HONORES A LA CABEZA DE HISTIEO
Me he marchado de Persépolis y ahora abandono Teherán para regresar (retrocediendo veinte años) a África, pero en el camino aún debo detenerme —mentalmente— en el mundo grecopersa de Heródoto porque empiezan a cernirse sobre él pesados nubarrones.
A saber:
Darío, asiático, no logra vencer a los escitas, que lo detienen a las puertas de Europa. Se da cuenta de que no podrá con ellos. Más aún, de repente lo embarga el temor de que ahora serán ellos los que le den caza y lo destruyan, así que al amparo de la noche emprende una retirada-huida, soñando tan sólo con una cosa: abandonar Escitia y lo antes posible llegar a Persia. Mientras se bate en retirada con todo su enorme ejército, los escitas se lanzan inmediatamente en su persecución.
Darío no tiene otro camino de vuelta que el puente sobre el Danubio que él mismo mandó construir al empezar la invasión. Dicho puente se lo vigilan los jonios (griegos que habitan en Asia Menor, que en tiempos de Heródoto se halla bajo el dominio persa).
Así continúa su curso la historia del mundo: los escitas, que conocen rutas a campo traviesa y tienen caballos veloces, alcanzan el puente antes que los persas y quieren cortarle el camino de vuelta. De modo que exhortan a los jonios a que destruyan el puente, con lo cual permitirán a los escitas acabar con Darío y, en consecuencia, recuperarán la libertad.
A primera vista, es una proposición estupenda para los jonios, de manera que cuando, al oírla, se reúnen para discutirla, el primero en tomar la palabra —Milcíades— dice: «¡Magnífico, destruimos el puente!». Y todo el mundo lo apoya (en la asamblea no participa el pueblo jonio, sino sus tiranos, gobernadores de facto de Darío, impuestos por éste a la población). Ante tal panorama, justo después de Milcíades toma la palabra Histieo de Mileto: Mas el parecer de Histieo el milesio fue del todo contrario, dando por razón que, en el estado presente, cada uno de ellos debía a Darío el ser señor de su ciudad, que arruinando el poder e imperio del rey, ni él mismo estaría en posición de mandar a los milesios, ni ninguno de ellos a su respectiva ciudad, pues claro estaba que cada una de éstas prefería un gobierno popular al gobierno absoluto de un príncipe. Apenas acabó Histieo de proferir su voto, cuando todos los demás lo adoptaron, por más que antes hubiesen sido del parecer de Milcíades.
Este cambio de opinión resulta, por supuesto, comprensible: los tiranos se han dado cuenta de que si Darío perdía el trono (y, presumiblemente, la cabeza), también ellos perderían sus puestos (y, presumiblemente, las cabezas), así que dicen a los escitas que sí que destruyen el puente, pero en realidad lo protegen y, así, permiten que Darío regrese a Persia sano y salvo.
Darío valora en sus justos términos el histórico papel desempeñado por Histieo en tan decisivo momento y lo premia con la promesa de satisfacer cualquier deseo suyo, pero, al mismo tiempo, no le permite volver a su puesto de tirano de Mileto, sino que lo lleva consigo a la capital de Persia, Susa, en calidad de consejero. Histieo es ambicioso y cínico, y a personas así más vale tenerlas bajo vigilancia, tanto más ahora, cuando Histieo se ha erigido en el salvador del imperio, el cual, sin aquellas palabras suyas pronunciadas junto al puente sobre el Danubio, quizá ya no existiría.
Pero no todo está perdido. Pues en su sustitución, se convierte en el tirano de Mileto, la ciudad más importante de Jonia, su fiel yerno, Aristágoras. También éste es ambicioso y ávido de poder. Todo esto sucede en una época en que entre los conquistados jonios crece el descontento, resistencia incluso, ante el dominio persa. Suegro y yerno sienten instintivamente que ha llegado la hora de sacar partido de este malestar.
