CAPÍTULO 6

CASA DE LOS MONSANTO EN BURGOS

24 DE JULIO DE 1938 - 21:30 HORAS

Cuando empezaron los bombardeos de Madrid, los Monsanto se trasladaron a Burgos y se instalaron en una casa de su propiedad, de techos altos, suelos de madera y más de una docena de habitaciones. Desde la biblioteca de la casa, se podía ver la majestuosa catedral. Les gustaba decir que vivían a su sombra. Estaban situados en el mejor barrio de la ciudad.

Había diplomas, cuadros, crucifijos y fotografías por todas partes, sobre los muebles, encima de la chimenea… También había dos sables colgados en la pared del salón. Cortinas, visillos y alfombras denotaban que los propietarios eran cuidadosos y detallistas.

Entre las numerosas fotografías, sólo los que los conocían íntimamente podían echar de menos alguna imagen de Olivia, su hija muerta. Había una de cuando era niña, haciendo la Primera Comunión, pero ninguna de la edad adulta.

Ninguna referencia al matrimonio con Florencio Sandiego.

Habían invitado a Sofía y a su madre para celebrar la entrega de la medalla a Rodrigo de manos del mismísimo Franco.

Para la cena de esa noche, había sido necesario contratar los servicios de una prima de Alvarita, la chica interna que trabajaba en la casa a régimen completo. La cocinera llevaba todo el día preparando platos. Los Monsanto eran muy atentos con sus invitados y cuidaban hasta el último detalle. Y querían agasajar a la señora Palacios y a su hija Sofía.

Cuando Alvarita entró en el comedor con la bandeja de las carnes, casi todos les prestaron atención:

—¡Las codornices! —exclamó Gabino Monsanto—. Espero que os gusten, las he cazado yo mismo.

Gabino tenía sesenta y ocho años, y sin embargo poseía una vitalidad envidiable, en parte debido a su afición a la caza, que le mantenía muy activo. Se rumoreaba que era uno de los pocos civiles a los que Franco había consultado para tomar algunas decisiones claves de su gobierno provisional. En tiempos, Gabino había sido embajador español en Roma, y aunque de eso habían pasado muchos años, seguía teniendo contactos influyentes. La diplomacia y la caza eran sus dos grandes habilidades.

—Sólo tomarás una —le advirtió su esposa, Dolores—. Ya sabes que la carne no te conviene. Has engordado mucho últimamente.

—Si son muy pequeñas… —se quejó el hombre.

—Vamos, mamá, no le regañes —le defendió Mariana—. Ya sabe él lo que tiene que hacer.

Mariana estaba muy apegada a su padre. Llevaba con mano de hierro los asuntos familiares, principalmente todo lo referido al arrendamiento de sus numerosas tierras, muchas de las cuales habían sido expropiadas por la República tras el levantamiento de 1936. Mariana no se había casado, y tenía una debilidad, su sobrino Rodrigo, al que cuidaba como a un hijo.

—Tienes suerte de que tu hija esté de tu lado —aseguró Agustina Palacios—. Las jóvenes de hoy en día tienen sus propias ideas. Hacen lo que quieren y ya no respetan a los padres como antes.

Cruzó una mirada con su hija Sofía.

—Estamos en una época de cambios, mamá —se defendió Sofía, que entendió el mensaje—. La gente joven es ahora más independiente.

—Demasiado independiente —puntualizó Agustina—. Yo nunca… Bueno, vamos a dejarlo…

Alvarita sirvió primero a las señoras y pasó la bandeja a los caballeros. Gabino tuvo que conformarse con una pieza, ya que su mujer no le quitaba ojo de encima.

—Dejad algo para Rodrigo —advirtió Mariana—. Debe recuperar fuerzas. La herida le ha debilitado mucho.

—Un hombre de verdad no se asusta por un balazo —comentó su abuelo Gabino—. Yo tengo varias cicatrices… en la pierna… y en el costado también, luego os las enseñaré…

—Estamos comiendo, por favor —le cortó su esposa Dolores.

—Mi padre es casi un héroe nacional —le justificó Mariana con orgullo—. Rodrigo ha heredado sus genes…

—Tuve que sacar mi pistola en más de una ocasión para imponer respeto —explicó Gabino—. Y alguna vez he apretado el gatillo. Mi nieto es igual que yo, decidido y fiel a sus ideas… Por eso le han condecorado… Franco en persona. Puedes estar orgulloso, hijo.

Rodrigo comía en silencio en una esquina de la mesa, nervioso por haberse convertido en el centro de la conversación. Él prefería pasar desapercibido.

—Estás muy callado esta noche… —dijo Mariana.

