ESCENAS DE LOCURA Y SENSATEZ

Lo más agradable sería sentarse al atardecer en la terraza ante una mesa iluminada y, mientras se escucha el rumor del mar que llega desde todas partes, leer a Heródoto. Pero esto precisamente resulta muy difícil porque basta con encender la lámpara para que la oscuridad se anime de inmediato con enjambres de insectos que, formando enmarañadas nubes, se abalanzan sobre la luz. Los especímenes más excitados y fisgones, al detectar una fuente de luz se lanzan a ciegas en su dirección, embisten violentamente con la cabeza la incandescente bombilla y, fulminados, se deslizan al suelo sin vida. Otros, apenas medio despiertos, dan alrededor de ella vueltas más prudentes pero infinitas, pululando incansablemente, como si la luz los cargase de una energía inagotable. En auténtica pesadilla se convierten unas mosquitas diminutas, que son tan temerarias y rabiosas que desprecian olímpicamente todo acto de ahuyentarlas y matarlas: apenas mueren unas cuando otro enjambre espera impaciente para lanzarse al ataque. Y el mismo fervor lo muestran también los demás bichos, escarabajos y otros insectos malévolos y fastidiosos cuyos nombres desconozco. El peor obstáculo para el lector lo constituyen, sin embargo, unas mariposas nocturnas a las que por lo visto inquieta e irrita algo que divisan en las pupilas humanas porque intentan posarse sobre los ojos y hacen todo lo posible por taparlos, pegarlos con sus carnosas alas gris oscuro.

De vez en cuando acude en mi auxilio Abdou. Trae consigo un brasero viejo sobre cuyas ascuas incandescentes vacía el contenido de una bolsa que encierra una mezcla de trozos de resina, raíces, cortezas y bayas, tras lo cual sopla con toda la fuerza de sus poderosos pulmones al crepitante fuego. El aire se impregna de un olor fuerte, pesado y sofocante. Como cumpliendo una orden imperiosa, la mayoría de la hermandad entomológica huye despavorida, mientras que aquellos de sus miembros que no se han percatado del peligro a tiempo y se han quedado, aturdidos, se arrastran todavía durante un rato sobre mí y sobre la mesa para, finalmente, de pronto paralizados y petrificados, desplomarse sobre el suelo.

Abdou se marcha todo contento y yo, tranquilo durante un rato, puedo disfrutar de la lectura. Heródoto poco a poco se acerca al fin de su obra, que cierran cuatro escenas:

La primera, bélica (la decisiva batalla de Mícala):

El mismo día en que los espartanos derrotaron en Platea al ejército persa, cuyos restos emprendieron la retirada a su país, en la otra orilla del Egeo, la oriental, la flota griega destrozó, en Mícala, otra parte de aquél, terminando así aquella guerra con Persia (o sea, Asia), victoriosa para Grecia (o sea, Europa). La batalla de Mícala no duró mucho. Los dos ejércitos ya aparecían uno frente al otro cuando una vez formados los griegos en sus filas, partieron sin dilación hacia los bárbaros. Mientras se lanzaban al ataque, les llegó inesperadamente la noticia de la derrota que sus hermanos habían infligido a los persas en Platea.

Heródoto no explica cómo la recibieron. El asunto encierra bastante misterio, pues es grande la distancia que separa Platea de Mícala: por lo menos varios días de navegación. Hay quien opina hoy que tal vez los vencedores transmitieron la buena nueva por medio de una cadena de hogueras encendidas de isla en isla; quien desde lejos veía una en la isla vecina, enseguida encendía la suya para que alguien de la isla siguiente pudiese verla y a su vez volver a repetir el mensaje con la luz de las llamas. Lo cierto es que llegada la fausta nueva, los griegos iban al combate con nuevos ánimos y mayor brío. La lucha es encarnizada, la resistencia de los persas furibunda, pero finalmente son los griegos los que se alzan con la victoria. Luego que los griegos hubieron acabado con casi todos aquellos bárbaros, muertos unos en la batalla y otros en la fuga, trasladaron a la playa los despojos, entre los cuales no dejaron de hallar bastantes tesoros, y luego pegaron fuego a las naves, juntamente con las trincheras…

Segunda escena, amorosa (una love story y el infierno de los celos):

