EL TIEMPO DESAPARECE

Esto ya no era Addis Abeba sino Dar es Salam, ciudad situada en un golfo esculpido como un semicírculo tan perfecto que podía ser uno de los cientos de golfos que hay en Grecia, suaves y regulares, trasplantado allí, a la costa este de África. El mar siempre estaba tranquilo; unas olas finas y lánguidas, chapoteando rítmica y silenciosamente, desaparecían sin dejar rastro en la cálida arena de la orilla.

En esta ciudad, cuya población no superaba los doscientos mil habitantes, confluía y se mezclaba la mitad del mundo. Ya su solo nombre de Dar es Salam, que en árabe significa «Casa de la Paz», indicaba su ligazón con Oriente Próximo (una ligazón, por otra parte, de triste memoria pues por allí sacaban los árabes a contingentes de esclavos africanos). Pero el centro de la ciudad lo ocupaban sobre todo hindúes y paquistaníes, con todo su abanico de lenguas y confesiones presentes en el seno de su propia civilización: había sijs, había seguidores del Aga Khan, había musulmanes y católicos de Goa. Vivían en colonias aparte los inmigrantes de las islas del océano Índico, de las Seychelles y de las Comores, de Madagascar y de Mauricio; la mezcolanza de los más diversos pueblos del Sur había alumbrado una raza hermosa, bellísima. Más tarde empezaron a instalarse en el lugar miles de chinos, constructores de la vía férrea Tanzania-Zambia.

Al europeo que por primera vez tenía contacto con la gran diversidad de pueblos y culturas que veía en Dar es Salam le chocaba no sólo el hecho de que fuera de Europa existían otros mundos —esto, al menos teóricamente, lo sabía desde hacía un tiempo—, sino sobre todo que esos mundos se encontraban, se comunicaban, se mezclaban y convivían sin mediación y aun, en cierto modo, sin conocimiento y sin el visto bueno de Europa. A lo largo de muchos siglos había sido ésta centro del mundo en un sentido tan literal y obvio que ahora el europeo a duras penas concebía que sin él y más allá de él muchos pueblos y civilizaciones llevasen una vida propia, tuviesen sus propias tradiciones y sus propios problemas. Y que más bien fuera él el huésped, el extraño, y su mundo, una realidad remota y abstracta.

El primero en tomar conciencia de la multiplicidad del mundo como esencia del mismo no fue otro que Heródoto. «No estamos solos —dice a los griegos en su obra, y para demostrarlo emprende viajes hasta los confines de la tierra—. Tenemos vecinos y éstos, a su vez, tienen los suyos y así sucesivamente, y todos juntos poblamos un mismo planeta».

Para el hombre que hasta entonces había vivido en su patria chica y cuyo territorio podía recorrer a pie fácilmente, aquella nueva —planetaria— dimensión de la realidad fue todo un descubrimiento; cambiaba su imagen del mundo, establecía nuevas proporciones y fijaba escalas de valor desconocidas.

Al tiempo que viaja y llega a los más diversos pueblos y tribus, Heródoto ve y apunta que cada uno de ellos tiene su propia historia, independiente y a la vez paralela a las otras, en una palabra, que la historia de la humanidad recuerda un gran crisol cuya superficie se halla en estado de ebullición permanente, donde no cesan de chocar incontables partículas que siguen unas órbitas que se encuentran y entrecruzan en infinitud de puntos.

Heródoto descubre algo más, a saber: la diversidad del tiempo o, mejor dicho, las muchas maneras de medirlo. En épocas pasadas los sencillos campesinos lo medían de acuerdo con las estaciones del año; los habitantes de las ciudades, con las generaciones; los cronistas de la Antigüedad, con la permanencia en el poder de las dinastías. ¿Cómo comparar todo esto, cómo hallar el factor de conversión único, el denominador común? Heródoto no para de bregar con ello, busca una solución. Acostumbrados como estamos al cálculo mecánico, no paramos mientes en la envergadura del problema que la medición del tiempo había constituido para el hombre, cuántos enigmas, misterios y dificultades entrañaba.

