LA FELICIDAD Y LA DESDICHA DE CRESO
Mientras busca una respuesta a la más importante de las preguntas que se ha planteado, es decir: ¿en qué hunde sus raíces el conflicto entre Oriente y Occidente, por qué las relaciones entre ambos son tan hostiles?, Heródoto muestra un comportamiento de lo más cauteloso. No grita: «¡Lo sé!, ¡yo sé!» Todo lo contrario: se oculta en la sombra para destacar respuestas de otros. Esos otros, en este caso, son los hombres más cultos de Persia y mejor instruidos en la historia. Pues esos persas cultos, dice Heródoto, afirman que del conflicto Oriente-Occidente no son causantes ni los griegos ni los persas, sino un tercer pueblo, los fenicios, itinerantes mercaderes profesionales. No son sino ellos, los fenicios, los que han iniciado la práctica de raptar mujeres, proceder que ha desencadenado toda esa tormenta.
Veamos: en el puerto griego de Argos, los fenicios raptan a la real hija que atiende al nombre de Ío y la llevan en barco a Egipto. Luego, varios griegos se presentan en la ciudad fenicia de Tiro y raptan a la real hija Europa. Otros griegos raptan a la hija del rey de los colcos, Medea. A su vez, Alejandro de Troya rapta a Helena, esposa del rey griego Menelao, y se la lleva a Troya. En revancha, los griegos invaden la ciudad. Estalla la gran guerra cuya historia ha inmortalizado Homero.
Heródoto cita un comentario de los sabios persas:
En opinión de los persas, esto de robar a las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y, por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Y como prueba aduce el asunto de la princesa Ío tal como lo presentan los fenicios: Niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto y, antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave, como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelar a sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partir con los fenicios, a fin de evitar de este modo su pública deshonra.
¿Por qué empieza Heródoto su gran descripción del mundo por el nimio (según los sabios persas) asunto de mutuos raptos de muchachas? Pues porque observa las reglas del mercado mediático: para venderla, la historia tiene que ser interesante, debe contener algo picante, algo que cause sensación, un suspense. Y relatos en torno a raptos de mujeres cumplen estas condiciones a la perfección.
Heródoto vive a caballo entre dos épocas: aún domina la tradición oral pero ya empiezan los tiempos de la historia escrita. Es posible que el ritmo de la vida y el trabajo de Heródoto fuese el siguiente: primero emprendía un largo viaje durante el cual reunía materiales y luego, al regresar, iba de una ciudad griega a otra y en ellas organizaba algo parecido a «encuentros con el autor» en cuyo curso hablaba de sus experiencias, impresiones y observaciones. Tal vez con esos encuentros se ganara la vida y, también, se costease nuevos viajes, así que debía esforzarse por convocar al mayor número de personas posible, a poder ser, un público multitudinario. De manera que le convenía empezar con algo que llamase la atención, suscitase la curiosidad, supiese a sensacionalismo. Toda su obra está salpicada de pasajes destinados a atraer, a sorprender y a asombrar a un público que, aburrido sin estos ingredientes, se habría marchado antes de tiempo, dejando al orador con la faltriquera vacía.
Sin embargo, sus relatos sobre raptos de mujeres no buscan tan sólo causar sensación fácil con sus ambivalencias y picanterías, pues allí mismo, en el mismísimo comienzo de sus inquisiciones, Heródoto intenta formular su primera ley de la historia. Su aspiración está dictada por lo siguiente: a lo largo de sus viajes ha acumulado ingente cantidad de material, de varias épocas y de un sinfín de lugares, y quiere hallar y definir algún principio que ordene ese listado —a primera vista caótico e interminable— de meros hechos. ¿Es posible alcanzar tamaño objetivo? Heródoto dice que sí. Que el principio se halla en la respuesta a la pregunta: ¿quién ha empezado? ¿Quién fue el primero en cometer la injuria? Teniendo ante los ojos esta pregunta nos resulta mucho más fácil movernos por los complicados y zigzagueantes meandros de la historia, explicarnos a nosotros mismos las razones y las fuerzas que la empujan.