Al mismo tiempo que las tropas persas se desangran y perecen en Platea y en Mícala, y los supervivientes —perseguidos y asesinados por los griegos— intentan alcanzar la ciudad de Sardes, el rey Jerjes, que en ella se ha refugiado, ajeno a toda reflexión en torno a la guerra, a la despavorida huida de Atenas y a la derrota total y absoluta de su imperio, se entrega a sofisticados y arriesgados juegos amorosos. Para este comportamiento, la psicología ha acuñado el término de represión: alguien que ha sufrido una amarga experiencia reprime, borrándolos de su pensamiento y su memoria, los recuerdos perturbadores para, así, recuperar la tranquilidad y el equilibrio emocional perdidos. A todas luces, también la mente de Jerjes debe de haber pasado por un proceso semejante. En un año, ufano y poderoso, conduce contra Grecia al ejército más grande del mundo para, al año siguiente, una vez derrotado, olvidarse de todo. Lo único que le interesa y le atrae a partir de entonces no son sino las mujeres.

Justo después de huir de Grecia y refugiarse en Sardes, Jerjes se enamoró de la esposa de su hermano Masistes, la cual en aquella sazón se hallaba asimismo en Sardes. Viendo, sin embargo, que buenamente no la seduciría… casó a su hijo Darío con una princesa hija de Masistes y de la citada dama, creyendo que así le sería más fácil conquistar a la madre. De manera que, al principio, el rey no tiene los ojos puestos en una jovencita (llamada Artaínta) sino en su madre, que a la vez es cuñada de él mismo y que, en Sardes, se le antoja más atractiva que la hija.

El gusto de Jerjes cambiará, sin embargo, cuando abandone Sardes para regresar a la capital de su imperio, Susa, donde se levanta un imponente palacio real. Una vez instalado en él, mudó de objeto el amor, y en vez de la madre empezó Jerjes a requebrar a la hija, dejando de querer a la esposa de Masistes para querer sobrado a la de Darío.

Andando el tiempo, sin embargo, vino por fin a descubrirse el asunto: Amastris, la esposa de Jerjes, quiso regalarle un manto real que había ella misma tejido de varios colores, pieza magnífica y digna de verse. Ufano Jerjes con su nuevo manto, se presenta vestido con él a su Artaínta. Y complacido con el proceder de la muchacha, le dice que le pida la merced que quisiera en pago a los favores que le ha otorgado…

La nuera, sin pensárselo dos veces, dice: el manto. Alarmado, Jerjes intenta disuadirla de este capricho por una razón muy sencilla: teme que de este modo Amastris se reafirmará en sus sospechas respecto a las andanzas de su marido. Ofrece, pues, a la muchacha ciudades enteras, montes de oro e incluso el ejército, del cual sería ella su único mando. Pero la niña mimada se mantiene en sus trece: que no y que no, que no aceptará otra cosa, que quiere el manto y punto.

Y el soberano de un gran imperio, dueño de la vida y la muerte de millones de personas, se ve obligado a ceder. Jerjes acabó dándole el manto, y Artaínta, sumamente alegre y engreída con aquella gala, se la puso luego, haciendo ostentación de ella.

Llega a oídos de Amastris que su manto paraba en poder de otra, pero no le guarda rencor. Persuadida de que la culpa estaba en la madre, instigadora de lo que hacía la hija, deseosa de vengarse, comienza a maquinar la muerte de la esposa de Masistes. A este fin espera a que llegue el solemne día en que el rey, su marido, debía dar un convite regio, que una vez al año acostumbraba a celebrarse en el día de cumpleaños del monarca, día en que éste se unge la cabeza y hace regalos a los persas… Llegado, pues, el día de cumpleaños, pidió Amastris a Jerjes que le regalase a la mujer de Masistes. Llevó Jerjes a mal esta petición, parte por ver que se le pedía la mujer de su mismo hermano, parte por saber cuán inocente estaba ella en aquel asunto, intuyendo el motivo del resentimiento por el cual Amastris se la pedía.

No obstante todo esto, vencido al fin de las instancias de la reina y como forzado por la costumbre, que no permitía negar gracia alguna que al rey se pidiera en aquel regio aniversario, le concede la merced, bien que muy a pesar suyo, y entregándole la citada mujer, le dice que obrare con ella como gustara. Llama después a su hermano y le habla en estos términos: «Masistes, bien sé que eres un hombre de bien, lo que mueve a ordenarte que despidas de tu compañía a esa mujer que ahora tienes, y tomes a una hija mía por esposa. Tu matrimonio no es de mi agrado».

