CAPÍTULO 40
CASINO DE BURGOS
29 DE JULIO DE 1938 - 20:30 HORAS
El coche se dirigía al Casino.
El chófer observó en el espejo retrovisor el rostro serio, preocupado, de Mariana Monsanto.
Ella tenía muchos motivos para sentir inquietud en su corazón.
Se dirigía a una cena de gala organizada por el teniente coronel Mueller, en la que estarían algunos de los oficiales más importantes del franquismo.
Y en la que estaría también Olga, la esposa de su amante.
Aunque amante era un término que a Marina le desagradaba. No entraba en su código moral. Ella estaba enamorada de Mueller desde hacía años, antes de que él se casara. Lo demás eran circunstancias a las que prefería no poner etiquetas.
Intentó alejar por un instante ese pensamiento de su mente.
Sacó del bolso una vieja carta que había recibido un año atrás, y que ahora cobraba más sentido.
Era una carta de su sobrino Rodrigo.
La había leído muchas veces. Pero, en aquellos momentos, quiso hacerlo de nuevo.
En la carta, Rodrigo le explicaba por qué iba a combatir en esta guerra.
Ella había intentado convencerle de que esperase a que su reemplazo fuera llamado al frente, aún podían pasar meses, o tal vez más de un año.
Pero Rodrigo se había alistado voluntario. Y le había pedido encarecidamente que ni ella ni el abuelo usaran sus influencias para que él tuviera privilegios. Quería ser un soldado más.
En la carta, después de muchos preámbulos, Rodrigo le daba a su tía diez motivos para ir al frente:
«Porque creo firmemente que el comunismo está equivocado y debe ser exterminado.
Porque esta falsa democracia liberal republicana está acabando con nuestro país.
Porque tal vez pueda ser un ejemplo para que otros jóvenes me sigan al frente.
Porque creo que será bueno para mi alma.
Porque es mi obligación como cristiano y falangista.
Porque quiero demostrarme quién soy.
Porque quiero limpiar el nombre de mi familia, ensuciado por mi padre.
Porque quiero saber qué es tener miedo de algo.
Porque quiero ser un verdadero soldado de Cristo.
Y porque amo a España».
Parecía más un decálogo político que una carta personal de un joven.
No era casual que Rodrigo se la hubiera escrito a su tía Mariana. Era la persona que más cerca había tenido desde la muerte de su madre. Se había convertido en una madre adoptiva y una guía espiritual. Mariana le adoraba. Estaba muy orgullosa de Rodrigo.
Ella no había tenido hijos propios y había volcado todo ese amor en Rodrigo. El hijo de su hermana Olivia. El hijo que le hubiera gustado tener.
Y que el destino le había negado.
Quizá si se hubiera casado con Mueller…
Ahora temía por la vida de Rodrigo.
Estaba en el frente. En circunstancias extrañas.
Mueller y ella lo habían enviado allí sin recuperarse aún de su brazo, con la confianza de que Rodrigo se convirtiera en una pieza clave de la guerra, de que con el tiempo se escribiera la Historia con mayúsculas de su proeza. Ahora pensaba que quizá se había equivocado. Sólo esperaba que todo saliera bien y Rodrigo regresara sano y salvo.
—Hemos llegado, señora —dijo el chófer, y le abrió la puerta.
Mariana volvió a guardar la carta en el bolso y salió del coche.
Un ordenanza le abrió la puerta y la acompañó al interior.
El teniente coronel Mueller, con uniforme de gala, estaba recibiendo a todos los invitados en la puerta del salón principal.
A su lado, su esposa Olga.
Al verlos juntos, Mariana sintió un pequeño pinchazo en el pecho.
Tal vez era el orgullo.
O los celos.
O el miedo.
—Buenas tardes —dijo amablemente Mueller.
—Buenas tardes, coronel —respondió de manera diplomática Mariana.
—Ya conoce a mi esposa, Olga —añadió Mueller.
—Claro que nos conocemos —dijo con una sonrisa Olga—. Tal vez no nos habíamos visto, pero nos conocemos desde hace años, ¿verdad?
Mariana se quedó desconcertada por un segundo, pero enseguida reaccionó. Al fin y al cabo, estaba muy acostumbrada a las sonrisas de compromiso, y a la diplomacia.