¿Pero cómo comunicarse, cómo ponerse de acuerdo en las acciones a emprender? Para recorrer la distancia entre Susa (donde vive Histieo) y Mileto (donde gobierna Aristágoras) un mensajero necesita tres meses de intensa marcha, y en el camino hay desiertos y montañas. No existe otro modo de comunicarse. E Histieo decide aprovechar esta vía: Quiso la casualidad que le viniera desde Susa, de parte de Histieo, un enviado con la cabeza toda marcada con letras, que significaban a Aristágoras que se sublevase contra el rey. Pues como Histieo hubiese querido prevenir a su deudo que convenía rebelarse, y no hallando medio seguro para pasarle el aviso por cuanto estaban los caminos tomados de parte del rey, en tal apuro había rasurado a navaja la cabeza del esclavo que tenía en más estima; habíale tatuado lo que estimó conveniente; esperó después que le volviera a crecer el cabello, y crecido ya, habíalo mandado a Mileto sin más recado que decirle de palabra que pidiera de su parte a Aristágoras que, cortándole a navaja el pelo, le mirara la cabeza. El motivo que para tal intento tuvo Histieo nacía de la pesadumbre gravísima que su arresto en Susa le ocasionaba…
Aristágoras transmite a sus partidarios la llamada de Histieo. Después de escucharla, todos se pronuncian por la sublevación. En vista de ello, parte en un viaje ultramarino en busca de aliados, pues Persia es mucho más fuerte que Jonia. Primero coge un barco rumbo a Esparta, donde reina Cleómenes, un soberano fuera de sus cabales, casi demente —según apunta Heródoto—, pero que, como se vio luego, en este caso daría muestras de gran perspicacia y sentido común. Cuando oye que se trata de una guerra contra el rey cuyo dominio se extiende sobre toda Asia y que reside en la capital persa, Susa, muy sensatamente pregunta a qué distancia está dicha Susa. Aristágoras, aquel hombre por otra parte tan hábil y que tan bien sabía deslumbrar a Cleómenes, tropezando aquí en su respuesta, destruyó completamente su pretensión; porque no debiendo decir de ningún modo lo que realmente había, si quería en efecto arrastrar al Asia a los espartanos, respondió con todo francamente que la subida a la corte del rey era viaje de tres meses. Cuando iba a dar razón de lo que tocante al viaje acababa de decir, interrúmpele Cleómenes el discurso empezado, y le replica así: «Pues yo te mando, amigo milesio, que antes de ponerse el sol estés ya fuera de Esparta. No es proyecto el que me propones que deban fácilmente emprender mis lacedemonios, queriéndomelos apartar de las costas a un viaje no menos que de tres meses». Dicho esto lo deja y se retira a su casa.
Despedido con cajas destempladas, Aristágoras se dirige a Atenas, la ciudad más poderosa de Grecia. Aquí cambia de táctica, y, en lugar de hablar con un jefe, pronuncia un discurso ante una gran multitud (de acuerdo con otra ley herodotiana en cuya virtud es más fácil embaucar a muchos juntos que a uno solo) exhortando a los atenienses a que socorran a los jonios. Ganado, pues, el pueblo de Atenas, conviene en hacer un decreto público en que ordena que vayan al socorro de los jonios veinte naves equipadas… ¡Ominosas veinte naves, y armada fatal, que fueron el principio de la común ruina de los griegos y de los bárbaros (es decir, de la gran guerra grecopersa).
Antes de que ésta estalle, se producen escaramuzas a menor escala. Comienzan con la sublevación de los jonios contra los persas, que se prolongará durante varios años y acabará ahogada en sangre. He aquí unas cuantas escenas:
Escena 1: los jonios, apoyados por los atenienses, ocupan y queman Sardes (la segunda ciudad más importante de Persia).
Escena 2 (famosa): al cabo de un tiempo, es decir, de dos o tres meses, la noticia de ello llega al rey de Persia, Darío. Corre la fama de que al primer aviso, no cargando Darío en manera alguna la consideración en sus jonios, de quienes seguro estaba que pagarían cara su rebeldía, la primera palabra que pronunció fue preguntar quiénes eran aquellos atenienses, y que oída sobre esto la respuesta, pidió al punto su arco, tomolo en sus manos, colocó en él una flecha y disparándola luego hacia el cielo: «Dame, ¡oh Zeus! —dijo al soltarlo—, que pueda yo vengarme de los atenienses». Y dicho esto, dio orden a unos de sus criados que de allí en adelante, al irse a sentar a la mesa, siempre por tres veces le repitiera este aviso: «Señor, ¡acordaos de los atenienses!».
Escena 3: Darío manda llamar a Histieo, de quien empieza a sospechar porque la sublevación de los jonios es obra de su yerno Aristágoras. Histieo lo niega todo con vehemencia, mintiendo descaradamente: ¡Señor!, ¿había yo de intentar cosa alguna que ni mucho ni poco pudiera daros que sentir? Y culpa al rey de haberlo llevado a Susa, pues de lo contrario, si él, Histieo, estuviese ahora en Jonia nadie se rebelaría contra Darío. Lo que al presente puede hacerse es permitirme que con toda diligencia me parta para Jonia, donde pueda reponer los asuntos en el mismo pie de antes y os entregue preso en vuestras manos a mi regente, si tales cosas maquinó. Darío se deja convencer. Le deja partir, no sin ordenarle que, después de cumplir sus promesas, regrese a Susa.