Algunas veces, cuando tenía una tarde o una noche libre, iba con mi Land Rover, un tanto desvencijado, al Hotel Sea View, donde se podía uno sentar en la terraza, encargar una cerveza o un té y escuchar el murmullo del mar o, una vez oscurecido, el canto de los grillos. Se trataba de uno de los lugares de encuentro favoritos y a menudo se dejaban caer por allí colegas de otras agencias o redacciones. Durante el día todos recorríamos la ciudad en sendos intentos de enterarnos de algo. En aquella remota y provinciana ciudad no ocurrían muchas cosas, así que en nuestra búsqueda de noticias, en lugar de competir, colaborábamos en la tarea de recabar información. Uno tenía mejor oído, otro mejor vista, el tercero más suerte periodística. A cada momento —en la calle o en el mentado Sea View o en el único café con aire acondicionado, propiedad de un italiano— se producía el intercambio de botín. Alguien había oído que venía Mondlane de Mozambique, otros decían que no, que quien venía era Nkomo de Rodesia. Alguien se había enterado de un atentado contra Mobutu, pero los demás decían que era un bulo; de todos modos, ¿cómo comprobarlo? A partir de tales rumores, habladurías y conjeturas, aunque también a partir de hechos, confeccionábamos nuestras noticias, que mandábamos al mundo.

Hubo ocasiones en que nadie aparecía en la terraza; si tal cosa coincidía con los días en que llevaba conmigo el libro de Heródoto, lo abría al azar. Su Historia está llena de relatos, digresiones, observaciones y cosas oídas. Los tracios son la nación más grande y numerosa de cuantas hay en el orbe, excepto solamente la de los indios, de suerte que si toda ella fuese gobernada por uno, o procediese unida en sus relaciones, sería capaz de vencer, a mi juicio, a todas las demás naciones; sin embargo, como esta unión de sus fuerzas les es difícil o de todo punto imposible, viene a ser un pueblo débil y desvalido… Venden sus hijos al que se los compra para llevárselos fuera del país. Lejos de tener guardadas a sus doncellas, les permiten relacionarse con cualquiera, a pesar de ser sumamente celosos con sus esposas, a cuyos padres suelen comprarlas a precio muy alto. Estar tatuados es entre ellos señal de gente noble; no estarlo es de gente vil y baja. La mayor honra la ponen en vivir sin fatiga ni trabajo alguno, siendo la mayor infamia el oficio de labrador; lo que más se estima es vivir del botín, ya sea habido en guerra o bien en latrocinio. Éstas son sus costumbres más notables.

Aparto la vista y veo cómo, en un jardín bañado en luces multicolores, un camarero vestido de blanco —un hindú llamado Anil— alimenta con un plátano a una pequeña mona domesticada que cuelga de la rama de un mango. El animalito pone caras cómicas y Anil se desternilla de risa. Ese camarero, esa noche, el calor y los grillos, el plátano y el té me recuerdan la India, mis días de fascinación y desorientación, la omnipresencia del trópico que penetra al ser humano tanto en un lugar como en otro con la misma intensidad. Incluso me da la sensación de que me llega el olor de la India, cuando la prosaica verdad es que es Anil quien, de lejos, despide un aroma a betel, anís y bergamota. Además, la India está presente en todas partes: a cada paso se topa uno con templos hindúes, restaurantes, plantaciones de sisal y de algodón.

Vuelvo a Heródoto.

