CAPÍTULO 10

EBRO: ORILLA NACIONAL

25 DE JULIO DE 1938 - 05:25

Estaba enterrado en barro hasta las cejas.

Vio a los aviones aparecer y agachó la cabeza.

Las bombas empezaron a caer de nuevo.

Desde su posición, parecían aviones alemanes Junker y Heikel.

Aunque Florencio no podía estar seguro.

El estrépito de las bombas a pocos metros era atronador. El suelo temblaba a cada impacto.

El alba se rompía en pedazos. Aquello era el infierno. Una imparable lluvia de bombas. Susto tras susto.

Un puente saltó por los aires con todos los combatientes que en esos instantes lo estaban cruzando. Una masacre. Una locura.

Apareció otra docena de aviones y el bombardeo sobre el río y sobre sus posiciones continuó. Más explosiones.

Sabían que la respuesta de las tropas nacionales iba a ser contundente. Pero Florencio no imaginaba que el castigo aéreo tendría esas proporciones. Empezaba a sentir lo que habían sufrido en Guernika… y en Madrid… Bombardeos implacables… Y ahora los tenía sobre su cabeza. Lanzando bombas de gran poder destructivo, buscando acabar con todas las vidas posibles.

Según sus cálculos, casi un centenar de aviones alemanes e italianos llevaban dos horas masacrando a los soldados republicanos. Y seguirían haciéndolo mientras pudieran. Lo único que podía impedírselo tal vez era la aviación republicana, pero no había señales de ella. Era como si se hubiese esfumado. O como si no existiese. Invisible.

Él estaba en la orilla del río, tan sólo a treinta metros de la barcaza en la que habían cruzado. Y no podía moverse. Cada vez que una bomba estallaba, su cuerpo acusaba el impacto y temblaba. Temía moverse. Temía que alguna le cayera encima y le hiciera pedazos. De una bala te podías librar, pero de una bomba…

Lo peor era el efecto que no se veía. El de la mente. El que te metía el terror en el cuerpo. Sólo de imaginar cómo quedarías si te cayese encima una de esas bombas. Desmembrado, mutilado.

Florencio estaba literalmente enterrado en barro. Se suponía que a esas horas debería haber hecho más de cinco kilómetros, boicoteado las comunicaciones por ferrocarril y carretera del enemigo, haber apoyado con fuego de mortero la ofensiva, y haber establecido un puesto fijo con una ametralladora.

En lugar de eso, había avanzado treinta metros escasos.

Eso era todo.

Él no era un cobarde.

Pero tampoco un héroe.

Era un hombre normal, y eso no lo entendía todo el mundo.

Un día, al poco de comenzar la guerra, tuvo un enfrentamiento con un superior que le había recriminado su escaso entusiasmo.

Florencio, simplemente, le había contestado:

—Mostrar entusiasmo por una guerra es de ignorantes, o lo que es peor, de estúpidos.

Semejante afirmación le costó una semana de calabozo y una sanción por socavar la moral de la República.

A pesar de eso, él nunca había rehusado la lucha.

Ahora simplemente estaba tirado en la orilla de un río. Cubierto de barro. Agarrado a su bayoneta. Y sin ninguna intención de moverse.

Al menos, de momento.

Estaba listo para disparar, pero no tenía contra quién hacerlo. No había enemigos visibles. Y eso le enfadaba. Le estaban tiroteando, le lanzaban bombas y no podía devolver el fuego. ¿Cómo podía luchar contra un enemigo invisible?

Los nervios y la frustración le estaban carcomiendo. Nunca había vivido una situación semejante.

Esa noche no había nada contra lo que disparar. Sólo podía hacerlo contra los fogonazos, pero eso no serviría de nada. En todo caso, para delatar su posición, o para malgastar munición. Así que estaba de muy mal humor. Mala cosa para las úlceras. Peor que el coñac y la pólvora. El mal humor es lo peor de todo.

No tenía ni idea de qué habría sido del sargento O’Brien, ni de su camarada Pau, los había perdido de vista varias horas atrás.

Estaba solo.

—Pssssssssssssssssh…

Alguien le estaba chistando.

Florencio levantó la vista y buscó en la oscuridad.