Rodrigo levantó la vista.

Vio a sus abuelos mirándole.

A su tía Mariana, con la que estaba tan unido.

A la madre de Sofía, que seguía comiendo mientras le observaba de reojo, recelosa como siempre.

Ninguno de ellos podía imaginar ni de lejos en qué estaba pensando él en esos instantes.

No en la guerra.

Ni en los héroes.

Ni en los disparos.

Nada de eso.

Sólo pensaba en una cosa: Sofía.

Estaba tan hermosa esa noche que Rodrigo estaba hipnotizado.

Se la imaginaba muy cerca de él, cerrando los ojos, besándose…

—¿¡Pero se puede saber en qué piensas!? —preguntó su abuela.

—¿Eh?

Rodrigo pareció despertar de un sueño.

Cruzó una rápida mirada con Sofía.

Y como si tal cosa, dijo:

—Estoy pensando que tengo ganas de volver al frente.

Un murmullo de aprobación recorrió la mesa.

Y se dijeron varias cosas acerca del brillante futuro que le esperaba al muchacho, aunque él no escuchó ninguna.

Los increíbles ojos verdes de Sofía eran su único centro de atención.

Los dos parecían estar unidos por un hilo invisible que les comunicaba sin necesidad de hablar.

Ambos sentían lo mismo en ese instante. Era un cosquilleo por el estómago que subía hasta el pecho y les dificultaba hasta la respiración.

Era simplemente eso que llaman amor.

Y que es capaz de cambiar el mundo.

Alvarita se dedicó a llenar la copa de vino de todos los presentes. Sin querer, vertió unas gotas sobre la manga de Gabino.

—¿Qué haces, criatura? —dijo el hombre, sin perder la compostura—. Parece que hoy estáis todas un poco despistadas…

—Vamos, no te enfades —intervino su mujer—. Alvarita no lo ha hecho a propósito. ¿Verdad, Alvarita?

—Claro que no, señora —respondió la chica, usando una servilleta para limpiar la manga del señor.

—Yo no me enfado, pero esa mancha ya no se quita, habrá que enviar esta chaqueta al tinte…

—Mañana mismo la llevaré —aseguró rápidamente la chica—. Lo siento mucho, señor Monsanto.

Sofía y su madre cruzaron una mirada casual.

—Las manchas de vino son muy difíciles de quitar —dijo la señora Palacios—. Por mucho que se intenten camuflar, siempre dejan huella.

En ese preciso instante, de repente, la vajilla tintineó a causa de un temblor que los estremeció. Incluso los visillos se agitaron.

Se quedaron quietos, expectantes. ¿Qué ocurría? ¿Eran cañonazos? ¿Un ataque enemigo?

—Aviones —musitó Gabino.

Todos se levantaron inmediatamente, se acercaron a la ventana del salón y la abrieron.

Desde el balcón, y a pesar de que ya oscurecía, pudieron distinguir una veintena de aviones alemanes que sobrevolaban Burgos, dejándose ver por todos.

—Son de los nuestros —profirió Agustina Palacios.

—No hay nada igual en toda Europa —añadió Gabino, orgulloso, alzando su copa de rioja hacia ellos—. Vamos a ganar esta guerra muy pronto.

Rodrigo y Sofía también observaron el espectáculo.

Pero ninguno de los dos dijo nada.

Al salir al balcón, sus manos se tocaron durante apenas un instante. Y ambos estaban electrizados aún por el recuerdo de ese momento.

Cuando los aviones alemanes se perdieron en el cielo oscuro, todos volvieron a entrar y cerraron el balcón.

La madre de Sofía había visto cómo se habían rozado la mano, pero no dejó que nadie notara lo poco que le gustaban esos juegos.

¿Cómo podía su hija estar enamorada del fruto de un comunista y de una mujer que había cambiado de bando y traicionado a los suyos y a toda su familia?

¿Tendría ella que soportar la misma vergüenza que la familia Monsanto?

Si había aceptado venir a Burgos había sido solamente por asistir a la ceremonia de Franco, por el que sentía una fidelidad inquebrantable. El precio había sido soportar a una familia deteriorada por la traición de una hija corrupta que se había encamado con un comunista.

Ni siquiera se atrevían a exhibir fotografías de su hija.

Pero ella no era de la misma pasta. No le hacía ninguna gracia emparentarse con los Monsanto. Si no tenía más remedio, ocurriría. No obstante, siempre sentiría que aquella familia estaba manchada. Ella ni perdonaba ni olvidaba. La muerte de su marido no podía haber sido en balde.

Pasara lo que pasara, ella sabía cuál era su posición.

Y no lo olvidaba en ningún momento.