CAPÍTULO 7

CRUZANDO EL EBRO

25 DE JULIO DE 1938 - 00:15 HORAS

Era una noche oscura y calurosa.

Florencio Sandiego iba dentro de una barca, en cabeza de la ofensiva, con los nervios a flor de piel.

Rodeado de ingleses, franceses, belgas, holandeses, rusos, canadienses, y unos cuantos españoles.

La XIV Brigada Internacional, dirigida paradójicamente por un alemán, el comandante Hans Khale, fue la primera en cruzar el río.

Eran cuatro mil hombres.

La mayor parte de ellos, extranjeros. Acompañados de un puñado de veteranos españoles, entre los que se encontraba Florencio.

Pólvora.

Sudor.

Y humedad.

Mucha humedad.

Eran los primeros en cruzar el río Ebro.

Aunque desde luego, no los últimos.

Los que iban a comenzar la batalla.

Tenían el objetivo de llegar a la otra orilla, avanzar hacia Santa Bárbara para cortar el ferrocarril y la carretera, y después atrincherarse, para así impedir la marcha de los refuerzos nacionales.

Así dicho, sonaba sencillo.

La verdad es que era casi una misión suicida.

Si no conseguían ese resultado, al menos habrían distraído a las fuerzas enemigas y habrían ganado un tiempo precioso para que el grueso de las tropas republicanas acometiera la embestida principal en otros dos puntos del río. Eso les daría alguna oportunidad de éxito.

Sabían que muchos de ellos morirían bajo el fuego enemigo.

Lo que no sabían es que muchos morirían ahogados y sus cuerpos serían arrastrados por el agua del río.

En cada barcaza iban ocho hombres.

Florencio estaba agarrado a su viejo amigo Pau.

El miedo se mascaba en el ambiente. Miedo a morir y miedo a matar. Los hombres sentían hormigueos en el estómago que el alcohol no había podido apagar. Coñac o ron mezclado con pólvora. Para volver loco a cualquiera. Para embrutecerlos a todos. Era la única manera de hacerlos avanzar hacia un destino incierto.

Una vez reclutado Florencio, Pau se había presentado voluntario para acompañar al llamado Batallón de la Muerte. Allí tenía muchos viejos amigos. Si debía morir, al menos lo haría en buena compañía. Era lo único que podían esperar de aquella locura.

—No te iba a dejar solo en esta fiesta —dijo por toda respuesta, cuando Florencio le vio llegar al cuartel.

Así que allí estaban los dos. Dispuestos a todo. Deseando disparar antes de que los disparasen.

En esos momentos, remaban en silencio e intentaban no hacer ningún ruido. De ello dependía su vida.

Tenían que sorprender al enemigo.

El río Ebro era ancho y turbulento y, para no dejarse llevar por la corriente, había que hundir bien los remos… Sin hacer ruido…

A la izquierda de la barca, otras de diferentes tamaños los acompañaban. A la derecha, una de esas ligeras e inestables pasarelas estaba siendo cruzada por hombres que caminaban en fila debido a su estrechez.

El avance estaba en marcha.

El mando republicano había decidido penetrar en territorio ocupado por el ejército nacional. Miles de hombres estaban cruzando el Ebro en ese momento, subidos sobre cualquier cosa que pudiera flotar o cruzando por las pasarelas y puentes disponibles. Era un avance tan poderoso que parecía imparable.

Había llegado la hora de la reconquista. Después de numerosas victorias franquistas, iban a dar la vuelta a la guerra. Por fin había llegado el momento que tanto habían ansiado.

El cuartel de Franco había recibido esa tarde la alarmante noticia de la movilización del ejército republicano que se estaba produciendo cerca del Ebro.

—Que los hombres estén alerta —había dicho el general Yagüe—. No quiero sorpresas.

Sin embargo, no podían imaginar algo así.

Era algo totalmente inesperado.

Florencio dio gracias por cruzar el río en una barcaza. No se fiaba de esos puentes provisionales. No entendía su construcción. Estrechos, incómodos e inestables, así los veía. Demasiado frágiles.

No es que las embarcaciones fuesen mucho mejores, pero confiaba más en ellas. Si el enemigo empezaba a disparar, seguro que lo haría contra las pasarelas, que eran blancos fijos y visibles. Los puentes eran más fáciles de acertar que las embarcaciones. Eso suponía Florencio.

De momento no había escuchado un solo disparo. El silencio lo rompían los propios republicanos. Toses, carraspeos…, formas de expresar el miedo.

El sargento O’Brien, un escocés hosco que mezclaba palabras en inglés y español como si fuera lo más normal del mundo, estaba al mando en su barcaza.

—Españoles desgraciados —masculló entre dientes.

Y luego añadió:

—Everybody be quiet!

Aunque nadie decía nada en la barca excepto él mismo.

En la barcaza, además de los fusiles reglamentarios, transportaban dos morteros, una ametralladora y cajas de munición.