Había varios cuerpos inertes alrededor de él, pero ninguno parecía moverse. Había visto caer a muchos brigadistas esa noche.

—Psssssssssssssssssssssh… ¡Eh, tú! —insistió la voz.

Florencio buscó el origen de la voz sin moverse ni un milímetro. No quería exponerse. Podía ser una trampa. En el frente no te puedes fiar de nada. Ni de ti mismo. Por eso no se movió.

—¿Estás herido? —volvió a insistir la voz, que ahora le resultó familiar.

Dos cadáveres a la derecha, vio por fin a alguien que se movía, arrastrándose por el suelo. Tenía el rostro cubierto de barro y sangre, así que al principio no le reconoció. Pero era de los suyos. Por lo menos estaba vivo. Y eso ya era algo. Entre tantos muertos, un soplo de vida es un triunfo.

—Paz, piedad y perdón, camarada —musitó el hombre.

Y ahora sí le reconoció.

—¿Qué tal, comisario? —preguntó Florencio.

Era Francisco Cambero. El comisario político. El escritor. Posiblemente uno de los republicanos más convencidos de la causa. Era el testarudo de Cambero.

—Camarada Sandiego —dijo—, ¿estás herido?

—No lo sé —respondió—, creo que no. Espero que no.

Cambero se movió con dificultad.

—¿Qué haces por aquí, comisario? Creía que los tuyos no estaban nunca en primera línea —dijo Florencio—. ¿Por qué no te has quedado atrás?

—Me han dado —dijo—. Me han reventado la pierna.

Florencio se arrastró por el barro y se acercó a él.

—Es metralla —explicó Cambero.

Efectivamente, Cambero tenía una larga y profunda herida en su pierna izquierda. No tenía muy buena pinta. Estaba hecha un asco.

Florencio recordó la imagen del comisario, seguro de sí mismo, al salir de la taberna, aquel día en Barcelona. Meneó la cabeza y dijo:

—Perdona que insista, pero ¿qué hace un comisario político cruzando el río con las primeras unidades de vanguardia?

Cambero pareció dudar.

—No quería perderme el espectáculo. Soy un héroe, lo digo en mi libro.

—¿No estarás buscando información para escribir otra de tus batallitas, verdad?

—Sólo quería participar, es un momento histórico, camarada.

—Parece que tu pierna no está tan entusiasmada —respondió Florencio.

—¿Es grave? —preguntó, temeroso.

Florencio volvió a mirar la herida, que prácticamente le cubría toda la pierna.

—Sí —respondió—. Tiene muy mala pinta.

—No hace falta que mientas.

—No se me da bien mentir. Estás bien fastidiado, camarada.

Mientras los dos hombres hablaban, las bombas seguían cayendo, y se oían disparos y quejidos por todas partes. Los soldados intentaban aguantar bajo el fuego enemigo. Parecía que era imposible salir de ahí vivos. Demasiado plomo por todas partes. Y metralla. Y dolor.

Florencio estaba al borde de la exasperación. Los pulmones llenos de humo, la sangre circulando a toda velocidad por las venas y un irrefrenable deseo de que todo acabara. De cerrar los ojos y despertar en otro mundo.

Pero la realidad era tozuda. Ahí estaba.

—¿Qué hacemos? —preguntó Cambero.

—Si no te atiende enseguida un médico, la cosa se pondrá fea.

Cambero se rió.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Florencio.

—Nos están bombardeando, nos están friendo las ametralladoras, nos están disparando los francotiradores, estamos hundidos en el barro, no puedo moverme… y tú dices que la cosa se pondrá fea.

Florencio Sandiego sonrió.

—Se acabó la juerga —dijo Florencio—. ¡Vamos!

Se incorporó como pudo, agarró a Cambero y se lo echó encima.

—¿Adónde vamos?

—A dar un romántico paseo en barca —respondió Florencio.

—¿Por qué haces esto?

—Por el libro. Por ese condenado libro que publicaste hace dos años y que inmortalizó a mi familia.

—Apenas se vendió.

—Ya lo sé. Pero era la primera vez que mi mujer y mis hijos salíamos en un libro. Y eso hay que agradecértelo. Así que cállate, que vas a despertar a todo el mundo.