CAPÍTULO 59

CAMPOSINES

1 DE AGOSTO DE 1938 - 15:45 HORAS

Tres hombres empapados en sudor y sangre, heridos, llevando en brazos a una chica que se desangraba, cruzaron la plaza de Camposines.

Un pequeño pueblo que parecía desierto.

Ninguna bandera ondeaba en el Ayuntamiento. El mástil estaba vacío.

Aunque para ellos tres, cualquier bandera daba igual ya.

Lo único que les importaba a Rodrigo, Florencio y Ginés era localizar una enfermería o una casa de salud.

Rodrigo nunca jamás, pasara lo que pasara, podría volver a ser el mismo.

Había salvado a su hermana, había recuperado a su padre, pero había disparado a Sofía. Con sus propias manos.

Si ella moría, lo habría perdido todo.

De repente, comprendió que aquello en lo que había creído, aquello por lo que había luchado, había desaparecido en un instante.

Mueller se convertía en un lejano fantasma.

Incluso su tía Mariana se difuminaba como una sombra lejana.

Todas sus ideas perdían valor.

La guerra no tenía ningún sentido.

Llegaron caminando frente al Ayuntamiento, y un grupo de cuatro hombres armados salieron por la puerta.

No iban uniformados.

Tal vez eran desertores.

O mercenarios.

O ladrones.

O simplemente hombres del pueblo que se habían armado para defender sus tierras.

Era imposible deducirlo a primera vista.

—Alto —dijo uno de los hombres que había salido del Ayuntamiento—, dejen las armas en el suelo e identifíquense.

Rodrigo, Florencio y Ginés parecían salidos directamente del infierno.

Tenían el rostro cubierto de polvo, sangre, sudor, y varias heridas surcaban sus cuerpos.

Habían sufrido torturas, incendios, disparos, bombardeos.

No iban a rendirse ahora.

—Esta chica tiene una grave herida de bala en el pecho —dijo Rodrigo secamente—, necesitamos un médico con urgencia.

El cabecilla que les había hablado tragó saliva.

—Dejen las armas he dicho —repitió.

—Creo que no me ha entendido —dijo Rodrigo—. Llevamos más de tres horas caminando, si no le atiende un médico ahora mismo, esta chica va a morir.

—Eso lo decidiremos nosotros —replicó otro hombre, que llevaba una escopeta de cañones recortados—, dejen las armas y ya veremos.

Rodrigo negó con la cabeza.

No había tiempo para disputas, ni para explicaciones.

Cruzó una mirada con Ginés y con su padre.

Sabían lo que tenían que hacer.

Por desgracia, no había otra solución.

Sin más, Florencio y el propio Ginés empuñaron sus armas y dispararon contra aquellos hombres, que a su vez apretaron los gatillos de sus escopetas.

Los disparos de unos y otros se escucharon en todo el pueblo. Pero nadie se asomó por ninguna ventana, ni mucho menos se acercó.

En pocos segundos, se acabó el tiroteo.

Los cuatro hombres que habían salido del Ayuntamiento yacían muertos en el suelo.

—Menudo recibimiento —dijo Ginés.

A continuación entraron en la casa consistorial, y se prepararon para usar sus armas de nuevo si era necesario.

Hasta que por fin, cruzando un patio, atraparon a un hombre con traje y corbata que trataba de huir.

Apuntándole a la cabeza, Ginés le dijo:

—Sólo te lo voy a preguntar una vez: ¿dónde hay un médico?

—No hay…, lo juro… Se lo llevaron los soldados…

—No mientas, alguien tiene que haber en el pueblo —insistió Ginés.

—Está Tomás el de la Herradura —dijo temeroso el hombre.

—¿Es un médico? —preguntó Rodrigo.

—Más o menos —respondió.