Esa mujer parecía muy segura de sí misma. Con su mirada y su sonrisa, Mariana tuvo la impresión de que le estaba diciendo: «Él es mi marido, tú sólo eres la otra».
—Su español cada vez es mejor, querida —dijo amablemente Mariana—. Espero que haya tenido un buen viaje.
—Muy bueno, gracias, señorita Monsanto.
Señorita. Otro golpe bajo. Mariana se sintió pequeña en esos momentos. Con sólo una mirada y unas pocas palabras, estaba siendo derrotada.
Mueller estaba ahí, mirándola con esa sonrisa militar y seductora. Esa sonrisa que la había vuelto loca aquella noche en Frankfurt. Y que la había convertido en lo último que ella quería, la amante de un hombre casado.
Mariana les dedicó una sonrisa y se perdió por el salón entre los invitados.
Aguantó estoicamente las conversaciones sobre política y sobre la guerra. No había otro tema esa noche. Que si la ofensiva del Ebro era una maniobra desesperada de los republicanos. Que si la aviación alemana era con diferencia la mejor del mundo. Que si los ingleses tenían miedo de intervenir en España. Que si el frente de Valencia estaba siendo clave en la economía de la contienda…
Pero, en realidad, lo único que hizo durante toda la velada fue observar a Olga.
Le pareció una mujer cansada, que no disfrutaba con la fanfarria militar, y aún menos con las discusiones políticas.
También le pareció que no sentía verdadero afecto por su marido. Quizá lo tuvo en otra época de su vida, pero no ahora. Aunque esta sensación tal vez era más un deseo de Mariana que algo real.
Por último, y esto último le extrañó, le pareció una mujer fuerte. Bajo su apariencia inocente, creyó adivinar un carácter estoico, una de esas mujeres acostumbradas a sobrevivir a los contratiempos de toda clase.
Si Olga no hubiese existido, ella estaría en su lugar. Y tal vez sería feliz.
Tras la cena, se sirvieron alcohol y cigarros.
Aquella opulenta velada resultaba totalmente ajena a la realidad de un país que se desangraba, en el que en esos mismos instantes millones de hombres y mujeres no sabían si llegarían vivos al día siguiente.
Sin embargo, todo estaba directamente relacionado. Muchas de las decisiones que se estaban tomando en aquel salón afectarían en pocas horas al destino de muchas personas.
Mariana salió a la terraza a respirar un poco.
—Es tan distinto —dijo una voz a sus espaldas.
—¿Perdón?
Mariana se volvió y vio delante de ella a Olga. Llevaba un abanico en la mano, y parecía sofocada.
—Todo esto —dijo—, es tan distinto a Berlín.
—Supongo que cuesta adaptarse —dijo Mariana intentando ser amable—, el calor, la comida, lo entiendo perfectamente.
—Lo peor es el olor —dijo la alemana, con un pequeño acento en su casi perfecto castellano.
—¿Olor? —preguntó algo desconcertada Mariana.
—Olor a guerra —respondió tajante Olga.
Mariana la miró y se dio cuenta de que, además de otras muchas cosas, aquella mujer era inteligente.
Ni en ese momento, ni antes ni después, había sentido odio por ella. Aunque en cierto sentido era su rival, la respetaba.
Olga Mueller era hija de militares, y su padre era uno de los generales de mayor confianza de Hitler.
El plan que habían ideado ella y Mueller era muy sencillo: acabar con Olga simulando un atentado republicano.
Así conseguirían un doble objetivo.
Mueller obtendría el respaldo definitivo que necesitaba para aumentar las fuerzas en la guerra en España.
A nivel personal, se desharía de una mujer que, según sus palabras, se pasaba el día lamentándose y que jamás le daría el divorcio.
Esto último, el divorcio, era algo a lo que Mariana se oponía. Ella no podía estar con un hombre divorciado bajo ningún concepto. En la nueva España que habían planeado eso no tenía cabida. La única solución si querían seguir juntos era la anulación del matrimonio.
O que Mueller quedara viudo.
Al tenerla frente a frente, Mariana tomó la decisión.
Había tenido muchas dudas, pero en ese instante lo decidió.
Seguirían adelante con el plan. Acabarían con esa mujer.
Sí, Olga tenía que morir.
Por muchos motivos.