CAPÍTULO 27

HOSPITAL GENERAL - LOGROÑO

27 DE JULIO DE 1938 - 11:50 HORAS

Brazos y piernas amputados. Hombres moribundos, muchos de ellos sin esperanza. Intervenciones espontáneas sobre la marcha, sin anestesia. La situación en el Hospital General de Logroño se había desbordado completamente en las últimas horas.

Desde la ofensiva en el Ebro, habían empezado a llegar heridos en camiones y furgonetas. Decenas de hombres para los que no había camas ni medicinas suficientes.

Era el rostro cruel y amargo de la guerra.

Sofía estaba sobrepasada ante tanto horror, pero desde que había entrado en el Hospital, no había parado un segundo. Hacían falta manos, así que una enfermera veterana había puesto enseguida a Sofía a trabajar en un área de la segunda planta, ayudando a cambiar vendas, a curar heridas, a servir de asistente a dos médicos internos que hacían cuanto podían.

Cuando Sofía vio al fondo del pasillo a su madre, en el quicio de la puerta, adivinó que algo grave había pasado.

Agustina no vendría a un sitio así por gusto. Ni siquiera para reprenderla por haberla desobedecido. Para eso, habría esperado a que volviera a casa.

Sofía avanzó hacia su madre.

—¿Qué ha pasado?

Agustina miró a su hija fijamente y dijo:

—Me dijiste que confiara en él. Que no era como su padre y su hermana. Que no era como los que habían matado a tu padre. Me dijiste muchas cosas de ese Rodrigo Sandiego.

Sofía no entendía nada.

—¿Qué ha pasado? —repitió.

Agustina Palacios estaba muy seria.

Intentando no mostrar ninguna emoción en su semblante, dijo:

—Rodrigo ha desertado… Se ha pasado al enemigo… Se ha ido con los republicanos…

Sofía tardó unos segundos en responder.

—Eso es imposible. Rodrigo no haría una cosa así… Le conozco… ¿Quién te ha contado eso? ¿Rubén? ¿Quién se ha inventado algo así?

—No ha sido Rubén —dijo la madre—, ha sido su tía Mariana.

—¿Qué?

Mariana adoraba a Rodrigo. Si lo decía ella, algo tendría que haber ocurrido.

—Si no me crees, llámala tú. Te dirá lo mismo que acabo de decirte: Rodrigo ha desertado y ha cambiado de bando.

Sofía estaba demudada. Incapaz de reaccionar.

Tenía la ropa manchada de sangre de los heridos.

Se había quedado pálida, no se atrevía a mover ni un solo músculo de su cuerpo.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó al fin con un hilo de voz.

—No lo sé —dijo su madre—, creo que ayer… en cuanto llegó al frente. Tal vez ahora que los republicanos están crecidos por su ofensiva en el Ebro, ha visto su oportunidad.

Sofía negó con la cabeza.

—No es verdad…

En ese momento pasó a su lado una enfermera empujando una camilla con un hombre gravemente herido, prácticamente moribundo.

Sofía cruzó una mirada con el hombre.

Sus ojos grises, enrojecidos, parecían decir: «Dejadme morir en paz».

—Tengo mucho trabajo aquí —dijo Sofía a su madre, sin ninguna convicción.

—No pienses que me alegro —dijo Agustina—, no te equivoques.

—No pienso nada —dijo Sofía.

Y era cierto.

En esos momentos, rodeada de sangre, de muerte, la chica era incapaz de pensar lógicamente. No sabía qué hacer, ni qué sentir. Era como si su cuerpo se hubiera quedado vacío por dentro.

Aquello no podía estar pasando.