicianos… Es una historia muy larga, pero no puedo, me fusilarían suponiendo que no me disparasen antes. Sin embargo, y esto es lo más importante, tú sí puedes, Elena.
Rodrigo entendió enseguida lo que quería decir su padre.
—Tiene razón —dijo.
Florencio, muy serio, añadió:
—Si corres hacia los brigadistas, nosotros te cubriremos. Eres una miliciana, ellos te protegerán. Al menos todo esto habrá servido para algo. Por favor.
Elena miró a su padre y su hermano.
Y entonces comprendió todo.
No sabía cómo, pero aquellos dos hombres habían arriesgado sus vidas, habían dejado a los suyos, y lo habían dado todo con un solo objetivo.
Salvarla a ella.
No era justo.
Había recuperado a un padre y a un hermano de golpe.
Y ahora, un segundo después, tenía que abandonarlos.
Salvarse posiblemente a costa de sus vidas.
—No puedo hacerlo —dijo Elena con un hilo de voz.
—Rodrigo y yo tendremos más posibilidades de escapar si estamos solos —dijo Florencio, intentando aparentar tranquilidad—. Debes irte. Ahora.
Elena negó con la cabeza.
Y miró a su hermano.
—¿Tú qué harías en mi lugar? —le preguntó.
Rodrigo observó el rostro de su hermana.
Hacía casi tres años que no la veía.
Recordó las veces que habían jugado juntos de niños. Las horas, los anhelos y el amor que habían compartido durante gran parte de su vida.
No quería que su hermana muriese allí.
En aquel campo de batalla.
Así que dijo:
—Correr. Eso es lo que haría.
Entre Florencio y Rodrigo convencieron a Elena, sin darle opción a replicar, de que debía irse. Por ella, pero también por ellos dos. Y que debía hacerlo enseguida. Antes de que los regulares estuvieran más cerca.
Era mejor que fuera desarmada, para que los brigadistas no la disparasen.
Florencio buscó entre las provisiones de los muertos y halló en el fondo de una mochila un trozo de tela amarillenta, que alguna vez había sido algo parecido a una manta.
—No es exactamente una bandera blanca, pero puede servir —dijo.
Ató la tela a un trozo de madera y se lo dio a Elena.
—Corre hacia ellos pase lo que pase —insistió Florencio—, y no mires atrás.
—¿Y vosotros qué haréis?
—Cuando la batalla estalle, huiremos entre el fuego de unos y otros, no será difícil —mintió Florencio.
—Ya lo has oído —corroboró Rodrigo—. ¡Hazlo!
Elena se abrazó a los dos.
Fue un abrazo sincero.
Y obligó a Florencio y Rodrigo a acercarse, a estar más juntos el uno del otro de lo que habían estado en años.
Tal vez incluso más de lo que habían estado nunca.
Florencio no era un hombre de caricias ni abrazos.
Y aún menos con su hijo mayor.
—Prometedme que saldréis vivos de aquí y que volveremos a encontrarnos —dijo Elena.
Rodrigo asintió.
—No nos volveremos a separar —dijo.
—Todo saldrá bien —aseguró Florencio.
Los dos hombres agarraron varios fusiles y se acercaron a un extremo del muro.
Elena se alejó por el extremo opuesto y se preparó.
Cruzaron una última mirada, y Elena salió de su escondite a campo descubierto.
—¡Corre! —gritó Florencio.
Sin pensarlo más, Elena echó a correr hacia las tropas republicanas.
El primero en verla fue el cabo de guardia.
Señaló al fondo y dijo:
—Allí, capitán.
El capitán Estrada sacó los prismáticos y pudo ver con claridad cómo una muchacha con uniforme de miliciana ondeaba un trozo de tela y corría hacia ellos.
—¿Eso es una bandera blanca, cabo? —preguntó Estrada.
—No lo sé, señor. Puede tratarse de una trampa. ¿Qué hacemos?
El capitán Estrada volvió a mirar a la chica.
Pensó en ordenar que la disparasen. No podía arriesgarse.
Pero, al parecer, alguien se le adelantó desde el otro lado.
Justo en el otro extremo del valle, un grupo de regulares dispararon sobre la miliciana.