La continua lectura de su obra, incluso cierta forma de relación familiar con ella, esa especie de hábito y costumbre, de acto reflejo e instintivo, han empezado a ejercer sobre mí un extraño influjo que no sé definir con exactitud. Seguro que me sume en un estado en que dejo de percibir la existencia de la barrera del tiempo, que de los acontecimientos descritos por el griego me separan dos mil quinientos años, un abismo en que descansan la Roma antigua y la Edad Media, el nacimiento y la existencia de las Grandes Religiones, el descubrimiento de América, el Renacimiento y la Ilustración, la máquina de vapor y la chispa eléctrica, el telégrafo y el avión, cientos de guerras, entre ellas dos mundiales, el descubrimiento de los antibióticos, la explosión demográfica, miles y miles de cosas y acontecimientos que —cuando leemos a Heródoto— desaparecen como si nunca hubieran existido o se hubiesen retirado del primer plano, del proscenio, para ocultarse en la sombra, detrás del telón, entre bastidores.

Heródoto, que nació, vivió y creó su obra en el otro lado del abismo temporal que nos separa, ¿se sintió por ello menos rico? Nada parece indicar tal cosa. Todo lo contrario: vive la vida en toda su plenitud, recorre el mundo entero, encuentra a un sinfín de personas y escucha cientos de historias; es un hombre activo e incansable, siempre en movimiento, siempre en busca de algo y ocupado en algo. Le gustaría conocer y aprender tantas cosas, desvelar tantos misterios, solucionar tantos enigmas, responder a una larga letanía de preguntas, pero, lisa y llanamente, le falta tiempo; no tiene tiempo ni fuerzas, simplemente no le alcanzan, siempre se le hace tarde como se nos hace tarde a nosotros, ¡la vida del ser humano es tan corta! ¿Le incomoda la inexistencia del rápido ferrocarril y del avión, que ni tan siquiera se haya inventado aún la bicicleta? Es harto dudoso. ¿Acaso diremos que si hubiese tenido a su disposición el ferrocarril o el avión habría recabado y nos habría legado más información? También esto es harto dudoso.

Tengo la impresión de que su problema estribaba en otra cosa. Veamos: decide, seguramente al final de su vida, escribir un libro porque es consciente de que ha reunido una gran cantidad de historias y noticias, y sabe que si no las inmortaliza en un libro, todas ellas, almacenadas tan sólo en su memoria, perecerán sin remedio. Otra vez estamos ante la sempiterna lucha del hombre con el tiempo, una lucha contra la fragilidad de la memoria, contra su volátil naturaleza, contra su obstinada tendencia a borrarse y a desvanecerse. Precisamente de este forcejeo salió la idea del libro, de cualquier libro. Y de ahí su durabilidad, su —ganas dan de decir— eternidad. Porque el ser humano sabe —y a medida que pasa el tiempo lo sabe cada vez mejor y lo vive cada vez más dolorosamente— que la memoria es lábil y etérea, y que si no anota sus conocimientos y experiencias de una manera más estable acabará por desaparecer sin rastro todo lo que lleva dentro. De ahí que todo el mundo desee escribir un libro. Cantantes y futbolistas, políticos y millonarios. Y si ellos mismos no saben hacerlo o no tienen tiempo, se lo encargan a otros. Así es y así seguirá siendo siempre. Sobre todo porque la escritura parece una ocupación fácil y sencilla. Los que así lo creen pueden apoyarse en la frase de Thomas Mann según la cual «el escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas».

El deseo de preservar para los demás el máximo de lo visto, estudiado y vivido hace que la obra del griego no se limite a ser una simple crónica de dinastías, reyes e intrigas de palacio sino que también —a pesar de lo mucho que escribe sobre los poderosos y el poder— esté llena de pasajes dedicados a la vida de las gentes sencillas, a las creencias y los cultivos, a las enfermedades y las catástrofes naturales, a ríos y montañas, a plantas y animales. Por ejemplo, los gatos: ¡Ay de los gatos si sucede algún incendio! Porque los egipcios, que les son enormemente afectos, sin ocuparse de extinguir el fuego, se colocan de trecho en trecho como centinelas, con el fin de preservar a los gatos del incendio; pero éstos, asustados, cruzan por entre los hombres y a veces van a precipitarse en el fuego, desgracia que a los espectadores llena de pesar y desconsuelo. Cuando fallece algún gato de muerte natural, la gente de la casa se rapa las cejas a navaja; pero al morir un perro se rapan la cabeza entera, y además lo restante del cuerpo.

