SOBRE EL ORIGEN DE LOS DIOSES
Dejo a Tomiris en el campo de batalla sembrado de cadáveres, una Tomiris vencida al tiempo que vencedora, desesperada y a la vez triunfante, a esa Tomiris-Antígona de las estepas de Asia, ardiente y valerosa; guardo el libro de Heródoto en el cajón de mi mesa en la redacción y me pongo a leer los despachos de prensa que corresponsales de Reuters y de Agence France Press acaban de enviar desde China, Indonesia, Singapur y Vietnam. Informan de una nueva escaramuza, en Vinh Long, entre partisanos vietnamitas y soldados del ejército de Ngo Dinh Diem (el resultado de la misma y el número de víctimas, desconocidos); de que Mao Tse-tung inaugura una nueva campaña: ya se ha acabado la política de las cien flores, ahora el cometido consiste en reeducar a la intelligentsia —todo aquel que sepa leer y escribir (resulta que esto de repente se ha convertido en agravante) será forzosamente enviado al campo, donde, arrastrando un arado o cavando canales de riego, se desprenderá de sus liberales quimeras de las cien flores y sabrá lo que es la auténtica vida campesina y proletaria—; de que el presidente de Indonesia Sukarno, uno de los ideólogos de la nueva política del Pancha Sila, ha ordenado a los holandeses que abandonen el país, su ya antigua colonia. Poca cosa aportan estas noticias tan breves, les falta el contexto y ese algo que se podría llamar «color local». Quizá lo que me resulta más fácil de imaginar sean grupos de profesores de la Universidad de Pekín metidos en un camión, acurrucados de frío, y, por añadidura, sin saber adónde van porque hace frío y la niebla empaña los cristales de sus gafas.
Sí, Asia rebosa de acontecimientos, y la señora que distribuye los telegramas por los despachos de la redacción a cada momento me trae una nueva porción. Y, sin embargo, con el tiempo me empiezo a dar cuenta de que mi atención se desvía hacia otro continente: África. África, como Asia, también hierve: se suceden tormentas y rebeliones, disturbios y golpes de Estado, pero al hallarse más cerca de Europa (sólo a un salto de agua, el Mediterráneo) las voces que llegan desde allí parecen más directas, como si sonasen justo al lado.
África había desempeñado un papel muy importante: cambiar la jerarquía del mundo. Había ayudado al Nuevo Mundo a tomar la delantera e imponerse al Viejo, porque, al darle la fuerza de su mano de obra —cosa que se había prolongado durado más de tres centurias— había construido su riqueza y poderío. Luego, después de entregarle muchas generaciones de su mejor gente, la más fuerte y resistente, el continente, despoblado y exhausto, fue presa fácil para los colonizadores europeos. Pero ahora se despertaba de su letargo y reunía fuerzas para alzarse con la independencia.
Me empecé a inclinar por África también porque Asia me había intimidado desde el primer momento. Imponía, y mucho. Las civilizaciones de la India, de China y de la Gran Estepa para mí eran gigantes que exigían toda una vida para acercarse a cualquiera de ellos, ya sin pretender conocerlo aunque sólo fuese por encima. África, en cambio, se me antojaba más desmenuzada, diversificada y, en su multiplicidad, miniaturizada, y por lo tanto más fácil de captar, más asequible.
Durante siglos, todo el mundo se había visto atraído por el aura de misterio que envolvía al continente: en África debía de haber algo único, oculto, algún punto fúlgido que brillaba en la oscuridad y al que era muy difícil llegar, siempre y cuando fuera posible tal cosa. Y muchos, por supuesto, intentaron poner a prueba sus fuerzas en su aspiración a encontrar y desvelar ese misterioso y enigmático algo.
