CAPÍTULO 53

CASA EN RUINAS

30 DE JULIO DE 1938 - 23:10 HORAS

El cabo señaló un punto en el valle, a unos mil ochocientos metros de su posición. A su lado, el capitán Estrada, de la XXXIII Brigada Republicana, observó aquello que le estaba señalando.

A pesar de la oscuridad, se podía distinguir a dos hombres corriendo campo a través.

Eran dos soldados regulares del Cuerpo del Ejército Marroquí.

Uno de ellos llevaba en brazos un cuerpo.

Y el otro tenía el rostro ensangrentado.

Corrían en dirección contraria a las llamas del fuego que se había originado en la ladera de la colina, en el campamento.

De hecho, parecían correr hacia ellos, hacia su posición.

—Disparen —dijo Estrada, sin titubear.

Inmediatamente después, el cabo dio órdenes para que los morteros disparasen a aquellos dos regulares.

Y los obuses comenzaron a caer sobre ellos dos.

Florencio y Rodrigo siguieron corriendo en zigzag, consiguiendo esquivar a duras penas el fuego de mortero republicano.

Sin rumbo fijo, Florencio llevaba a su hija aún inconsciente en brazos.

Rodrigo señaló a su padre una pequeña construcción a unos cien metros de donde ellos se encontraban.

—¡Allí!

Y los dos corrieron sin detenerse hacia una vieja casa medio derruida.

Entraron y se apoyaron en uno de los muros que se mantenía en pie.

El resplandor de las llamas iluminaba parcialmente el cielo.

La artillería seguía castigando la zona.

Y se podían escuchar gritos por todas partes.

Florencio depositó con cuidado a su hija en el suelo.

Elena tenía pulso.

Pero seguía inconsciente.

Rodrigo respiró hondo, se quitó la chaqueta y se la puso a Elena de almohada, de tal forma que apoyó su cabeza sobre ella.

No podían hacer mucho más.

Florencio fijó la mirada en un punto de la vieja construcción donde se habían escondido.

—Cadáveres —dijo lacónicamente, y señaló unos metros más allá.

Rodrigo se volvió y pudo ver a lo que se refería su padre.

Había varios hombres de uniforme muertos.

Eran de la 5.ª Tabor de Melilla. A su lado había varios mapas, y algunos sacos formando una pequeña trinchera. También había una mesa con mochilas y suministros de toda clase.

En algún momento de los últimos días, aquellos hombres habían formado un pequeño puesto de mando en aquel lugar.

Hasta que habían sido abatidos por el fuego enemigo.

Más víctimas de la guerra.

Florencio había visto tantos muertos en los últimos dos años que se había vuelto insensible.

Rodrigo se limpió el rostro y preguntó a su padre:

—¿Tú crees que vivirá?

Florencio miró a Elena, que parecía descansar y tenía cierta paz en el rostro.

—No lo sé —respondió—. Tal vez sólo está inconsciente y en cualquier momento despierte.

Rodrigo asintió.

—¿Cuál es el plan? —preguntó ahora.

Florencio tragó saliva.

Era una buena pregunta. Para la que no tenía respuesta.

—Sobrevivir —dijo.

Rodrigo asintió, comprendiendo.

Después se acercó al grupo de soldados muertos y agarró una cantimplora. Quitó el tapón con cautela y bebió.

Abrió una mochila y vio que en su interior había varias latas de conservas.

Sin pensarlo, abrió una al azar.

Era carne con tomate.

Metió la mano en el interior de la lata y se llevó la carne fría a la boca.

Masticó con ansiedad.

—No he comido desde ayer… —se disculpó.

Florencio vio a su hijo comiendo delante de él.

Y a su hija tumbada a su lado.

Y se alegró de haber cruzado aquellas tierras para llegar hasta ellos.

Levantó la vista al cielo.

Las estrellas en lo alto presagiaban un día caluroso.

En esos mismos momentos, en otros lugares no muy lejos de allí, otros hombres y mujeres estaban contemplando esas mismas estrellas.

En un hospital de campaña, a diez kilómetros de Gandesa, el teniente Campos se recuperaba de sus heridas con la mirada fija en el cielo. Pronto le mandarían de regreso a Barcelona y tendría que pasar varios meses postrado en una cama, una perspectiva que, bien pensada, no le desagradaba del todo.

Un poco más allá, cruzando el río Ebro, el capitán Miralles pensaba en su viejo amigo Florencio mientras se encendía un cigarrillo sin filtro. Echó un vistazo al cielo y pensó que tal vez en otra vida hombres como él y como Sandiego tendrían derecho a cuidar de su familia sin disparar un arma.

En el extremo opuesto, en Burgos, Gabino Monsanto miraba las estrellas desde la ventana de su dormitorio lamentándose en lo más hondo de la situación a la que había llegado, preguntándose qué había hecho mal. Su mujer Dolores le llamó, volvió a la cama y se agarró a ella con fuerza.

En el piso de abajo, en la misma casa, Mariana salió al patio a tomar el aire. No podía dormir. Al ver aquel cielo veraniego brillando con fuerza, tuvo un pequeño instante de aliento, soñando que a lo mejor aún había esperanza para ella y para su familia, y rezó con fuerza mientras permanecía con la mirada clavada en las estrellas.

A las afueras de Burgos, el teniente coronel Mueller dejó a un lado el mapa del frente que había estado estudiando las últimas horas, y se asomó a un pequeño balcón del cuartel. Contemplando el cielo, supo con certeza que sus crímenes no tenían vuelta atrás y que lo único que podía hacer era cumplir con su deber.

En un punto perdido entre Caspe y Gandesa, un vehículo todoterreno avanzaba por un camino de arena. Sentada en el asiento del copiloto, Sofía Palacios miró al cielo y dio gracias de haber encontrado a ese hombre que iba al volante, ese viejo mercenario que la estaba llevando por dinero, o por afecto, por amistad a su padre o por lo que fuera, un poco más cerca de Rodrigo.

Muy cerca de donde se encontraba Florencio, apenas a unos cientos de metros, trece milicianas encadenadas y temblorosas corrían campo a través bajo las estrellas hacia las posiciones republicanas, soñando con huir al fin de sus captores. Sin imaginar que, aun consiguiendo su propósito, en los siguientes meses seguirían sufriendo todo tipo de desgracias a causa de aquella guerra cruel e interminable que les había tocado vivir en su juventud.

Y subido a una loma, Durán, el Comandante, alias «el Carnicero», contempló las baterías enemigas que habían destrozado su famoso batallón y que seguían castigando la zona. Levantó la mirada al cielo, y se prometió que aquello no quedaría así.

Florencio Sandiego y su hijo Rodrigo se quedaron dormidos con la vista puesta en esas estrellas que compartían en ese mismo instante con otros hombres y mujeres no muy lejos de allí, amigos y enemigos, que se habían entrelazado de forma unívoca a su destino.