O los cocodrilos: Hablemos ahora de la naturaleza del cocodrilo, animal que pasa cuatro meses sin comer en el rigor del invierno y que, siendo cuadrúpedo, sin embargo es anfibio… No se conoce animal que de tanta pequeñez llegue a tal magnitud, pues los huevos que ponen no exceden en tamaño a los de un ganso, saliendo a proporción de ellos en su pequeñez el joven cocodrilo, el cual crece después de modo que llega a ser de diecisiete codos y a veces mayor. Tienen los ojos como el cerdo, los dientes grandes salidos hacia fuera… Mientras huye de él todo pájaro o animal, sólo el reyezuelo es su amigo… pues al momento de salir del agua el cocodrilo y de abrir su boca en un bostezo, se le mete en ella el reyezuelo y le va comiendo los insectos, mientras que la bestia no lo daña por el gusto y satisfacción que de él recibe.

No me percaté enseguida de estos gatos y cocodrilos. Aparecieron sólo en una de las lecturas de turno, cuando de repente vi con horror cómo, presas de un rapto de locura, los gatos se lanzaban a las llamas y, sentado a orillas del Nilo, me pareció ver las fauces abiertas de un cocodrilo en las que campaba por sus respetos un pajarillo tan diminuto como intrépido. Pues el libro del griego, al igual que toda gran obra, hay que leerlo repetidas veces: cada nueva lectura desvelará entonces nuevas capas, contenidos distintos, no vistos antes, nuevos sentidos e imágenes. Pues todo gran libro contiene varios libros, sólo que hay que llegar a ellos, descubrirlos, profundizarlos y asumirlos.

Heródoto vive la vida en toda su plenitud, no le incomoda la ausencia del teléfono y del avión, ni siquiera le puede preocupar el hecho de no tener una bicicleta. Estos objetos tardarán aún miles de años en aparecer, pero no importa, no cree que podrían serle de utilidad, se las apaña estupendamente sin ellos. La vida del mundo y de él mismo tienen su propia fuerza, una energía autosuficiente e inagotable. Él la percibe y ella le da alas. Seguro que por eso mismo debió de ser un hombre afable, relajado, bien dispuesto hacia el prójimo, pues sólo ante personas así los extraños desvelan sus misterios. No se abrirían ante un personaje sombrío, cerrado; las naturalezas lúgubres despiertan en los demás un deseo de apartarse, una necesidad de distanciarse e, incluso, infunden miedo. Si Heródoto hubiera tenido semejante carácter, no habría podido hacer lo que hizo y nosotros no tendríamos su obra.

A menudo pensé en todo esto, sintiendo al mismo tiempo —no sin asombro y aun con cierta inquietud— que a medida que me adentraba en la lectura de su Historia se producía en mi interior un proceso emocional e intelectual de identificación con aquel mundo y aquellos acontecimientos que evocaba nuestro griego. Me sobresaltaba más la destrucción de Atenas que el golpe de Estado que acababa de producirse en Sudán y el hundimiento de la flota persa me resultaba mucho más trágico que la revuelta de turno en las filas del ejército congoleño. El mundo vivido no sólo se limitaba a África, sobre la cual debía escribir como corresponsal de una agencia de prensa, sino también aquel otro, remoto, que había desaparecido hacía cientos de años.

De manera que no había nada extraño en que, sentado en la terraza del Hotel Sea View de Dar es Salam durante una bochornosa noche tropical, pensase en los soldados de Mardonio azotados por el frío de Tesalia, los cuales, en una tarde gélida —era invierno en Europa—, intentaban calentarse las manos entumecidas junto a una hoguera.