Esta cuestión también interesaba a Heródoto. En su libro cuenta el relato de unos individuos de Cirene que, aprovechando su visita al oráculo de Amón, habían hablado con Etearco, el rey de los amonios (que vivían en el oasis de Siwa, en el desierto de Libia). Etearco les contó la visita que había recibido de los nasamones, pueblos que ocupan un corto espacio en la Sirte (golfo en el Mediterráneo, entre Trípoli y Bengasi) y sus contornos por la parte de Levante. Preguntados éstos por Etearco acerca de los desiertos de Libia, le refirieron que hubo en su tierra ciertos jóvenes audaces e insolentes, de familias las más ilustres, que habían acordado, entre otras travesuras de sus mocedades, sortear a cinco de entre ellos para hacer nuevos descubrimientos en aquellos desiertos y reconocer sitios hasta entonces no hollados. Pues en la costa del mar que mira al norte, está la Libia poblada de varias tribus de naturales… La parte interior más allá de la costa y de los pueblos de que está sembrada es madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal del todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite. Emprendieron, pues, sus viajes los mancebos, de acuerdo con sus camaradas, provistos de víveres y de agua; pasaron la tierra poblada, atravesaron después la región de las fieras, y dirigiendo su rumbo hacia Occidente por el desierto, y cruzando muchos días unos vastos arenales, descubrieron árboles por fin en una llanura, y aproximándose empezaron a echar mano de su fruta. Mientras estaban gustando de ella no sé qué hombrecillos, menores que los que vemos entre nosotros de mediana estatura, se fueron llegando a los nasamones, y asiéndoles de las manos, por más que no se entendiesen en su idioma mutuamente, los condujeron por dilatados pantanos, y al fin de ellos a una ciudad cuyos habitantes, negros de color, eran todos del tamaño de los conductores, y en la que vieron un gran río que la atravesaba de Poniente a Levante, y en el cual aparecían cocodrilos.
Es un fragmento del Segundo Libro de Heródoto, que contiene el relato de su viaje a Egipto. En este texto de un centenar escaso de páginas podemos observar el taller del griego.
¿Cómo trabaja Heródoto?
Es un reportero nato: viaja, observa, habla con la gente, escucha sus relatos, para luego apuntar todo lo que ha aprendido o, sencillamente, recordarlo.
¿Cómo viaja? Cuando va por tierra, montando un caballo, un burro o una mula, pero las más de las veces caminando; y por mar, en una barca o, como mucho, una nave.
¿Viaja solo o tiene a su lado un esclavo? No lo sabemos, pero en aquellos tiempos todo aquel que podía permitírselo llevaba consigo uno. El esclavo cargaba con el equipaje, la calabaza para el agua, la bolsa de los víveres, los utensilios para escribir: un rollo de papiro, tablillas de barro, pinceles, buriles, tinta… El esclavo era un compañero de viaje —sus difíciles condiciones nivelaban las diferencias de clase—, infundía ánimo, defendía a su amo, preguntaba por el camino a seguir y por mil cosas más. Nos podemos imaginar que las relaciones entre Heródoto —inquisitivo romántico ávido del conocimiento por el conocimiento, celoso investigador de cosas nada prácticas e innecesarias para la mayoría de la gente— y su esclavo —que, mientras viajan, debe ocuparse de cosas terrenales, cotidianas, prácticas— debían de recordar las de don Quijote y Sancho Panza. Eran una versión griega antigua de la ulterior pareja manchega.
Aparte del esclavo, también se contrataba un guía y un intérprete. De manera que el grupo de Heródoto, además de él mismo, podía contar con al menos tres hombres. Aunque, por lo general, solían engrosar esos grupos otros caminantes que iban en la misma dirección.
En el tórrido clima egipcio es por la mañana cuando mejor se viaja. Los viajeros, pues, se levantan al alba, desayunan (tortas de trigo, higos y queso de oveja, y beben vino rebajado con agua: está permitido tomar alcohol, el islam tardará aún mil años en llegar), y luego se ponen en camino.
El objetivo del viaje: reunir más información acerca de un país, de sus gentes y costumbres o comprobar la veracidad de los datos ya reunidos. Pues Heródoto no se contenta con lo que alguien le ha dicho, sino que intenta comprobarlo todo, contrastar las versiones oídas, formarse una opinión propia.
