LO NEGRO ES BELLO

El transbordador cubre la travesía entre la costa de Dakar y la isla de Gorée en media hora escasa. Desde la proa vemos cómo la ciudad, que durante un tiempo se balanceaba sobre las crestas de las olas movidas por la hélice, se vuelve cada vez más pequeña hasta convertirse en una franja de piedra clara que se extiende a lo largo de todo el horizonte. En este momento el ferry vira colocándose de proa hacia la isla y, acompañado del estruendo del motor y el ruido de hierros vibrando, roza con la borda la pared de cemento del embarcadero.

Primero por un muelle de madera y la arena de la playa, y luego por un callejón estrecho y sinuoso, debo llegar hasta la Pension de Famille, donde me están esperando el portero Abdou y el ama del establecimiento, Mariem, una mujer callada que no cesa de moverse en silencio entre sus mil quehaceres. Abdou y Mariem son marido y mujer, y —a juzgar por la silueta de ella— pronto tendrán un hijo. A pesar de que son muy jóvenes, será su cuarto vástago. Abdou contempla con satisfacción el vientre visiblemente abultado de su esposa: es una prueba de que en su hogar reina la armonía. Pues si la mujer anda con el vientre plano, dice Abdou y Mariem asiente con la cabeza sin decir palabra, esto significa que en su casa ocurre algo malo, algo contrario a las leyes de la naturaleza. Preocupados, familiares y amigos empiezan a hacer preguntas, a curiosear e interpelar con insistencia e incluso llegan a perderse en conjeturas llenas de desasosiego cuando no de malicia. Mientras que así, todo transcurre de acuerdo con el ritmo natural del mundo según el cual una vez al año la mujer debe dar una muestra visible de su generosa e infatigable fertilidad.

Los dos pertenecen a la comunidad peul, que es el grupo étnico más importante del Senegal. Los peul hablan la lengua wolof y tienen la piel más clara que los otros habitantes del África occidental: de ahí que exista una teoría que sostiene que llegaron a esta parte del continente desde las orillas del Nilo, desde Egipto, tiempo ha, cuando el Sáhara estaba cubierto de vegetación y se podía recorrer sin contratiempos el desierto de hoy.

También de ahí sale otra teoría, más amplia y desarrollada en los años sesenta del siglo XX por el historiador y lingüista senegalés Cheikh Ant Diop, sobre las raíces egipcio-africanas de la civilización griega, y por lo mismo, indirectamente, de la europea y la occidental. Lo mismo que el origen del hombre está en África, la cultura europea hunde sus raíces en este continente. Para Cheikh Ant Diop, que confeccionó un gran diccionario comparado de las lenguas egipcia y wolof, una autoridad indiscutible no es otro que Heródoto, quien sostiene en su obra que muchos elementos de la cultura griega habían sido importados —y asumidos— de Egipto y Libia, de modo que la cultura de Europa, sobre todo de su parte mediterránea, tiene origen africano.

La tesis de Ant Diop coincide con la célebre teoría conocida con el nombre de négritude, desarrollada en París en los años treinta del siglo XX. Fueron sus autores dos jóvenes poetas, el senegalés Léopold Senghor y Aimé Césaire, un descendiente de esclavos africanos originario de Martinica. En la poesía y los manifiestos salidos de la pluma de ambos pregonaban el orgullo de su raza, humillada durante siglos por el hombre blanco, el orgullo de ser negros, y ponderaban el acervo y los valores que la raza negra aportó a la cultura universal.

Todo esto sucede a mediados del siglo XX, momento en que se despierta una conciencia extraeuropea, en que los habitantes del llamado Tercer Mundo empiezan a buscar su propia identidad y los africanos, en particular, ansían desprenderse del complejo de esclavo. Tanto la tesis de Ant Diop como la teoría de la négritude de Senghor y Césaire hacen ver a los europeos —cosa de la que dan fe algunos escritos de Sartre, Camus o Davidson— que nuestro planeta, dominado hasta entonces por Europa, se convierte en un mundo nuevo, multicultural, en el que otras comunidades y culturas, oriundas de más allá de las fronteras europeas, aspiran a ocupar un lugar digno y respetado en la familia humana.