Definir esta ley y ser consciente de su existencia reviste capital importancia porque en el mundo de Heródoto (y también en muchas comunidades del nuestro, hoy) funciona la ley del desquite, de la venganza, el eterno ojo por ojo. Además, la venganza no sólo es ley sino, incluso sobre todo, el más sagrado de los deberes. El que no cumpla con él será maldecido por su familia, su clan, su comunidad. El deber de la venganza no sólo descansa sobre mí, miembro de una tribu ultrajada, sino que también atañe a los dioses, e, incluso, al impersonal e intemporal Destino.
¿Qué papel desempeña la venganza? El miedo a la misma, ante su condición de terrible e inexorable, debería disuadir a cada uno de nosotros de cometer una acción indigna y dañina para otros. Debería ser un freno, una llamada a la contención. Pero si, a pesar de todo, ésta resulta ineficaz y alguien comete ese acto que perjudica a otros, su autor activará una cadena de venganzas que podrá prolongarse durante generaciones, incluso siglos.
Una especie de lúgubre fatalismo anida en el mecanismo de la venganza. Hay en ella algo inevitable e irreversible. De modo que de repente te ocurre una desgracia y no consigues desentrañar sus causas. ¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿Qué ha pasado? Nada, sencillamente, te ha atrapado la venganza por los crímenes cometidos por uno de tus antepasados que vivió hace diez generaciones y de cuya existencia ni tan sólo sospechabas.
La segunda ley de Heródoto, que atañe no sólo a la historia sino también a la vida del hombre, se resume en su frase: La felicidad humana nunca es duradera. Y nuestro griego demuestra esta verdad describiendo los dramáticos, estremecedores avatares de la vida del rey de los lidios, Creso, semejantes a los del bíblico Job, del cual Creso tal vez fuera precursor.
Lidia, su reino, era un poderoso estado asiático situado entre Grecia y Persia. En él acumuló, guardada en sus palacios, una gran riqueza, esas montañas de oro y plata que lo hicieron célebre en el mundo entero y que enseñaba gustoso a sus visitantes. Todo esto sucedió a mediados del siglo VI antes de Cristo, varias décadas antes de que naciese Heródoto.
Un buen día llegaron a Sardes, la capital de Lidia, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia, y entre todos ellos el más célebre fue el ateniense Solón (poeta, padre de la democracia ateniense, Solón gozaba de fama de sabio). Creso lo recibió en persona y ordenó a los sirvientes enseñarle el tesoro; luego, seguro de la gran impresión que éste causaría al huésped, le dirigió estas palabras: «Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo.
Solón, sin embargo, lejos de satisfacer sus expectativas, en lugar de la lisonja nombró como los más afortunados a varios atenienses caídos en el campo de honor y añadió: Creso, ¿a mí me hacéis esta pregunta; a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar a los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía. Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de veinticinco mil doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pues en todos estos días no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido al otro. La vida del hombre, ¡oh, Creso!, es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida… Antes de que uno llegue al fin conviene suspender el juicio y abstenerse de decir: «¡Soy feliz!»… En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna de los hombres a quienes Dios había ensalzado.
En efecto, después de la partida de Solón, los dioses impusieron a Creso un castigo muy severo, seguramente porque se había considerado el más feliz de los hombres. Tenía Creso dos hijos, uno sordomudo y otro sobresaliente, llamado Atis. Protegía y mimaba al segundo como a la niña de sus ojos. A pesar de ello, durante una cacería, casual y accidentalmente mató a Atis un huésped de Creso, llamado Adrasto. Cuando se hubo dado cuenta de la magnitud de su involuntario crimen, cayó en profundo abatimiento. Tras el funeral de Atis, Adrasto esperó hasta que se marchasen todos, y en el silencio del lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos.
Después de la muerte del hijo, Creso vive dos años sumido en profunda tristeza. Por esa época, en la vecina Persia llega al poder el gran Ciro, gracias al cual el poderío de aquel país crece a pasos agigantados. Temeroso de ese poderío que podría constituir un peligro para Lidia, Creso piensa en anticiparse a una eventual invasión persa y ser él el primero en atacar.
La costumbre de la época exige que los poderosos de este mundo, antes de tomar una decisión de envergadura, pidan consejo al oráculo. Hay muchos oráculos en la Grecia de entonces, pero el más importante tiene su sede en un templo situado en la falda de la alta montaña de Delfos. Para conseguir una profecía acorde a las expectativas de uno, hay que ganarse con regalos el favor del dios délfico. Así que Creso ordena una colecta de dádivas gigantesca.