El servicio de información les había asegurado que el enemigo no esperaba su avance a medianoche. Las fuerzas franquistas estaban tan seguras de sí mismas que ni siquiera contemplaban esa posibilidad. Previsiblemente, podían avanzar con toda tranquilidad. Nadie se lo impediría. Ni siquiera su propio miedo.

Tardaron unos pocos minutos en alcanzar la otra orilla. Eso era seguro.

—¡Al suelo! —ordenó O’Brien cuando la pequeña barca se detuvo contra las hierbas—. ¡Ocultaos entre los arbustos! ¡Que no os vean!

Florencio era muy desconfiado. A pesar de que le habían asegurado que no pasaría nada, sabía muy bien que nadie podía prever lo que les esperaba aquella noche en la otra orilla. Habían llegado, ahora la cuestión era quedarse.

El enemigo ya había demostrado que entendía los juegos de la guerra y pocas veces le habían pillado desprevenido. Por eso iba ganando la guerra. Lo hacía de forma implacable e indestructible. Y con la ayuda de los alemanes y de los italianos.

Si había aprendido algo durante los dos últimos años, era que no luchaba contra un ejército desordenado. Al contrario, estaba muy bien organizado y gozaba de una gran disciplina. Por eso le resultaba difícil creer que no esperasen un ataque de esas dimensiones.

Asomó la cabeza para observar el terreno que se abría ante él, pero apenas pudo ver nada. La oscuridad de la noche lo envolvía todo. Imposible saber lo que había delante. Era como estar en un túnel. Lo desconocido los esperaba a unos pocos metros.

Fue entonces cuando escuchó el retumbar de un trueno lejano. Pero sabía muy bien lo que era.

«Un calibre 76», pensó. «Esto acaba de empezar».

—¡Adelante! —ordenó el sargento—. ¡Corred hasta aquel promontorio!

Todos se levantaron y empezaron a correr. Sin pensar, sin hacerse preguntas. Desesperadamente. Era la única manera de hacerlo.

Florencio vio un fulgor en la noche y escuchó el sonido de un máuser. Entonces, se estremeció. Todo fue tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de agacharse. Sólo le llegó un quejido a su espalda. Y el ruido sordo que produce un cuerpo cuando cae al suelo. El baile de la muerte estaba en marcha. ¿A quién le había tocado?

—¡Terry! —gritó, observando al hombre que se extendía a sus pies—. ¿Qué ocurre?

Terry era un belga de casi dos metros de altura.

En esos momentos yacía a sus pies, inerte. Con un boquete en el pecho. Sorprendido en plena noche.

Apenas le conocía desde hacía cuarenta y ocho horas, y no era el primer ni el último muerto que veía durante esa guerra, pero aun así sintió ganas de vomitar. Y de gritar. Y de salir corriendo. No de miedo, sino de desesperación. Florencio no era ningún cobarde, pero le repugnaba ver gente muerta. Y había visto mucha. Demasiada.

—¡Lo han matado! ¡Esos cabrones nos están esperando! —respondió Pau, disparando a su vez.

Florencio intentó mantener la calma. Pero le temblaban las manos y su corazón estaba a mil por hora. Eso, sin contar lo de las úlceras. Había bebido aquel maldito brebaje y ahora estaba pagando las consecuencias. Todo se complicaba.

El infierno acababa de desatarse.

El servicio de información se había equivocado por completo. Pero ahora ya no importaba. Ahora se trataba de seguir adelante, de sobrevivir. Eso era lo prioritario: sobrevivir.

Abrió su petaca, tomó un largo trago y montó su arma. También caló la bayoneta. Estaba seguro de que iba a encontrarse frente a frente con algunos enemigos. Y tomó otro trago.

—¡Fuego a discreción! —ordenó el sargento.

El olor a pólvora le llenó los pulmones mientras el alcohol le ardía en las entrañas. Había bebido más de la cuenta.

Entonces, se levantó y se dirigió directamente hacia el lugar del que procedían los minúsculos y mortíferos fogonazos. Cada chispazo era una papeleta que podía costarte la vida. Llevaba el fusil en posición de ataque, con la bayoneta por delante, buscando algo en lo que clavarse.

Las deflagraciones no paraban, las había por todos lados. Imposible concentrarse. La cabeza de Florencio era un tiovivo. Daba vueltas, veía luces, escuchaba sonidos extraños. Giraba y giraba.

El resto de los hombres que le acompañaban le siguieron. Estaban obligados a hacerlo. Sabían que los que se quedaban rezagados se exponían a recibir un tiro en la nuca. De sus propios oficiales. Sabían muy bien que, en la última fila, había un tipo con pistola dispuesto a eliminar a los cobardes y a los desertores. Si daban media vuelta, morirían de un tiro.

Explosiones de todo tipo. Cañonazos, ametralladoras, morteros, disparos…, muchos disparos… Ensordecedor. Enloquecedor. Era para perder la noción del tiempo y del espacio.

Sólo había un norte: el frente enemigo.

Parecían dirigirse hacia una muerte segura.

Pero para eso habían cruzado el río.

Para morir.

¿O no?