CAPÍTULO 33
TERMINAL DE ZARAGOZA
28 DE JULIO DE 1938 - 21:00 HORAS
Después de muchas horas de viaje, y de varias incidencias, el polvoriento autobús se detuvo en la terminal de Zaragoza. Sofía descendió del vehículo absolutamente agotada.
Había soportado varios controles militares y algunos registros de la Guardia Civil. Apenas había comido en una fonda de carretera en la que se habían detenido a mitad de camino. El viaje se había alargado exageradamente para Sofía, en gran medida por el peso que tenía sobre su cabeza después del incidente en Carrancas.
A primera hora de la tarde, en uno de los controles habían descubierto a un hombre indocumentado al que acusaron de querer desertar. Inevitablemente, Sofía se acordó de Rodrigo.
Cuando le introdujeron en un furgón a punta de fusil, sintió que tal vez Rodrigo podría correr la misma suerte.
Luego, siguieron el viaje y le costó apartar la mirada del asiento vacío que el detenido había dejado.
Sin embargo, ahora tenía que pensar en el futuro.
Ahí estaba, sola en una ciudad desconocida, con un arma en el bolso, buscando a alguien que no sabía dónde estaba.
Por primera vez pensó que su decisión había sido una locura y contempló la idea de volver a casa, junto a su madre. Pero se repuso enseguida. Se reafirmó en su idea y se dirigió hacia la salida, en busca de su destino.
«Lo que está escrito, escrito queda y no se puede cambiar», murmuró, recordando la frase favorita de su padre, cuya muerte aún no había asimilado del todo, a pesar del tiempo transcurrido.
La verdad era que Sofía se había entendido mejor siempre con su padre que con su madre. Y lo echaba de menos. Gracias a él, había podido trabajar durante el verano en la Casa del Libro. A él debía, pues, haber conocido a Rodrigo.
Agustina se había opuesto duramente a que Sofía trabajara, ni de dependienta en una librería, ni de nada, igual que se había opuesto y de hecho seguía haciéndolo a cualquier actividad que la alejara de su formación como futura esposa y madre de sus hijos. Era lo habitual entre ciertas mujeres de la época, pero Sofía no lo compartía. Ella pensaba que ser una buena esposa no era incompatible con trabajar, con vivir tu propia vida. El problema era que esas ideas, aunque resultara paradójico, le acercaban al pensamiento libertario de aquellos contra quienes combatían.
Sofía abrió el bolso, sacó un papel y leyó la dirección. Se acercó al quiosco de periódicos y se dirigió al vendedor:
—¿Puede decirme dónde está la calle Flores, por favor?
El hombre la miró de arriba abajo, con desconfianza.
—Es mejor que le pregunte a un guardia —dijo—. Allí hay uno.
Sofía le fulminó con la mirada y se dio la vuelta.
Salió del recinto y, tras caminar un buen rato por una calle ancha y transitada, entró en una modesta cafetería.
—¿Puede ponerme un café con leche? —pidió al camarero.
Un poco después, el hombre colocaba la taza sobre la mesa.
—¿Sabe dónde está la calle Flores? —preguntó ella.
—Sí, señorita. Está al otro lado del río. Andando casi una hora.
Después de tomar el café y de apuntar con cuidado todas las instrucciones que el camarero le había dado, se dirigió hacia el río.