En este contexto surge el problema de la actitud hacia el otro Otro. Pues hasta entonces la relación Yo-el Otro siempre se había contemplado desde la perspectiva de un Yo y un Otro pertenecientes a una misma cultura. Ahora, sin embargo, aparecía un nuevo Otro, procedente de una cultura distinta, formado por ésta y apegado a sus propios valores y costumbres.

En 1960 Senegal consigue la independencia. Se convierte en su presidente el mencionado poeta Léopold Senghor, cliente habitual de los cafés y las tertulias del parisiense Barrio Latino. Todo lo que durante largos años ha sido una teoría, un plan, un sueño, tanto de él mismo como de sus amigos de África, de las islas caribeñas y de las dos Américas, un deseo de recuperar las raíces simbólicas, las fuentes perdidas, el comienzo de su propio mundo, del cual habían sido brutalmente arrojados por hordas de traficantes de esclavos para ser trasplantados durante generaciones enteras a una realidad extraña, envilecedora y hostil, ahora por primera vez puede traducirse en actos prácticos, en ambiciosos proyectos y en audaces realizaciones a largo plazo.

Y Senghor, desde los primeros días de su presidencia, empieza a organizar el Premier Festival Mondial des Arts Nègres. Precisamente así, pues se trata del arte de toda la gente negra y no sólo de los africanos, se trata de mostrar su grandeza, su importancia, su carácter universal, su dinamismo y diversidad. Si bien sus fuentes estaban en África, su ámbito de influencia es ahora el mundo entero.

Senghor inaugura este festival, cuya duración está prevista para varios meses, en 1963, en Dakar. Puesto que llego tarde a la inauguración y todos los hoteles de la ciudad están ocupados, me dan una habitación en la isla, en la Pension de Famille que regentan Mariem y Abdou, senegaleses del pueblo peul, tal vez descendientes de un fellah egipcio o, quién sabe, de algún faraón.

Por la mañana, Mariem coloca ante mí un jugoso trozo de papaya, una taza de café, muy dulce, media baguette y un tarro de mermelada. Aunque le gusta permanecer callada, la tradición la obliga a hacer una serie de preguntas matutinas de rigor: cómo he dormido, si me siento descansado, si no ha hecho demasiado calor, si me han picado los mosquitos, si he soñado… «¿Y qué si no he tenido sueño alguno?», le pregunto. «Imposible», responde Mariem. Ella siempre sueña. Con los niños jugando, con visitas a la aldea de sus padres… Unos sueños muy buenos y agradables.

Le doy las gracias por el desayuno y me dirijo al embarcadero. El transbordador me lleva a Dakar. La ciudad vive con el festival. Exposiciones, conferencias, conciertos, representaciones teatrales. Están todos: el África oriental y occidental, central y del sur; Brasil y Colombia, el Caribe entero con Jamaica y Puerto Rico a la cabeza, Alabama y Georgia, las islas del Atlántico y del Índico.

Las calles y plazas se han convertido en escenarios de montajes teatrales. El teatro africano no es tan rigorista como el europeo. En cualquier parte puede reunirse un grupo de personas e interpretar una obra inventada ad hoc en el acto. No hay texto, todo es producto del instante, del estado de ánimo y la desbordante imaginación del momento. Todo puede servir como tema: cómo la policía captura a una panda de ladrones, cómo luchan los comerciantes a fin de que el ayuntamiento no les arrebate su plaza en el mercado, cómo unas esposas rivalizan por un marido que está enamorado de otra mujer. La trama debe ser sencilla y la lengua comprensible para todo el mundo.

A alguien se le ocurre una idea y se declara director de la obra. Reparte los papeles y empieza el espectáculo. Si esto sucede en una calle, una plaza o un patio, enseguida se congrega allí una multitud. Durante la representación, la gente ríe, comenta, aplaude. Cuando el argumento es interesante, los espectadores, pese a un sol de justicia, no abandonan sus puestos, pendientes del desarrollo de la intriga; pero si la obra se deslavaza, si falta afinidad entre los miembros de la improvisada compañía, el teatro no tardará en desaparecer, el público y los actores se marcharán cada uno por su lado, dejando sitio a otros, que, quizá, tendrán más suerte.

