CAPÍTULO 13
EBRO
25 DE JULIO DE 1938 - 14:56 HORAS
Había tardado ocho horas y quince minutos en arrastrar por el barro a Cambero. Después, subirlo a una barca, y remar hasta la orilla opuesta.
Ocho horas interminables.
En la guerra, el concepto del tiempo cambia.
Cuando ves un montón de muertos a tu alrededor.
Y los cañones enemigos te están bombardeando.
Y los aviones enemigos también te están bombardeando.
Y tus propios compañeros heridos, magullados, asustados, te gritan y te piden ayuda y tú no puedes dársela.
Entonces, cuando ocurre todo eso, ocho horas arrastrando a un compañero herido es apenas un instante.
Florencio Sandiego estaba a punto de llegar a la orilla de la que había salido la noche anterior en una barcaza llena de compañeros brigadistas. Muy distinto a lo que ahora estaba viviendo. Ahora, todo olía a muerte.
Ahí estaba, remando en una pequeña barca.
El sol, en lo alto.
A su lado, Cambero balbuceaba algo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Florencio.
—Que no me corten la pierna —dijo el comisario, con la boca reseca.
—No te preocupes.
—Sí me preocupa. No quiero que me la corten.
—Los médicos harán su trabajo.
—Sabes de sobra que esos matarifes no tienen tiempo —dijo Cambero, y le agarró por la pechera del uniforme—. Prométeme que no me van a cortar la pierna. ¡Prométemelo!
Florencio le miró allí tendido en la barca, desangrándose, hecho un guiñapo.
Pensó que tal vez no sobreviviría ni aun cortándole la pierna. Pero antes de poder contestar, ni de prometerle nada, ocurrió algo que nadie esperaba. Un ruido sorprendente.
De pronto, llegó un sonido ensordecedor de la parte alta del río.
Fue como si más de cien cañones disparasen al mismo tiempo.
Los soldados volvieron asombrados el rostro hacia el norte del río.
El aire fue empujado con violencia y estruendo por algo que no podían ver, pero que los estremeció. Era algo peligroso, eso seguro.
Fue un clamor acuciante.
Los gritos surgían de muchos soldados a un tiempo. Algunos estaban cruzando sobre las pasarelas provisionales, otros en barca, algunos estaban en la orilla, y todos gritaban lo mismo:
—¡El río! ¡El río!
Y ahora sí podían ver qué ocurría.
Una gigantesca tromba de agua apareció de pronto. Era una crecida del río impresionante, repentina, bestial, desbordante, descontrolada.
En esos momentos, Florencio Sandiego no sabía que el mando franquista había dado la orden de soltar el agua de las presas de Camarasa y Tremp para provocar una crecida que arrastrara los puentes provisionales, y que frenara el avance republicano.
Un muro de contención hecho de agua. Una mole inquebrantable y arrasadora.
No sabía que esta riada estaba provocando cientos de bajas.
No sabía nada de eso.
Pero sí sabía que el agua estaba a punto de engullirlos en pocos segundos.
—El río está de su parte —dijo Cambero, con el terror en el rostro—. ¡Nos va a arrastrar!
Florencio no dijo nada. Instintivamente, agarró a Cambero con todas sus fuerzas y le arrojó al agua sin darle tiempo a más explicaciones. El remolino los engulló. Cambero tragó agua, no podía mantenerse a flote con la pierna maltrecha. Ahora estaban en peor situación. Podían morir ahogados.
Pero Florencio luchaba con el río, sin soltar a Cambero y tirando de él. Intentando salvarle, impidiendo que se hundiera. Con todas sus fuerzas. Cualquiera hubiera dicho que estaba dispuesto a hundirse con él.
Florencio siempre se había jactado de ser amigo de sus amigos. Y ahora, Cambero estaba comprobando que era cierto. Por eso le apreciaba. Porque era un hombre de principios. Tal vez por eso le incluyó en su libro. Por respeto.
Después de más de un minuto bajo el agua, consiguieron salir a la superficie. Los dos. Unidos como eslabones de una cadena. Entonces, respiraron. Sintieron que la fuerza de la vida volvía a sus pulmones y a su corazón.
Avanzaron a nado, a trompicones, y se agarraron a una enorme roca que había pocos metros antes de llegar a la orilla.
Y cuando todo parecía empezar a mejorar ligeramente, escucharon las primeras explosiones dentro del agua.
La crecida de agua venía acompañada de grandes troncos de árbol con cargas explosivas que detonaban por contacto. Troncos que bajaban a gran velocidad. Auténticos torpedos de madera. Torpedos ciegos. Y ellos estaban ahí, viendo cómo pasaban a su lado, esperando que no los tocaran.
Los franquistas habían echado varias docenas de troncos explosivos al río. Y era difícil evitarlos. Todo lo que estaba en el río podía ser un blanco y saltar por los aires. Nadie podía evitarlo.
Impulsados por el agua, eran armas poderosas.
Un tronco impactó con un puente y saltó por los aires. Las tablas saltaron por todas partes. Incluso hombres destrozados.
Otro tronco chocó con una barca y explotó. Los gritos. El pánico.
El agua lo arrastraba todo. Los troncos remataban lo que se había salvado de la crecida. No había manera de escapar. Florencio y Cambero temieron haber llegado al final de sus vidas. Estaban casi seguros de no salir de allí.
Estaban preparados para luchar contra fusiles y cañones, no contra un río.
El agua avanzaba sin que nada pudiera detenerla, levantando espuma y una gigantesca polvareda. El río desbordado por una inundación incontrolada.
La atmósfera vibraba con el ruido aterrador de la crecida y las explosiones.
Los franquistas habían hecho una jugada sorprendente que, de ninguna manera, los republicanos esperaban. Ni siquiera los servicios de información habían imaginado algo así. La sorpresa era, posiblemente, su mayor aliado.
En pocos instantes, hombres, carros, camiones y caballos que relinchaban desesperados desaparecieron en la corriente. Arrastrados, ahogados. Sin recibir ayuda.
Florencio agarró con fuerza a Cambero, que había perdido el conocimiento. Y se apoyó entre dos rocas del río, haciendo fuerza con los pies y la espalda, como si estuviera encajado.
Sin más, el agua cubrió a los dos hombres de un latigazo.
Mientras escuchaba las explosiones, Florencio vio dos metros de agua sobre él y pensó que había llegado su fin.