CAPÍTULO 22
CONCATEDRAL DE SANTA MARÍA LA REDONDA
26 DE JULIO DE 1938 - 22:12 HORAS
La catedral estaba casi vacía, faltaban unos minutos para cerrar. El sacristán esperaba pacientemente a que las tres personas que estaban rezando se levantaran y salieran.
Sólo podía esperar.
No solía agobiar a los fieles que venían en busca de consuelo. Y menos en esos días.
En la quinta fila, Sofía rezaba fervientemente ante la Virgen.
Pedía por Rodrigo.
La última llamada se le había quedado atravesada en el corazón.
Sabía que era fuerte, pero también sabía que era capaz de sacrificarse por ella. Era capaz de dejarla para facilitarle las cosas con su madre. Para evitarle un problema familiar. Tal vez ahora que Rubén Gayarre había vuelto, Rodrigo le dejaría el camino libre. Quizá era una prueba. O quizá no tenía nada que ver con eso. En cualquier caso, ella no lo soportaba. Quería estar a su lado, mirarle a los ojos, saber qué estaba ocurriendo.
Aunque apenas lo habían hablado durante este tiempo, Rodrigo sabía perfectamente que Agustina se oponía a su relación. De hecho, no hacía falta hablarlo, era algo evidente.
Desde la muerte de su marido, Agustina se había vuelto obsesiva. Estaba convencida de que la vigilaban. De que los comunistas tenían infiltrados por todas partes. Y el pasado de Rodrigo desde luego no ayudaba a tranquilizarla.
Todo eso bullía en la mente de Sofía. Como una olla sobre el fuego.
Su recogimiento tenía mucho que ver con sus sentimientos religiosos.
Por eso había venido al santuario.
Sabía que no podía compartir su angustia con nadie.
¿Con quién podría hablar de este asunto?
¿Quién podría comprenderla?
¿A quién podría contarle que el amor de su vida se había despedido por teléfono y había desaparecido, así, sin más?
De sus manos entrelazadas colgaba el rosario. Cada cuenta era una sospecha, una duda… ¿Qué hacer? ¿Cómo soportar este infierno de incertidumbre? ¿Cómo era posible que hubieran enviado a Rodrigo de nuevo al frente si acababa de regresar y estaba herido?
No tenía sentido.
Incluso llegó a pensar que tal vez había otra mujer.
No tenía lógica, ni ninguna posible relación con el hecho de que le mandaran al frente, pero en esos momentos su mente se disparaba.
¿Qué has hecho, Rodrigo?
¿Dónde estás?
¿Por qué no has confiado en mí?
¿Es que no sabes que sólo nos tenemos el uno al otro?
Cuando el sacristán cerró la puerta, sintió pena por la muchacha que salía con la cabeza agachada, sollozando, casi sin rumbo, como un fantasma.
La conocía muy bien.
Era Sofía, la hija de doña Agustina de Palacios.