Algunas veces veo que los actores interrumpen los diálogos para empezar una suerte de danza ritual, momento en que todo el público se une a ellos. En ocasiones se trata de una danza animada y alegre, pero, en otras, todo lo contrario, los bailarines se sumen en un gran estado de concentración y gravedad; la participación en el ritmo común es para ellos una vivencia profunda, algo serio e importante. Pero luego la danza termina, los actores vuelven a sus diálogos y los espectadores, sumidos hasta hace un momento en un trance místico, de nuevo ríen, exultantes de alegría.

El teatro no sólo está unido a la danza, sino que tiene otro importante elemento: la máscara, también indisolublemente unida al mismo. Los actores a veces actúan con la máscara puesta, pero también ocurre que simplemente la llevan encima —en la mano, bajo el brazo, incluso atada a la espalda—, pues en este calor infernal resulta difícil llevarla en la cara durante mucho rato. La máscara es un símbolo, un objeto lleno de emociones y significados, habla de la existencia de un mundo diferente del cual es signo, representación y mensaje. Nos comunica algo, de algo advierte; aparentemente pétrea e inmóvil, con su aspecto trata de hacer que afloren nuestros sentimientos y emociones, de subordinarnos.

Senghor ha reunido —pidiéndolas prestadas a muchos museos— miles y miles de máscaras, que en tamaña aglomeración —en verdad impresionante— han creado un misterioso mundo aparte. Entrar en él constituye una experiencia irrepetible. Uno empieza a comprender por qué las máscaras han ejercido tanto poder sobre las personas, por qué las han hipnotizado, desarmado o sumido en un estado de éxtasis. También empieza a estar claro por qué la necesidad de la máscara y la fe en su poder mágico han unido a pueblos enteros, permitiéndoles comunicarse a través de continentes y océanos, dotándoles del sentido de comunidad e identidad, constituyendo una forma de tradición y memoria comunes.

Yendo de un espectáculo callejero a otro, de una exposición de máscaras y esculturas a otra, tuve la sensación de asistir al renacimiento de una gran cultura, al alumbramiento de su sentido de la otredad, la importancia y el orgullo, a la conciencia de su alcance global, universal. Pues no sólo había allí máscaras de Mozambique y del Congo, sino también luces del rito macumba de Río de Janeiro, y escudos de las divinidades haitianas del vudú, y copias de sarcófagos de faraones egipcios…

Sin embargo, la alegría por este renacimiento del sentido de comunidad se ve empañado por el sentimiento de decepción y desencanto que lo acompaña. Un ejemplo: precisamente en Dakar leo el recién publicado Black Power, un inquietante libro del escritor norteamericano Richard Wright. A principios de los años cincuenta, Wright, un afroamericano de Harlem, impelido por el deseo de volver a la tierra de los antepasados (se decía entonces: volver al seno de la madre África), emprende un viaje a Ghana. El país, que en aquella época lucha por su independencia, es escenario de manifestaciones, rebeliones y protestas. Y Wright toma parte en esos mítines, conoce la vida cotidiana de las ciudades, visita los mercados de Accra y Takoradi, habla con los comerciantes y los dueños de las plantaciones y constata que, pese a tener el mismo color de la piel, ellos —los africanos— y él —americano— son unos perfectos extraños, no hablan una misma lengua ni tienen nada que ver: lo que a ellos les resulta importante en él sólo suscita la más absoluta indiferencia. Cuanto más se prolonga el viaje africano mayor y más difícil de soportar es la sensación de extrañeza que experimenta el autor, que la vive como una pesadilla y una maldición.

La filosofía de la négritude intenta precisamente abolir esas barreras de culturas extrañas que han dividido el mundo de los negros y devolverle la lengua común y la unidad.

Mi habitación en la Pension de Famille está en el primer piso. ¡Y qué habitación! Grande, hecha de piedra toda ella, con dos aberturas en lugar de ventanas y una en lugar de puerta, pero esta última, a cambio, es inmensa, como una entrada de carruajes. También tengo una amplia terraza, desde la cual, y hasta donde alcanza la vista, se ve el mar. Mar y nada más que mar. Infinito. El Atlántico. Una brisa fresca no cesa de recorrer la estancia, cosa que me hace sentir como en un barco. La isla es inmóvil, igual que el tranquilo mar, que en cierto sentido también lo es; lo que sí cambia, todo el tiempo además, son los colores: del agua, del cielo, del día y de la noche. En realidad, de todo: de las paredes y tejados de la aldea vecina, de las velas de las barcas de pesca, de la arena de las playas, de las palmeras y los mangos, de las alas de las gaviotas y las golondrinas de mar que sobrevuelan en círculos el lugar. Un lugar soñoliento, incluso pétreo, que cautiva, fascina y embriaga a toda persona sensible a los colores, aunque, también, al cabo de un tiempo, la cansa y entumece.

