ENTRE REYES MUERTOS Y DIOSES OLVIDADOS
El deseo de permanecer por más tiempo con Darío hace que rompa el orden de mis viajes y me traslade del Congo de 1960 al Irán de 1979, es decir, al escenario de esa revolución islámica que encabeza un anciano vetusto, adusto e inexorable, el ayatolá Jomeini.
Este saltar de una época a otra siempre ha sido una gran tentación del hombre, que, siendo esclavo y víctima de las implacables leyes del tiempo, anhela, aunque sólo sea por un momento y a sabiendas de que se trata de una ilusión, sentirse su amo y señor, elevarse por encima de él para poder establecer su propio orden de épocas, estadios y períodos, juntarlos o separarlos, manejarlos a su antojo.
Pero ¿por qué precisamente Darío? Porque al leer lo que dice Heródoto sobre los soberanos orientales, vemos que, si bien es cierto que todos ellos cometen actos crueles, hay entre ellos algunos que a veces hacen algo más, y que ese «más» puede ser útil y bueno. Tal es el caso de Darío. Por un lado, asesino. Al menos en el momento en que partía con su ejército contra los escitas: Entonces sucedió que uno de los persas, llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella campaña, suplicó a Darío que de los tres dejase a uno en su casa. Respondiole Darío que, siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedarían libres y exentos de marchar a la guerra; pero Darío dio orden de que los ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de este modo, degollados, quedaron con su padre.
Por otra parte, sin embargo, era un buen gobernante: cuidó de los caminos y el correo, acuñó moneda y apoyó el comercio. Y, sobre todo, casi en el mismo momento en que se atavía con la diadema real, empieza a construir una ciudad magnífica, Persépolis, cuyo esplendor e importancia se compara con los de La Meca y Jerusalén.
Estoy en Teherán, describiendo las últimas semanas del sha. La ciudad, enorme, caótica, diseminada sobre un arenal, está totalmente desorganizada. El tráfico se ve paralizado cada día por manifestaciones sin fin. Hombres —todos de pelo negro— y mujeres —todas con chador— caminan en columnas de uno o, incluso, varios kilómetros cantando, coreando consignas, alzando los puños en rítmicas amenazas. A cada momento salen a las calles y plazas carros blindados que disparan sobre los manifestantes. Las balas no son de fogueo, hay muertos y heridos, las muchedumbres se dispersan; impelida por un miedo atroz, la gente busca refugio en los portales.
Tiradores de élite disparan desde los tejados. La persona que alcanzan hace un movimiento hacia delante, como si hubiese tropezado y estuviese a punto de caer de bruces, pero enseguida la sostienen otras que caminan a su lado y la llevan hasta la acera, mientras la manifestación sigue adelante amenazando rítmicamente con los puños. A veces van a la cabeza muchachas y muchachos vestidos de blanco y con cintas blancas en la frente. Son los mártires, jóvenes dispuestos a morir. Éste es precisamente el mensaje que exhiben escrito en las cintas. Algunas veces, antes de que la manifestación eche a andar, me acerco a ellos intentando adivinar lo que expresan sus rostros. No expresan nada. En cualquier caso, nada que yo fuera capaz de describir, para lo que supiese hallar la palabra adecuada.
Por la tarde cesaba la actividad de los manifestantes, los tenderos abrían sus comercios y los libreros de viejo —que campaban por todas partes— desplegaban sus colecciones sobre las aceras. A uno le compré dos álbumes de Persépolis. El sha se enorgullecía de aquella ciudad, allí organizaba festivales y grandes celebraciones a las que acudían invitados de todo el mundo. En cuanto a mí, puesto que fue Darío quien había empezado su construcción, deseaba fervientemente ir a conocerla.
Por fortuna ha llegado el ramadán y en Teherán se ha instalado la tranquilidad. He localizado la estación de autobuses y comprado un billete para Shiraz, desde donde ya no queda mucha distancia para Persépolis. Me lo han vendido sin pega alguna, aunque después resultará que el autobús va lleno. Es un lujoso Mercedes, con aire acondicionado, que se desliza suave y silenciosamente por una estupenda carretera. El camino lleva a través de un desierto pardusco y pedregoso, de vez en cuando se pasa junto a una aldea —pobre, de barro, sin rastro de hierba— con nutridos grupos de niños jugando y con rebaños de cabras y ovejas.