Masistes se queda atónito y dice: «Pero, señor, ¿qué significa esa pretensión vuestra tan fuera de razón? ¿Cómo así, señor, me mandáis repudiar a mi esposa, que es de mi completo agrado y de quien tengo hijos e hijas ya crecidos? ¿En verdad queréis que, echada de mi lecho, me case yo con una hija vuestra?… Dejadme seguir viviendo con mi actual consorte».

A lo que Jerjes, enfurecido, replica:

«¿Sabes lo que has logrado con tu resistencia, Masistes? Ni yo te daré por esposa a mi hija, ni tú serás por más tiempo marido de esa tu mujer, para que aprendas a agradecer los favores que hacerte quiera tu soberano». Al oír Masistes la amenaza, salió luego no diciendo más palabras que éstas: «Señor, ¡todavía no habéis acabado conmigo!».

Amastris, en el intervalo en que hablaba Jerjes con su hermano, habiendo llamado a los alabarderos del rey, hace en la mujer de Masistes la más horrorosa carnicería. Córtale los pechos, y manda arrojarlos a los perros; córtale después la nariz, luego las orejas y los labios; la lengua también se la saca y corta, y así desfigurada, la manda a su casa.

¿Y Amastris? Una vez dueña de su cuñada, ¿le dice algo? Mientras le corta los pechos trabajosa y lentamente (aún no se conocía el acero afilado), ¿la cubre de improperios? ¿La amenaza con la mano en la que blande el cuchillo ensangrentado? ¿O sólo jadea y bufa, llena de odio? ¿Qué comportamiento tuvieron los guardias reales que debían sujetar fuerte a una víctima que seguro que gritaba de dolor, intentando librarse con violentas sacudidas del cuerpo? ¿Contemplaban sus senos? ¿Permanecían en silencio, aterrorizados? ¿Se regocijaban por lo bajo? ¿Y si la cuñada se desmayaba mientras le cortaban la cara y a cada momento debían reanimarla con agua? ¿Y los ojos? ¿Le sacaría la reina los ojos? Heródoto no dice nada al respecto. ¿Se le habrá olvidado? ¿O se le olvidaría a la reina?

Masistes, que nada sabía de esto todavía y que por momentos temía algún desastre fatal en su misma persona, fue a su casa corriendo. Al ver completamente desfigurada a su mujer (que, con la lengua arrancada, no podía hablar; de todos modos, tampoco sabemos si estaba consciente) llama al punto a sus hijos y, de común acuerdo, parte luego con ellos para Bactria (una extensa provincia persa a orillas del Amu Daria), con ánimo resuelto de sublevar aquella provincia y de hacer al rey cuanto daño pudiera. Lo que según me persuado hubiera sin falta sucedido, si hubiese llegado a juntarse con los bactrios y los sacas, de los que era gobernador y que lo apreciaban muy de veras. Pero prevenido Jerjes de los designios de Masistes, despachó un cuerpo de sus soldados, los cuales alcanzándole en el camino, acabaron con él, con sus hijos y con las tropas que consigo llevaba. Basta lo dicho sobre los amoríos de Jerjes y la muerte de Masistes.

Todo esto ocurre en las cumbres del poder imperial. En las cumbres, o sea, en el lugar más peligroso, allí donde la sangre se derrama a cada momento. El rey se acuesta con su nuera y la enfurecida reina destroza a su inocente cuñada. La víctima, con la lengua cortada, ni siquiera podrá luego quejarse. El bien será castigado, derrotado: Masistes, un hombre bueno, será asesinado por orden de su hermano, lo mismo que sus hijos; su mujer será desfigurada de la manera más espantosa. Finalmente, años más tarde, morirá apuñalado el propio Jerjes. ¿Y la reina? ¿Moriría en venganza a manos de las hijas de Masistes? Al fin y al cabo, la ruleta del crimen y castigo no había dejado de dar vueltas. ¿Habría leído Shakespeare a Heródoto? No cabe duda de que nuestro griego había descrito el mundo de las pasiones más desenfrenadas y de los crímenes regios dos milenios antes de que lo hiciese el autor de Hamlet y de Enrique VIII.

Tercera escena, de venganza (por crucifixión):

En Sesto y la región adyacente, gobierna entonces un sátrapa nombrado por Jerjes, llamado Artaíctes, un hombre audaz, malvado y ruin, quien con dolo y artificio había engañado al mismo rey, al tiempo que iba contra Atenas. Heródoto lo acusa de haber robado a manos llenas oro, plata y todo tipo de objetos preciosos, así como de mantener relaciones con mujeres en recintos sagrados.

