CAPÍTULO 8

BATALLÓN ANTIFASCISTA DE BARCELONA

25 DE JULIO DE 1938 - 03:35 HORAS

A las tres y treinta y cinco minutos de la madrugada, Elena Sandiego abrió los ojos.

Estaba sudando.

Había tenido una pesadilla: su padre Florencio y su hermano Rodrigo peleaban a muerte.

No era algo imposible.

Su padre había sido enviado de nuevo al frente. Se había despedido de ella cuatro días atrás. Quizá no volverían a verse. Eran tiempo peligrosos. El valor de la vida humana era muy bajo. Cualquiera podía morir en cualquier momento. Nadie sabía cuándo le podía tocar.

Y su hermano…

Ignoraba dónde estaba.

Las comunicaciones con la zona nacional no eran muy buenas.

La última carta de Rodrigo era de hacía casi dos meses. Al parecer, estaba en el frente de Valencia.

En la carta, le contaba sus avances, sus progresos como militar. Y le prometía que, cuando ganaran la guerra, él la cuidaría. También le hablaba de esa chica, Sofía. Aquella vendedora de libros que había conocido en Madrid, y que al parecer seguía ocupando su cabeza. Un romance que duraba exactamente lo mismo que esta guerra. Ironías del destino. Te enamoras y el mismo día empieza una guerra. Una guerra civil, la peor de todas.

Rodrigo siempre había tenido alguna chica a su alrededor, pero estaba claro que Sofía era distinta, la manera en la que se refería a ella, la forma de mencionarla, estaba claro que le había robado el corazón desde el primer momento. A Elena le había contado varias veces sus planes de casarse con ella.

Al leer aquella carta, sintió su corazón dividido.

Ella quería que la República ganara la guerra.

En su opinión, era lo justo.

Era el gobierno que había elegido democráticamente el pueblo.

Pero, por supuesto, quería que a su hermano no le ocurriese nada.

Su hermano estaba en el bando contrario y eso ya no se podía evitar. Desde que Francisco Cambero había publicado el libro, todo el mundo sabía que la familia Sandiego estaba dividida. Una parte en un bando y la otra en el otro. Una familia partida por la mitad. La madre muerta, el padre luchando con los republicanos, la hermana alistada, y el hermano… El hermano luchando con los falangistas… Difícil de entender. ¿Cómo podía un hijo estar en el bando contrario al de su padre y su hermana?

Si ella tuviera que elegir entre su familia o la República, no sabría qué hacer.

Por suerte, no tenía que elegir.

Al menos, no en ese momento.

Y quizá ese momento no llegaría nunca. Por suerte para ella.

Elena escuchó murmullos al otro lado de la habitación.

Su compañera de cuarto hablaba con alguien.

—¿Tina? —preguntó Elena en la oscuridad.

Los murmullos cesaron.

—¿Con quién hablas? —insistió Elena.

Elena vivía desde hacía meses en un edificio del Batallón Antifascista de Mujeres Republicanas de Barcelona, en la calle Orense.

Era un edificio humilde, con ciento ochenta y tres habitaciones, y un comedor comunitario en la planta baja. Allí pasaba la mayor parte de su tiempo.

Disponía de todo el tiempo del mundo para ella. Al contrario que sus amigas, ni tenía novio ni quería tenerlo. Antes de unirse a alguno, debía aclarar sus ideas. La complicada historia de sus padres era un jeroglífico para ella. ¿Cómo te puedes enamorar de alguien que tiene ideas diferentes a las tuyas y abandonar a los que te han enseñado todo lo que sabes? Era una pregunta para la que no tenía respuesta. Y no dejaba de hacérsela.

Su compañera de cuarto, Tina Fez, era de Ceuta.

Y confiaba en ella ciegamente.

Tina encendió un candil.

Elena pudo ver que, junto a ella, había otra chica.

Tina sonrió.

—No queríamos despertarte —dijo, con un brillo en los ojos.

—¿Qué sucede? —preguntó Elena.

—Las tropas republicanas están cruzando el río Ebro —dijo Tina muy seria—. Un ataque en toda regla.

La otra chica que estaba a su lado asintió. Un sentimiento de patriotismo las invadió. Por fin, la República reaccionaba.

Elena sintió que el pulso se le aceleraba.

—¿Estás segura? ¿No es un rumor?

—Nos lo ha contado el teniente de comunicaciones del Cuartel General —añadió Tina—. No hay dudas. La cosa es seria. Ya era hora.

—Es mi hermano —dijo la chica morena de pelo rizado que a Elena le sonaba vagamente, aunque no recordaba su nombre—. Por eso me lo ha dicho.

Elena se acercó a ellas y se fundieron en un abrazo.

Llevaban muchos meses recibiendo malas noticias, cada día llegaban más y más comunicaciones de las derrotas republicanas. Estaban hartas de tanta pasividad. Para ellas aguantar no era la mejor manera de ganar.

Aquello podía cambiar el curso de la guerra.

El ejército republicano estaba cruzando el río Ebro.

Se trataba de una ofensiva sin precedentes.

Un extraordinario acto de valor. Por fin, después de tantos titubeos, los mandos habían reaccionado. ¡Por fin!

¡Llevaban mucho tiempo esperando algo así!

Y ahora, estaban viviendo ese momento tan deseado. El momento de tomar las armas para defender la libertad.

Entonces Elena pensó en su padre por un instante. Había sido enviado junto a las Brigadas Internacionales al frente. Su padre siempre estaba en primera fila. Siempre renegaba de la guerra, pero no perdía una sola ocasión de luchar. Tenía una especie de imán para las situaciones más peligrosas. Estaba segura de que estaría metido en la ofensiva.

—¿Se sabe qué división está involucrada?

Tina y la otra chica negaron.

Elena, decidida, dijo:

—Tenemos que participar. No podemos quedarnos aquí. Somos soldados.

Tina ya sabía por dónde iba.

Elena siempre quería estar en primera línea. Como su padre. Igual que su madre. ¡A luchar, a luchar!, le gritaba su corazón.

Quería que la trataran igual que a un hombre. Quería demostrar que tenía agallas y que era capaz de superar el miedo. Quería defender desde la primera fila la República, a la que amaba por encima de muchas cosas. Para ella, la República representaba lo mejor de la vida. Por muy caótica que fuese. Y daría su vida por ella si era necesario. Su madre también había dado su vida por lo que creía. Y ella no podía ser menos.

Para eso habían luchado las mujeres como ella, para conseguir una verdadera igualdad.

—Si es la batalla que decidirá la guerra, no podemos quedarnos al margen —dijo muy segura Elena—. ¡Tenemos que ir! ¡Es necesario!

—No nos van a mandar al frente —replicó la chica morena—. Olvídalo.

Elena la miró fijamente:

—¿Cómo te llamas?

—Andrea Somoza.

—Verás, Andrea —dijo Elena con voz decidida—, no voy a quedarme cosiendo uniformes mientras los hombres hacen la guerra. Las camaradas mujeres tenemos tanto derecho a luchar por nuestras ideas como los hombres.

Las tres se quedaron calladas.

Ninguna quería morir. Pero desde luego ninguna quería quedarse cosiendo.

Si tuvieran que elegir entre una de esas dos cosas, preferían arriesgar sus vidas. Lo tenían muy pensado. Al fin y al cabo, para eso se habían alistado. Y ahora llegaba la ocasión.

Aunque Andrea tenía razón en una cosa: no las iban a mandar al frente.

Al menos, no a luchar.

Y eso la desesperaba.