En las paradas siempre sirven lo mismo: un plato de trigo sarraceno de grano suelto, un pincho caliente de carne de cordero y un vaso de agua, y de postre, un vaso de té. Me resulta difícil entablar alguna conversación porque desconozco el farsi, pero la atmósfera es agradable, los hombres se muestran amables, sonrientes. Las mujeres en cambio miran para otro lado. Ya sé que no se las debe mirar fijamente, sin embargo, cuando uno permanece durante un buen lapso entre un mismo grupo de mujeres iraníes, puede suceder que una de ellas se ajuste el velo de tal manera que de él asome por un instante un ojo, invariablemente negro, grande, brillante y enmarcado por largas pestañas.
Tengo un asiento junto a la ventanilla, pero como la vista desde el autobús es siempre la misma, al cabo de varias horas de viaje saco de la bolsa a Heródoto y retomo mi lectura sobre los escitas.
Acerca de sus usos y conducta en la guerra, el escita bebe luego la sangre al primer enemigo que derriba, y a cuantos mata en las refriegas les corta la cabeza y las presenta después al soberano: ¡infeliz del que ninguna presenta!, pues no le cabe parte alguna en los despojos, de que sólo participa el que las traiga. Para desollar la cabeza cortada al enemigo, hacen alrededor de ella un corte profundo de una a otra oreja, y asiendo la piel la arrancan del cráneo, y luego, con una costilla de buey, la van descarnando, y después la ablandan y adoban con las manos, y así curtida, la guardan como si fuera una toalla. El escita guerrero la ata de las riendas del caballo en que va montado y lleva como en triunfo aquel colgajo humano, y quien lleva o posee mayor número de ellos es reputado por el más bravo soldado: aún se hallan muchos entre ellos que hacen coser en sus capotes aquellas pieles, como quien cose un pellico… pues el cuero humano, recio y reluciente, adobado, saldría sin duda más blanco y lustroso que ninguna de las otras pieles. Dejo aquí la lectura porque de pronto aparecen detrás de la ventanilla unos palmerales, extensos campos verdes, algunos edificios y luego, calles y farolas. Por encima de los tejados brillan las cúpulas de las mezquitas. Hemos llegado a Shiraz, ciudad de jardines y alfombras.
En la recepción del hotel me dijeron que a Persépolis sólo se podía llegar en taxi y que era mejor salir antes del alba pues entonces se veía cómo salía el sol e iluminaba con sus primeros rayos las regias ruinas.
En efecto, el taxista ya me estaba esperando ante el hotel y enseguida nos pusimos en marcha. Era luna llena, así que veía que atravesábamos una llanura tan plana como el fondo de un lago seco. Al cabo de media hora de camino, Jafar —así se llamaba el taxista— detuvo el coche y sacó del portaequipajes una botella de agua. El agua estaba helada, y no sólo ella: a esa hora hacía un frío atroz, tanto, que al verme temblar de arriba abajo, Jafar se apiadó de mí y me cubrió con una manta.
Nos comunicábamos sólo por señas. Me indicó que me lavase la cara. Obedecí y ya estaba a punto de secármela cuando él me detuvo con un gesto: no debía secarme la cara yo, debía hacerlo el sol. Comprendí que se trataba de un ritual y me quedé allí de pie, esperando pacientemente.
La salida del sol en el desierto siempre es un espectáculo luminoso, por momentos místico, en el cual el mundo, ese mismo mundo que nos ha abandonado por la tarde y ha desaparecido durante la noche, de repente regresa. Regresan el cielo, la tierra y la gente. Todo esto vuelve a ser y a estar, volvemos a verlo todo. Si por los alrededores hay un oasis lo veremos; si hay un pozo, también veremos el pozo. En este momento sobrecogedor los musulmanes se hincan de rodillas y dicen su primera plegaria del día, el salad as-subh. Y su arrobamiento se contagia también a los infieles, todos viven de la misma manera el regreso del sol al mundo, tal vez sea el único acto auténticamente real y sincero de hermanamiento ecuménico.