También esta vez es así. Cuando llega a Egipto, Psamético, rey del país, lleva muerto ciento cincuenta años. Heródoto se entera (tal vez ya lo había oído en Grecia) de que a Psamético le había intrigado sobremanera la cuestión de cuál de las naciones había sido la más antigua. Los egipcios pensaban que los primeros habitantes del mundo no eran sino ellos mismos, pero Psamético, aunque rey de Egipto, tenía sus dudas. Para salir de ellas, ordena a un pastor criar a dos niños en lo alto de deshabitadas montañas. La lengua en que pronuncien su primera palabra constituirá la prueba de qué pueblo es el más antiguo. Con los dos años cumplidos, un día tienen hambre y gritan ¡becós!, que significa «pan» en frigio. Psamético anuncia, pues, que fueron los frigios los primeros habitantes del mundo, que sólo después aparecieron los egipcios, y con esta precisión se gana un lugar en la historia. Las inquisiciones de Psamético interesan a Heródoto porque demuestran que el rey de Egipto conoce la inflexible ley de la historia, según la cual el que se enaltezca será degradado: no seas codicioso, no pugnes por estar en primera fila, haz gala de moderación y humildad, si no, te alcanzará la fustigadora mano del Destino, que corta las cabezas de los engreídos que se encumbran. Psamético, en su deseo de librar a los egipcios de este peligro, los desplazó de la primera a la segunda fila: los frigios fueron los primeros y sólo después llegasteis vosotros.
Allá en Menfis, oí de labios de los sacerdotes de Hefesto lo que acabo de contar… pero, no satisfecho con ello, hice mis viajes a Tebas y a Heliópolis con la mira de informarme y ver si iban acordes las tradiciones de aquellos lugares con las de los sacerdotes de Menfis. De manera que viaja para comprobar, comparar, precisar. Escucha sus relatos en torno a Egipto, sobre el tamaño y la orografía del mismo, y comenta: En verdad que acerca de este país discurrían ellos muy bien, en mi concepto. Tiene formada una opinión propia acerca de todas las cosas, y en los relatos de otros busca corroborarla.
Lo que más fascina a Heródoto en Egipto es el Nilo, el misterio que encierra ese río caudaloso y enigmático. ¿Dónde nace? ¿Cómo se nutre de agua? ¿De dónde saca el limo con el que fertiliza ese país tan enorme? Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, libio o griego, pudo darme conocimiento alguno de las fuentes del Nilo. Así que decide ir a buscarlo él mismo y con este fin se adentra todo lo que puede en el Alto Egipto. Informándome cual detenidamente fue posible, he aquí lo que averigüé como testigo ocular hasta la ciudad de Elefantina, y lo que supe de oídas sobre el país que más adentro se extiende. Siguiendo, pues, desde Elefantina arriba, darás con un recuesto tan arduo que es preciso para superarlo atar tu barco por entrambos lados como un buey sujeto por las astas, pues si se rompiere por desgracia la cuerda, iríase río abajo la embarcación, arrebatada por la fuerza de la corriente. Cuatro días de navegación contarás en este viaje, durante el cual no es el Nilo menos tortuoso que el Meandro. Al cabo de dos meses de caminar y navegar llegas a la gran ciudad de Meroe… pero más allá no hay quien diga nada cierto ni positivo, siendo el país un puro yermo abrasado por los rayos del sol.
Abandona el Nilo, el misterio de sus fuentes, el enigma de las cíclicas crecidas y bajadas de sus aguas, y empieza a observar atentamente a los egipcios, su manera de ser, sus hábitos y costumbres. Descubre que distan los egipcios enteramente de los demás pueblos en leyes, usos y costumbres.
Y, atento y escrupuloso, registra:
Allí son las mujeres las que venden, compran y negocian públicamente, y los hombres hilan, cosen y tejen… Allí los hombres llevan la carga sobre la cabeza y las mujeres sobre los hombros. Las mujeres orinan en pie, y los hombres en cuclillas. Para sus necesidades se retiran a sus casas, y salen de ellas comiendo por las calles, descontando que lo indecoroso, por más necesario que sea, debe hacerse a escondidas, y que puede hacerse a las claras cualquier cosa indiferente. Ninguna mujer se consagra allí por sacerdotisa a dios o a diosa alguna: los hombres son allí los únicos sacerdotes. Los varones no pueden ser obligados a alimentar a sus padres contra su voluntad; tan sólo las hijas están forzosamente sujetas a esta obligación. En otras naciones dejan crecer sus cabellos los sacerdotes de los dioses; los egipcios lo rapan a navaja… Los demás hombres no acostumbran a comer con los brutos; los egipcios tienen con ellos plato y mesa común… Cogen el lodo y aun el estiércol con sus manos y amasan la harina con los pies. Los demás hombres dejan sus partes naturales en su propia disposición, excepto los que aprendieron de los egipcios a circuncidarse.