Escena 4: mientras tanto, las batallas entre jonios y persas se deciden con suerte cambiante, aunque los persas, más fuertes y numerosos, poco a poco van aventajando a sus adversarios. Lo ve el yerno de Histieo, Aristágoras, y decide dar por acabada su participación en el levantamiento e, incluso, abandonar Jonia. Heródoto habla de él con desprecio: Aristágoras de Mileto, que sublevando la Jonia había llevado las cosas al último punto de perturbación, mostrose hombre de corazón poco constante en las adversidades, pues al ver lo que pasaba, pareciéndole ser enteramente imposible que pudiese ser vencido el rey Darío, sólo pensó en cómo podría escapar para poner en salvo su persona. En esta escena, convoca a una reunión a sus partidarios y les dice que juzgaba por lo más acertado procurar ante todo tener prevenida y pronta una buena retirada adonde se refugiaran, si acaso la necesidad les obligase a desamparar a Mileto. Los reunidos se ponen a debatir qué hacer. Finalmente, Aristágoras toma consigo a los ciudadanos todos que se ofrecen a seguirlo, y se hace con ellos a la vela para la Tracia, donde se apoderó del país deseado. Después de esta conquista, como salido de su plaza con su gente de armas, estuviese sitiando a otra ciudad, pereció allí Aristágoras a manos de los tracios…
Escena 5: una vez lograda la licencia de Darío, Histieo llega a Sardes, donde comparece ante el sátrapa Artáfrenes, sobrino de Darío. Se ponen a hablar: «¿Por qué te parece —le pregunta el sátrapa— que se han rebelado los jonios?». «No tengo la menor idea», responde con disimulo Histieo. Pero Artáfrenes, sabiendo lo que se dice, «Histieo —le replicó—, esos zapatos que se calzó Aristágoras se los cortó y cosió Histieo».
Escena 6: Histieo se da cuenta de que el sátrapa lo ha calado y que no tiene sentido acudir a Darío en busca de ayuda: el mensajero tardaría tres meses en llegar a Susa, otros tres en regresar con el real salvoconducto, en total medio año, tiempo suficiente para que Artáfrenes le corte la cabeza cien veces. De manera que huye de Sardes al amparo de la noche rumbo al oeste, hacia el mar. Hace falta caminar varios días para alcanzar la costa, podemos imaginarnos que Histieo corre con el alma en vilo volviéndose a cada momento para ver si lo persiguen los sicarios de Artáfrenes. ¿Dónde duerme? ¿De qué se alimenta? Nada sabemos de esto. Sólo una cosa es cierta: pretende hacerse con el mando supremo de los jonios en la guerra contra Darío. Es la segunda vez, por lo tanto, que Histieo comete una traición: primero traicionó la causa jonia para salvar a Darío, y ahora traiciona a Darío, contra el cual quiere conducir a los jonios.
Escena 7: Histieo llega a la isla de Quíos, habitada por jonios (es una isla de paisajes hermosos; podía pasarme horas enteras contemplando su bahía y las montañas azul oscuro que emergían en el horizonte. Lo cierto es que toda la tragedia descrita tuvo por escenarios paisajes de incomparable belleza). Pero apenas desembarca, los jonios lo detienen y lo meten en la cárcel. Sospechan que sirve a Darío. Histieo jura y perjura que no, que lo que pretende es ponerse al frente de la sublevación antipersa. Finalmente dan crédito a sus palabras, lo sueltan, pero no quieren darle apoyo. Se siente solo y abandonado, sus planes de una gran guerra contra Darío se le antojan cada vez más una quimera. Pero su ambición se mantiene incólume. Pese a todo no pierde la esperanza, el ansia de poder le hinche el corazón, el anhelo de liderazgo le quita el sueño. Pide a los lugareños que le ayuden a alcanzar la tierra firme, a llegar a Mileto, donde en su día fue tirano. Pero los milesios, que con particular gusto y satisfacción poco antes se habían visto libres de Aristágoras, estaban muy ajenos a la sazón de recibir en casa y de voluntad propia a ningún otro señor, mayormente después de haber gustado lo dulce y sabroso de la libertad. Habiendo, pues, Histieo intentado entrar de noche y a viva fuerza en Mileto, salió herido en un muslo de mano de un milesio, sin lograr el objeto de su tentativa. Echado de su ciudad este antiguo tirano, da la vuelta a Quíos, de donde no pudiendo inducir a aquellos naturales a que le confiasen sus fuerzas de mar, pasó a Mitilene, y allí pudo lograr de los lesbios que le confiaran su armada. El gran Histieo, en su día gobernador de la célebre ciudad de Mileto y hombre que hacía poco se sentaba junto al Rey de Reyes Darío, ahora va de isla en isla, intentando hacerse un lugar, buscando apoyos y partidarios. Pero, o bien tiene que huir, o lo arrojan a una mazmorra, o lo rechazan de las puertas de la ciudad, lo golpean y hieren.