Cerca del sitio donde se levanta mi pensión-hotel, entre los inmensos peñascos y el liquen de la orilla, se ven los calcificados restos de unas murallas, devastadas ya por el tiempo y la sal. Tanto estas murallas como toda la isla de Gorée gozan de una fama siniestra, la peor: a lo largo de doscientos años, o tal vez durante más tiempo todavía, la isla, convertida en prisión, fue campo de concentración y puerto de salida de esclavos africanos con rumbo al otro hemisferio: a las dos Américas y al Caribe. Se calcula que en aquel período se enviaron desde Gorée entre diez y veinte millones de mujeres y hombres jóvenes. Teniendo en cuenta la época ¡era un número exorbitante! Los secuestros y las deportaciones en masa de sus habitantes despoblaron África.

El continente se quedó vacío; lo cubrió la maleza.

Sin parar, durante años y años, largas columnas de gente fueron llegando al son del látigo desde el interior de África al lugar donde hoy se levanta Dakar, desde donde eran trasladadas en barcas a la isla. Muchas personas de aquellos contingentes, víctimas del hambre, la sed y las enfermedades, morían allí mismo mientras esperaban los barcos que debían llevarlas a través del Atlántico. Los muertos en el acto eran arrojados al mar, donde los despedazaban los tiburones. Las aguas de Gorée se convirtieron en su cebadero preferido. Regimientos enteros de estos depredadores asediaban la isla día y noche. Cualquier intento de fuga carecía de sentido: los tiburones acechaban a los atrevidos, vigilándolos con el mismo celo que sus centinelas blancos. Según cálculos de los historiadores, la mitad de los embarcados moría durante la travesía. Más de seis mil kilómetros por mar separan Gorée de Nueva York. Semejante distancia, unida a las espantosas condiciones de viaje, sólo la aguantaban los más fuertes.

¿Nos paramos a pensar en que, desde los tiempos inmemoriales, la riqueza del mundo —desde el sistema de regadío en Mesopotamia, las murallas chinas, las pirámides egipcias y la Acrópolis ateniense hasta las plantaciones de azúcar en Cuba y las de algodón en Luisiana y Arkansas, las minas de carbón en Kolymá y las autopistas alemanas— ha sido construida por esclavos? ¿Y las guerras? Se hicieron durante siglos enteros para capturarlos. Capturarlos, encadenarlos, fustigarlos y violarlos, todo con el fin de sentir la satisfacción de tener en propiedad a un ser humano. Era uno de los motivos principales —a menudo su única razón— para desencadenar una guerra; un poderoso resorte que ni siquiera se intentaba ocultar.

Los que conseguían sobrevivir al viaje transatlántico (se decía que los barcos llevaban black cargo) transportaban consigo su propia cultura, esa cultura afroegipcia que tanto había fascinado al incansable Heródoto, quien la había descrito en su obra mucho antes de que se viera trasladada al otro hemisferio.

¿Y cómo eran los esclavos del mismo Heródoto? ¿Cuántos tenía? ¿Cómo los trataba? Quiero creer que no tenían motivos para quejarse de su amo, hombre de buen corazón. Visitaron con él medio mundo, y más tarde, cuando ya se hubo instalado en Thurioi para escribir su Historia, tal vez le sirvieron de memoria viva, de enciclopedias andantes, recordándole los nombres de personas y cosas y los detalles de aquellas historias que él había olvidado en un determinado momento de su trabajo, y de esta manera contribuyeron a la extraordinaria riqueza de este libro.

Pero ¿qué sería de ellos después de la muerte de Heródoto? ¿Los habrían expuesto en el mercado como un producto a la venta o, quizá, siendo ya tan viejos como su amo, no tardarían en seguirlo en su viaje al más allá?