Se hace de día y entonces aparece Persépolis en toda su real majestuosidad. Es una enorme ciudad de piedra, de templos y palacios, situada sobre una gigantesca terraza tallada en las faldas de unas montañas que, de repente, sin ningún estadio intermedio, surgen en el lugar donde acaba la llanura sobre la cual ahora mismo nos encontramos. El sol me está secando la cara, y el sentido de esta escena es el siguiente: el sol, igual que el hombre, necesita agua para vivir. Si al despertarse ve que puede tomar unas gotas del rostro de una persona, la tratará con más benevolencia a esa hora en que se vuelve cruel: al mediodía. Y esa benevolencia nos la mostrará dándonos en esos instantes un poco de sombra. No nos la dará directamente sino a través de las más diversas cosas: un árbol, un techo, una gruta. Bien sabemos que sin el sol estas cosas, por sí mismas, no tienen sombra. Así, el sol, al caer sobre nosotros, al mismo tiempo nos proporciona un escudo.
Es un amanecer igual al que estamos contemplando ahora, cuando, doscientos años después de que Darío empezase la construcción de Persépolis, a finales de enero del año 330 antes de nuestra era, se aproxima a la ciudad, al frente de sus tropas, Alejandro Magno. Todavía no ve las edificaciones pero sabe de su esplendor y de las incalculables riquezas que atesoran. Precisamente en esta llanura en la que nos hallamos Jafar y yo encuentra a un grupo muy extraño: «Justo después de fondear el río se toparon con la primera delegación. Pero los individuos harapientos que la componían diferían mucho de los acicalados oportunistas y colaboracionistas con los que Alejandro había tratado hasta entonces. Los gritos de saludo que proferían, así como los ramos de suplicante que llevaban en las manos, denotaban su origen griego: eran hombres viejos o de mediana edad, tal vez mercenarios que tiempo atrás habían luchado en el bando equivocado contra el cruel monarca Artajerjes Ochos. Ofrecían un aspecto lamentable, incluso fantasmagórico, pues cada uno de ellos aparecía terriblemente mutilado. Siguiendo un método inequívocamente persa, les habían cercenado —a todos— las narices y las orejas. A algunos también las manos, y a otros, los pies. Todos lucían un estigma espantoso en la frente. “Eran hombres —dice Diodoro Sículo— que habían logrado mucha destreza en las artes y los oficios y lo hacían todo con gran habilidad; entonces les cortaron todas las demás extremidades, dejando sólo aquellas que les eran imprescindibles para ejercer su oficio.”».
Estos desgraciados piden a Alejandro, sin embargo, que no les ordene regresar a Grecia sino que los deje allí mismo, en Persépolis, la cual, al fin y al cabo, habían levantado: con su aspecto, en Grecia, «cada uno de ellos se sentiría aislado, sería objeto de conmiseración, escoria de la comunidad».
Llegamos a Persépolis.
Conduce a la ciudad una escalinata larga y ancha. A un lado de ella se extiende un largo bajorrelieve, tallado en mármol gris oscuro, alto y perfectamente pulido, que representa una fila de vasallos acudiendo al rey para rendirle homenaje de lealtad y sumisión. A cada peldaño corresponde un vasallo, y son casi un centenar. Cuando pisamos un escalón nos acompaña el vasallo adscrito al mismo, el cual, en cuanto subimos uno más, nos traspasa al vasallo siguiente, mientras que él se queda en su sitio, vigilando su escalón. Resulta sorprendente que las figuras de los vasallos —en su aspecto, tamaño y forma— sean absolutamente idénticas. Llevan unas vestimentas ricas, largas hasta los pies, unos tocados ensortijados en la cabeza, largas picas entre las manos y sobre el hombro, aljabas adornadas. La expresión de sus rostros es grave, y aunque les aguarda un acto de sumisión, todos caminan erguidos, en actitud llena de dignidad.
Ese aspecto idéntico de los vasallos que nos acompañan en la subida nos da —paradójicamente— la sensación de movimiento en la inmovilidad, pues por un lado sabemos que subimos pero por otro, como siempre vemos a un mismo vasallo, tenemos la impresión de que no nos movemos de sitio, como si nos apresaran unos espejos invisibles e ilusorios. Sin embargo, finalmente alcanzamos la cumbre y podemos echar una mirada hacia atrás. La vista es impresionante: a nuestros pies, abajo, se extiende una llanura infinita, a esa hora ya inundada por un sol cegador, cortada tan sólo por un camino, precisamente este por el que se accede a Persépolis.