Estaba muy lejos, pero eran buenos tiradores.
Varios disparos pasaron muy cerca de Elena, que, sin embargo, siguió adelante.
Inmediatamente, desde el interior de la pequeña casa abandonada, dos hombres respondieron a aquellos disparos.
Florencio y Rodrigo dispararon escondidos tras el muro contra los regulares.
Alcanzaron a algunos.
Y siguieron disparando.
Aun sabiendo que habían delatado su posición.
El capitán Estrada, al ver aquello, cambió de opinión.
—No disparen —dijo.
Elena corrió y corrió con todas sus fuerzas.
Los disparos de los regulares cambiaron de objetivo, y apuntaron al muro en el que se escondían los Sandiego.
Éstos respondieron a duras penas. Pero al menos habían conseguido su objetivo: distraer a los regulares y darle tiempo a Elena.
Rodrigo se arrastró por el suelo hacia el otro extremo de la casa.
Y allí apostado miró a través de un pequeño ventanuco.
—¿La ves? —preguntó Florencio.
—Sí.
—¿Y?
—Lo va a lograr.
Los dos sonrieron.
Los disparos continuaron.
Pero ya nada pudo detenerla.
Un minuto y cuarenta segundos más tarde, Elena llegó a la posición de los brigadistas, que la recibieron como a una de los suyos.
Lo había conseguido.
Elena estaba a salvo.
Ahora el problema era para Rodrigo y Florencio. No sólo estaban rodeados. Justo en medio del campo de batalla. Sino que además desde ambos lados conocían su posición.
—Bueno, aquí estamos —dijo Florencio—, los dos solos.
—Rodeados por dos ejércitos que nos van a acribillar —añadió Rodrigo.
—Eso parece.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
Rodrigo tragó saliva. Había muchas cosas que habría querido decirle a su padre. Durante todos esos años le había culpado de la muerte de su madre. Había dejado de hablarle y se había ido a vivir con su tía y sus abuelos. Él lo había permitido a pesar de que era un crío.
—¿Por qué? —preguntó Rodrigo.
Florencio le miró, intentando entender a qué se refería.
—¿Por qué dejaste que me fuera? Sólo tenía quince años. Podrías haberme obligado a quedarme contigo y con Elena. ¿Por qué?
Florencio se sintió insignificante, allí tirado detrás de aquel muro, incapaz de dar una respuesta que pudiera satisfacer a su hijo y a sí mismo.
—Lo hice lo mejor que pude —dijo—. Permití que te fueras porque era lo que tú querías. Posiblemente me equivoqué, no lo sé. La muerte de tu madre me hizo tanto daño que no podía pensar con claridad. Me sentía culpable por todo. Y sólo puedo decir que lo siento. Siento con todo mi corazón haberme separado de ti.
Rodrigo reflexionó sobre qué decir. Era posible que estuvieran a punto de morir. Y después de esos dos años de guerra, y de todo lo que había visto, supo exactamente cuáles eran las palabras adecuadas:
—No fue por tu culpa.
Florencio le miró, intentando entender si de verdad su hijo estaba diciendo lo que le había parecido oír.
—Ahora sé que la muerte de mamá no fue por tu culpa —dijo Rodrigo.
Su padre no contestó.
Sintió que aquel viaje había llegado a su final. Y que había merecido la pena.
—Te he echado mucho de menos —añadió Rodrigo.
No había nada más que decir.
Tan sólo esperar allí las bombas, los disparos, los soldados de uno y otro bando.
Y tal vez un milagro.
—Elena me contó que tenías novia —dijo Florencio.
—Se llama Sofía y es lo mejor que me ha pasado en la vida. Deberías conocerla, es… preciosa, y tiene un carácter…
—Algún día —dijo Florencio.
Rodrigo se arrastró por el suelo, sin levantar la cabeza.
Se acercó a la mesa donde estaban el mapa y los víveres. Al menos podrían esperar la muerte con el estómago lleno.
Apartó varias cosas de la mesa.
Y entonces lo vio.
Oculto bajo los mapas y los víveres.
Era un puesto de comunicaciones con un rudimentario teléfono de campaña.
Temeroso, Rodrigo descolgó el auricular e hizo girar la manivela.