CAPÍTULO 51

CAMPAMENTO DEL BATALLÓN 22

30 DE JULIO DE 1938 - 22:45 HORAS

La luna asomaba sobre la pequeña colina al este.

Alguien le acercó un pequeño cazo con agua.

Rodrigo, que no había comido ni bebido nada en todo el día, agarró la cazuela y bebió con ansiedad. Le temblaba el pulso.

Tenía los labios agrietados. Y se sentía al límite de sus fuerzas.

A pesar de las cadenas que le impedían moverse, aún mantenía intacta su voluntad.

Alguien le empujó con su bota.

Rodrigo estaba en el suelo bebiendo, levantó la vista y distinguió en la oscuridad el rostro de Omar Amzi.

—Primero reventar de hambre y sed, después yo saco tripas, y último tú mueres mientras yo duermo con hermana tuya —dijo Amzi tranquilamente.

Rodrigo no contestó.

Amzi sacó un cuchillo y se lo puso en el cuello.

—¿Preferir muerte rápida ahora o muerte lenta? —preguntó.

Sin inmutarse aparentemente, Rodrigo Sandiego aguantó, sin moverse, sin decir nada, mientras sentía el frío del metal en su garganta.

Sabía que cualquier cosa que dijera sería peor.

El Batallón 22 había acampado junto a la ladera de una colina. De fondo, un día más, se oían las baterías de ambos bandos disparar.

Rodrigo y Amzi se aguantaron la mirada unos segundos más.

El árabe parecía desear hundir de una vez aquel cuchillo en el cuerpo de Sandiego y acabar con su vida.

Pero, por otro lado, disfrutaba con la idea de prolongar su sufrimiento.

Las dos opciones eran tentadoras.

De pronto, unas voces le interrumpieron.

—¡¡Fuego!! ¡¡Fuego!!

Algunos soldados dieron la voz de alarma.

Un incendio en el costado del valle había provocado unas enormes llamas que se acercaban peligrosamente hacia el campamento.

Amzi guardó su cuchillo.

Y alzó la vista.

Con la sequedad de la zona, en apenas unos segundos se había formado un terrible incendio. Empujadas por el escaso viento de la noche, las llamas se dirigían hacia ellos y los envolvían creando un muro de fuego.

—¡Recoged las cosas! ¡Nos vamos! —gritó alguien.

—¡Rápido!

—¡Las provisiones!

Amzi dudó unos segundos.

—No pierda de vista —ordenó al guardián de Rodrigo, un regular que llevaba un fusil en las manos.

Y acto seguido Amzi se adentró en el campamento.

El caos se había apoderado de los hombres, que corrían de un lado a otro, mientras desmontaban algunas tiendas y recogían las cosas a toda prisa.

Las llamas amenazantes avanzaban por la ladera a velocidad de vértigo.

Rodrigo se fijó en un regular que portaba varias armas y que caminaba tranquilamente hacia él.

Su silueta recortada contra el fuego parecía de otro mundo.

No corría como el resto de los soldados.

Ni aparentaba preocuparse por el incendio.

Caminaba con determinación.

Directo hacia Rodrigo.

El guardián le preguntó algo en árabe.

Pero el hombre no contestó.

El guardián insistió, señalando las llamas.

El hombre dio dos pasos, se acercó al guardián y, sin mediar palabra, le dio un culatazo con un rifle en pleno rostro.

El golpe fue muy fuerte.

El guardián cayó al suelo inconsciente como un saco de arena, haciendo un ruido sordo y levantando una pequeña nube de polvo.

Una vez en el suelo, el hombre le clavó la bayoneta hasta que murió.

Rodrigo se incorporó.

Con el caos del incendio en mitad de la noche, nadie en el campamento se había dado cuenta de lo que acababa de ocurrir.

—Deprisa, ponte el uniforme del muerto —dijo el misterioso regular, mientras buscaba las llaves del soldado que yacía en el suelo y enseguida desencadenaba a Rodrigo.

Entonces, Rodrigo pudo ver de quién se trataba.

No era un regular.

Ni un árabe del batallón.

Era… Florencio.

Su padre.

Sintió un escalofrío al reconocerle.

Era la última persona que pensaba ver.

—Creí que estabas muerto —dijo Rodrigo.

—Yo también —respondió secamente Florencio.

—¿Qué haces aquí? —musitó Rodrigo, intentando entender qué ocurría—. ¿El fuego es cosa tuya?

Florencio le agarró de un hombro.

—No hay tiempo para explicaciones —dijo—. ¿Dónde está Elena?

Rodrigo intentó mantener la calma. Tenía muchas cosas que preguntarle, pero no era el momento.

—Está junto al camión, creo —respondió.

—Vamos —dijo Florencio.

Sin más preguntas, Rodrigo se puso rápidamente las ropas del regular muerto y recogió sus armas.

Y de esa forma, padre e hijo, que hacía más de tres años que no se veían, se dirigieron al interior del campamento que estaba siendo devorado por las llamas, dispuestos a hacer lo que fuera necesario para liberar a Elena.