CAPÍTULO 36
ALMACÉN DE ZARAGOZA
28 DE JULIO DE 1938 - 23:45 HORAS
—No creo que sea buena idea —dijo el hombre, y volvió a mirar las monedas sobre la mesa.
—Son de plata —dijo Sofía.
—Pues guárdalas, no las vea alguien —respondió el hombre.
Se tocó la barba.
—Por favor —insistió la chica.
Sofía Palacios tenía un propósito firme, y nadie iba a convencerla de lo contrario.
Ginés, el hombre con poblada barba que tenía delante, la observó. Bajo sus ropas humildes, la encontró demasiado guapa y joven para morir. Tenía las manos suaves y tersas, se notaba que no había trabajado nunca.
—¿Por qué haces esto? —preguntó.
—Porque tengo que hacerlo —respondió ella con seguridad.
Ginés torció el gesto.
—¿Por qué? —volvió a preguntar.
—Porque hay una persona que me necesita…, por favor —rogó Sofía.
—Estamos en guerra, niña —dijo—, no hay tiempo para tonterías.
—¿Y usted por qué no lucha con el ejército? —preguntó ella.
—Yo siempre lucho —respondió.
—¿Para qué bando?
Ginés resopló y dijo:
—Para el mío. Es el único que no me traicionará.
Sofía miró a su alrededor. Estaban en un pequeño almacén a las afueras de Zaragoza. Muy cerca de un acuartelamiento de las tropas nacionales.
Si había llegado hasta allí, no pensaba darse por vencida.
—Mi padre siempre hablaba de usted con respeto —dijo Sofía—. Por eso he venido a verle. Sé que es de fiar.
—Tu padre Alfonso era un buen hombre, murió por sus ideas políticas, a mí no me pasará lo mismo. Yo, de eso, no tengo —explicó Ginés—. Así que no esperes de mí cosas que estén relacionadas con ideales.
—Sólo quiero que me lleve al frente. Sus ideas políticas no me interesan. Y las mías tampoco le interesan, así que no me haga demasiadas preguntas.
Puso otras dos monedas sobre la mesa.
—Son de plata —insistió.
Ginés suspiró.
Las sopesó y cerró la mano, agarrándolas con fuerza.
—Está bien —dijo—. Hasta Caspe. No iré ni un metro más allá.
—Tengo que llegar a Gandesa.
—¿Qué hay allí que tanto te interesa? ¿Un hombre?
Sofía tardó un poco en responder.
—Mi novio ha caído en manos de los republicanos.
Ginés la miró escéptico.
—Las chicas no van por ahí liberando a sus novios, ¿nadie te lo ha explicado? Además, esa zona es ahora un hervidero y es muy peligrosa. Te llevaré hasta donde sea posible. No voy a poner mi vida en peligro por un capricho… Hasta Caspe, ni un metro más.
—Muchas gracias —dijo la muchacha—. Con eso será suficiente.
—Sólo hasta Caspe, ¿me has oído? —repitió Ginés una vez más, mientras se guardaba las monedas.
—¿Cuándo salimos? —preguntó ansiosa Sofía.
—En unas horas —dudó el hombre, mientras se tocaba la barba—, tengo que revisar el aceite, ir a por gasoil, y solucionar algunas cosas… Antes del amanecer estaremos listos.
Sofía le pidió a Ginés que le dejara echar una cabezada en un pequeño sofá que había en el almacén, mientras él preparaba todo.
Apenas había dormido durante el viaje, desde que salió de Logroño. Era un buen momento para descansar.
Ginés se encogió de hombros y le dijo que él la despertaría.
La chica se tumbó en aquel viejo y descolorido sofá como si fuera la cama más cómoda del mundo.
Mientas se quedaba dormida, agarró el bolso con fuerza contra su pecho. Dentro tenía la pistola. El dinero. La documentación. Todo aquello que le permitiría llegar hasta el frente.
Tuvo un extraño sueño.
Ella pilotaba un avión alemán.
Era una auténtica experta.
Estaba en una peligrosa misión.
El avión se acercaba a su objetivo.
Preparaba las bombas.
Y cuando se disponía a soltar las bombas…, se daba cuenta de que su objetivo era Rodrigo.
Tenía que bombardearle.
Eran las órdenes.
Sofía dudaba, no quería hacerlo.
El avión estaba ya sobre Rodrigo, no quedaba tiempo.
Y entonces…
Un terrible sonido despertó a Sofía de golpe.
Era una bomba.
No dentro del sueño.
Era una bomba de verdad.
Volvió a sonar un fuerte estrépito.
Otra bomba.
La mitad del almacén saltó por los aires ante los ojos atónitos de la chica.
Dos aviones sobrevolaban la zona.
La escasa, maltrecha y desorganizada aviación republicana.
Estaban bombardeando el cuartel franquista próximo al almacén.
Y de paso, todo lo que se les ponía a tiro.
Sofía nunca había estado bajo las bombas.
El techo del almacén prácticamente había desaparecido.
La muchacha echó a correr hacia el exterior, huyendo de las llamas.
Antes de que pudiera salir, una furgoneta militar Volkswagen se llevó por delante la puerta del almacén y entró como una exhalación, derrapando.
—¡Sube! —gritó Ginés, que iba al volante de la furgoneta.
Sofía, sin dudarlo, corrió y entró en el vehículo.
Apenas lo hizo, Ginés pisó el acelerador y salió de allí a toda velocidad.
Bajo el ruido atronador de las bombas cayendo, la furgoneta cruzó un camino y se alejó del almacén. Poco después, iban campo a través.
Sofía no podía ni respirar. Miró a Ginés.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—No lo sé —dijo ella—, me ha caído una bomba encima.
—Ya te acostumbrarás —dijo él, y sonrió como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Qué ha pasado?
—Nada grave. Un regalito de los republicanos. De vez en cuando nos atizan un poco. Agárrate.
Ya era de día y el sol despuntaba ante ellos, por levante.