Y suma y sigue la larga lista de costumbres y usos egipcios, que sorprenden al visitante, a veces incluso lo dejan de una pieza, por su otredad, particularidad y extravagancia. Heródoto dice: mirad, los egipcios por un lado y nosotros, los griegos, por otro, somos tan diferentes y, sin embargo, convivimos tan bien (pues el Egipto de la época está lleno de colonias griegas cuyos habitantes conviven muy amigablemente con la indómita población local). Sí, Heródoto jamás rechaza ni condena la otredad, todo lo contrario: intenta conocerla, comprenderla y describirla. ¿El hecho diferencial? Sólo está ahí para subrayar la unidad, en toda su plenitud y riqueza.
Todo el tiempo vuelve a su gran pasión, obsesión casi, que no es otra que echar en cara a sus compatriotas su soberbia, engreimiento y sentido de superioridad (no en vano viene del griego la palabra «bárbaros» que designa a aquellos que hablan en-no-griego, en un balbuceo raro e incomprensible, y, por lo tanto, a seres inferiores, peores). Esta inclinación a darse aires de importancia, inoculada luego por los griegos a otros europeos, la combate Heródoto a cada momento, sin cuartel. También lo hace al contrastar a griegos y egipcios. Como si viajase a Egipto para precisamente allí recoger material y pruebas que confirmasen su filosofía de moderación, modestia y sentido común.
Empieza por una cuestión de principio, trascendental: ¿de dónde han tomado los griegos a sus dioses?
—¿De dónde vienen los dioses?
—¿Cómo que de dónde? —responden los griegos—. ¡Son nuestros!
—Nada de eso —dice Heródoto, blasfemando—, ¡hemos tomado a nuestros dioses de los egipcios!
Por suerte lo dice en un mundo en el que aún no hay medios de comunicación, así que sus palabras no son oídas, o leídas, por más que un puñado de personas. Si sus declaraciones se extendiesen a lo largo y ancho del país, ¡el griego sería lapidado o quemado en la hoguera en al acto! Pero como Heródoto vive en una época premediática puede decir sin correr peligro que es indudable que entre los egipcios, maestros de los griegos, empezaron las procesiones, los concursos festivos y las ofrendas religiosas. Y sobre el gran héroe griego Heracles: Entre varias pruebas que me conducen a creer que no deben los egipcios a los griegos el nombre de aquel dios, sino que los griegos lo tomaron de los egipcios, no es la menor el que Anfitrión y Alcmena, padres del Heracles griego, traían su origen de Egipto… Declárese, pues, la verdad, y sea Heracles tenido, como lo es, por dios antiquísimo de Egipto; pues si hemos de oír a aquellos naturales, desde la época en que los ocho dioses engendraron a los otros doce, entre los cuales cuentan a Heracles, han transcurrido no menos de diecisiete mil años. Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde fuera posible, y habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo dedicado a Heracles, emprendí viaje para aquel punto. Lo vi ricamente adornado de copiosos donativos… Entré en plática con los sacerdotes de aquel dios, y preguntándoles desde cuándo fue su templo erigido, hallé que tampoco estaban acordes con los griegos acerca de Heracles…
Lo que llama mucho la atención en estas disquisiciones es su carácter laico, la práctica ausencia del sacrum y de esa lengua solemne y ungida que suele acompañarlo. En esta historia los dioses no se revelan como algo inalcanzable, ilimitado, sobrenatural. La discusión es concreta y gira en torno al tema de quién ha inventado a los dioses: ¿los griegos o los egipcios?