Veamos: los griegos, en su persecución de lo que quedaba del ejército persa —y queriendo destruir los puentes sobre el Helesponto por los que las tropas de Jerjes habían entrado en Grecia—, llegaron a Sesto, la ciudad mejor fortificada de cuantas tenían los persas en el lado europeo, y empezaron a sitiarla. Sin embargo, tardarían mucho tiempo en tomarla. El asedio se prolongaba tanto que los soldados griegos ya querían volver a casa, pero se lo impedían sus comandantes. Mientras, en Sesto empiezan a faltar los víveres y el hambre está diezmando a los sitiados. Hallábanse tan acosados del hambre, que habían ya llegado al extremo de cocer para su alimento las correas de sus camillas, pero como poco después aun este sustento les faltase, los persas, con Artaíctes, aprovechándose de las tinieblas de la noche, salieron ocultamente de la ciudad, descolgándose por las espaldas de la fortaleza, que era el puesto menos guardado.

Los griegos se lanzaron en su persecución. Artaíctes con los suyos… fue alcanzado y, después de un buen rato de resistencia, en que algunos de sus compañeros murieron, fue con los otros hecho prisionero, y con él un hijo. Encadenados, los griegos los condujeron a Sesto.

Llevando, pues, a Artaíctes desde la cárcel a la misma orilla del mar donde Jerjes había construido su famoso puente, o como dicen otros, subiéndole a un cerro que cae sobre la ciudad de Madito, lo clavaron allí en una tabla de modo que su cuerpo de ella pendía, habiendo hecho morir lapidado al hijo ante los ojos del mismo Artaíctes.

Heródoto no nos dice si el crucificado padre todavía está con vida cuando las pedradas destrozan la cabeza de su hijo. ¿Se debe tomar la expresión «ante sus ojos» al pie de la letra o considerarla una metáfora? Quizá Heródoto se abstuviera de preguntar a los testigos por este detalle tan atroz y escabroso. O tal vez, quién sabe, los propios testigos no supieran decirle nada al respecto porque conocían la historia por boca de otros.

Cuarta escena, retrospectiva (¿vale la pena buscar un país mejor?):

Heródoto recuerda que el crucificado Artaíctes había tenido un antepasado que atendía al nombre de Artembares y que era el mismo que, tiempo atrás, una vez recabados los apoyos de sus compatriotas, expuso al monarca de la época, Ciro el Grande, su propuesta, la cual planteó en estos términos: «Ya que Zeus da a los persas el imperio, y a ti, ¡oh, Ciro!, te concede particularmente el mando sobre todos los hombres, ¿qué hacemos nosotros que no salimos de nuestro reducido y abrupto país para trasladarnos a uno mejor?… ¿Qué ocasión lograremos más oportuna para hacerlo que la que tenemos al presente, cuando nos hallamos mandando a tantas naciones y al Asia toda?».

Ciro, habiendo escuchado el discurso, sin mostrar que extrañaba el proyecto, aconsejó a los persas que lo hicieran muy en hora buena, pero les avisó al mismo tiempo que se dispusiesen a no mandar más, sino a ser por otros mandados; que efecto natural de un clima delicioso era el criar a los hombres delicados, no hallándose en el mundo tierra alguna que produzca al mismo tiempo frutos regalados y valientes guerreros. Adoptaron luego los persas la opinión de Ciro y desistieron de sus intentos, prefiriendo vivir mandando en un país áspero que cultivar fértiles llanuras siendo esclavos de otros.

Leída esta última frase, dejé el libro de Heródoto sobre la mesa. Los brujescos sahumerios de Abdou hacía tiempo que habían dejado de surtir efecto: de nuevo pululaban por todas partes enjambres de moscas, mosquitos y polillas. Se mostraban todavía más inquietos y molestos que antes. Me rendí y me refugié en la habitación.

A la mañana siguiente me dirigí a correos para enviar un despacho de prensa a Varsovia. En la ventanilla me esperaba un telegrama. Mi jefe, el bueno y protector Michal Hofman, me pedía que regresase a Varsovia —siempre y cuando en África no sucediera algo extraordinario— para hablar de algunos asuntos. Pasé en Dakar unos días más y luego me despedí de Mariem y de Abdou, di un último paseo por las angostas y tortuosas callejuelas de Gorée y tomé un avión rumbo a casa.