Manda sacrificar tres mil cabezas de ganado.
Manda fundir oro en lingotes enormes, forjar objetos de plata.
Ordena encender una gran pira en la cual quema en sacrificio lechos de oro y plata, capas púrpura y quitones.
Ordena también a todos los lidios que cada uno se esmere en sus sacrificios.
Nos podemos imaginar cómo el numeroso y obediente pueblo lidio abarrota los caminos en su peregrinación hacia el lugar donde arde la gran pira y cómo lanza a las llamas todo aquello que hasta entonces consideraba sus posesiones más preciosas: joyas de oro, vasijas para usos sagrados y domésticos, vestimentas de ceremonia y ropas cotidianas.
Las opiniones pronunciadas por el oráculo y transmitidas a aquellos que las han pedido suelen caracterizarse por prudente ambivalencia y nebulosa turbiedad. Son textos compuestos de tal manera que en caso de equivocación (y éstas se producían con bastante frecuencia) el oráculo pudiese hábilmente dar marcha atrás, escabullirse de todo el asunto conservando la cara. Y a pesar de todo, y con una insistencia que se prolonga ya desde hace milenios, la gente sigue escuchando, con las mejillas encendidas, las opiniones de adivinas y adivinos: tal fuerza radica en el deseo humano por descorrer la cortina del mañana, una fuerza inagotable, indestructible. A todas luces, tampoco Creso pudo sustraerse a ella. Esperó impaciente el regreso de sus enviados a los más diversos oráculos griegos. La respuesta del de Delfos sonaba así: «Si atacas a los persas destruirás un gran estado.» Y Creso, que deseaba aquella guerra, cegado por el ansia de agresión, interpretó la profecía de este modo: «Si atacas a Persia, la destruirás.» Pues Persia —y en esto no se equivocaba— era un gran estado.
Así que se lanzó al ataque, pero la guerra la perdió, con lo cual —de acuerdo con la profecía— aniquiló un gran estado, el suyo propio, y él mismo cayó prisionero.
Ciro, luego que le presentaron al prisionero, hizo levantar una grande pira, y mandó que lo pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lidios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá, habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad lo libraba de ser quemado vivo… Viéndose sobre la pira, a Creso le vino a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que, como si volviera de un largo desmayo, exclamó por tres veces: «¡Oh Solón!»
Ahora, cumpliendo una orden de Ciro, que está junto a la pira, los traductores preguntan a Creso a quién invoca y qué significa su llamada. Creso empieza a responder, pero, mientras habla, la pira ha prendido y arde en sus extremos. Llevado por un sentimiento de piedad, y también por temor a la venganza, Ciro cambia de idea y ordena apagar la hoguera en llamas lo más deprisa posible y bajar de ella a Creso y a los muchachos que lo acompañan. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, no se logra controlar el fuego.
Entonces Creso, al ver a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo… Apenas hizo, llorando, súplicas de socorro, cuando, a pesar de hallarse el día sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una copiosísima lluvia que dejó apagada la hoguera. Ciro hizo que lo bajasen de la pira y le preguntó: «Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en enemigo?» «Esto lo hice, señor —respondió Creso—, impelido por la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En ésta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquélla son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso.»
Ciro mandó liberarlo de las cadenas, lo sentó a su lado y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí sin hablar palabra.
De manera que los dos soberanos más poderosos del Asia de aquella época —el vencido Creso y el vencedor Ciro— están sentados hombro con hombro, contemplando las cenizas humeantes de una pira en la que hace un momento el uno iba a quemar al otro. Podemos suponer que Creso, quien una hora antes se enfrentaba a una muerte terrible, todavía está en estado de shock, pues cuando Ciro le pregunta qué puede hacer por él, su respuesta es una imprecación a los dioses: Yo, señor, te quedaré muy agradecido si me das tu permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que le sirven y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.
¡Pero si esto es una blasfemia!
Más aún: Creso, habiendo obtenido este permiso, envió luego a Delfos a algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas… y le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos.
A lo cual la Pitia de Delfos les respondería con una frase que definirá la tercera ley de Heródoto:
Lo dispuesto por el destino no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su cuarto ascendiente, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en detrimento de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible cambiar la decisión del destino…
Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, después de informarse, confesó que toda la culpa era suya y no del dios.