Escena 8: Histieo aún no se rinde, todavía pretende mantenerse a flote. Quizá siga soñando con el cetro. Quizá sus sueños de grandeza se resistan a abandonarlo. En cualquier caso, causa una impresión lo suficientemente buena como para que los habitantes de Lesbos le den ocho barcos. Al frente de esta flota navega hacia Bizancio. Apostados con sus naves en aquel estrecho, íbanse apoderando de cuantas embarcaciones venían del Ponto, si no se declaraban de su voluntad prontas a seguir el partido de Histieo. Así que su degradación continúa: poco a poco se está convirtiendo en pirata.
Escena 9: llega a Histieo la noticia de que Mileto, ciudad que encabezaba la sublevación jonia, ha sido tomada por los persas. Vencedores los persas de los jonios en la batalla naval, bien presto sitiaron por mar y tierra a Mileto, plaza que al sexto año de la sublevación de Aristágoras tomaron a viva fuerza, combatiéndola con todo género de máquinas y arruinando las murallas con sus minas. Una vez rendida la ciudad, hicieron esclavos a sus vecinos…
(Para los atenienses, la pérdida de Mileto fue un golpe terrible. Los de Atenas dieron una prueba de dolor muy particular en la representación de un drama compuesto por Frínico, cuyo asunto y título era la toma de Mileto: prorrumpió en un llanto general todo el teatro. Las autoridades de la ciudad impusieron al autor una multa draconiana de mil dracmas y prohibieron toda nueva representación de la obra. El arte debía servir para consolar los corazones, para entretener, en ningún caso para hurgar en las heridas).
Al saber de la caída de Mileto, Histieo reacciona de una manera extraña. Renuncia al saqueo de barcos y navega con sus lesbios hacia Quíos. ¿Querrá estar más cerca de Mileto? ¿Seguirá huyendo? ¿Pero hacia dónde? De momento, organiza en Quíos una masacre: Tuvo una refriega con la guarnición, que no quería admitirles en aquel lugar, y mató en ella no pocos de aquellos defensores… y más tarde acabó con los demás quiotas.
Pero la masacre no soluciona nada. Sólo es un gesto de desesperación, rabia y locura. Abandona, pues, la tierra desierta y toma rumbo a Tasos, una isla con minas de oro, situada cerca de Tracia. La asedia, pero Tasos, que no lo quiere, no se rinde. Abandona, pues, la esperanza de hacerse con el oro y se dirige a Lesbos, al lugar donde mejor lo habían recibido. Pero en Lesbos hay hambruna, y él tiene que alimentar a su tropa, así que pasa a Asia para allí, en el país de los misios, segar las mieses, conseguir víveres, cualquier cosa para comer. El cerco se estrecha, ya no tiene dónde meterse. Está atrapado, ha tocado fondo. Pues no hay límite para la pequeñez del hombre. El hombre mezquino se hunde cada vez más en la mezquindad, cada vez más se enreda en ella. Hasta que perece.
Escena 10: Quiso entonces la fortuna que en el lugar al que arribó Histieo se hallase con un numeroso ejército Hárpago, general de los persas, el cual, en una batalla que allí se dio, muerta la mayor parte de las tropas enemigas, logró apoderarse de la persona de Histieo. Antes de que esto ocurriese, una vez en la orilla, Histieo aún intentó huir: alcanzado ya por un soldado persa y viendo que iba con un golpe a pasarle de parte en parte, le habló en lengua persa manifestando que era Histieo de Mileto.
Escena 11: trasladan a Histieo a Sardes. Allí, Artáfrenes y Hárpago mandan empalarlo (¡qué dolor más espantoso!) ante los ojos de la ciudad. Le cortan la cabeza, que ordenan embalsamar y llevarla al rey Darío, a Susa (¡a Susa! Después de tres meses de camino, ¡qué aspecto debía de ofrecer aquella cabeza, aun embalsamada!).
Escena 12: Darío, al enterarse de todo, riñe a Artáfrenes y a Hárpago por no haberle enviado vivo a Histieo. Acto seguido ordena lavar el despojo recibido, adornarlo convenientemente y enterrarlo con honores.
Al menos de esta manera desea rendir homenaje a una cabeza que, varios años atrás, junto al puente sobre el Danubio, concibió la idea que había salvado a Persia y Asia, y a él, Darío, la corona y la vida.