Semejante escenario crea dos situaciones psicológicas distintas, diametralmente opuestas:
—desde el punto de vista del rey: el rey está de pie en lo alto de la escalera y mira hacia la llanura. En el otro extremo de la misma, es decir, muy, muy lejos, ve aparecer unos puntitos, motas de polvo, granos minúsculos, briznas apenas visibles y difíciles de reconocer. Mientras los mira, el rey se pregunta qué puede ser. Al cabo de un tiempo las motas y los granos se aproximan, crecen y poco a poco se cristalizan. Seguramente son los vasallos, piensa el rey, pero como la primera impresión siempre es la más importante —y ésta era: motas y granos— el rey se formará de sus vasallos —y la conservará para siempre— ésta y no otra opinión. Pasa otro rato y ve unas figuras pequeñas, contornos de siluetas. En efecto, no me equivocaba, dice el rey a los cortesanos que lo rodean, claro que son mis vasallos, tengo que ir deprisa a la Sala de Audiencias para que me dé tiempo a sentarme en el trono antes de que lleguen hasta aquí (el rey no habla con sus súbditos sino sentado en el trono);
—y ahora desde el punto de vista opuesto, es decir, de todos los demás, incluidos los vasallos: todos aparecen en la otra punta de Persépolis. Ven sus magníficos y deslumbrantes edificios, sus dorados y sus cerámicas. Atónitos, caen de rodillas (aunque se hinquen de rodillas, no son todavía los musulmanes que llegarán hasta aquí sólo al cabo de mil cien años). Después de volver en sí, se levantan y sacuden el polvo de sus ropajes. Es esto lo que percibe el rey como un movimiento de briznas y motas. Ahora, a medida que se aproximan a Persépolis, su admiración aumenta, pero al mismo tiempo aumenta también su sentimiento de humildad, de insignificancia, de lo miserables que son, de que no son nada. Es verdad, no somos nada, el rey puede hacer con nosotros lo que le venga en gana, incluso si nos condena a muerte aceptaremos su sentencia sin decir palabra. Pero si logran salir de aquí sanos y salvos, ¡cuánto ganarán en rango e importancia entre sus congéneres! «Éste es aquel que vio al rey», dirán. Y luego: «Éste es hijo de aquel que vio al rey», luego el nieto, el bisnieto, etc.: estirpes enteras se aseguran así un lugar en su comunidad durante generaciones.
Por Persépolis puede uno pasear hasta hartarse. Está desierta y silenciosa. No hay guías, ni vigilantes, ni mercaderes, ni encargados de atraer la clientela. Jafar se ha quedado abajo, estoy solo en medio del gran cementerio de piedras. Piedras que forman pilares, portales y columnas con bajorrelieves esculpidos. Ninguna piedra del lugar tiene su forma natural, ninguna es tal como aparece en la tierra llana o en las montañas. Todas están cuidadosamente cortadas, pulidas y ajustadas. ¡Cuánta fatiga, cuánto trabajo meticuloso, agotador e ímprobo metieron en ellas durante años miles y miles de hombres! ¿Cuántos cayeron fulminados mientras cargaban esas rocas gigantescas? ¿Cuántos murieron de extenuación y de sed?
Cada vez que contempla uno ciudades, templos, palacios ya muertos, se pregunta por la suerte que corrieron sus constructores. Por su dolor, sus columnas vertebrales rotas, por los ojos que saltaron de sus cuencas al recibir el impacto de una esquirla, por su reumatismo. Por su vida desgraciada. Su sufrimiento. Y entonces surge la siguiente pregunta: ¿podrían existir tamañas maravillas sin ese sufrimiento? ¿Sin el látigo del vigilante? ¿Sin ese miedo que anida en el esclavo? ¿Sin esa soberbia que anida en el soberano? En una palabra, ¿no habrá sido el gran arte del pasado obra de lo que el hombre tiene de malo y negativo? Y al mismo tiempo, ¿no lo habrá creado su convicción de que lo negativo y lo débil que lleva dentro puede ser vencido sólo por lo bello, sólo por el esfuerzo y la voluntad de crearlo? ¿Y de que lo único que no cambia nunca es la forma de la belleza? ¿Y de la necesidad de ella que vive en nosotros?
Aún paso por la Propyleia, la Sala de las Cien Columnas, el Palacio de Darío, el Harén de Jerjes y el Gran Tesoro. Hace un calor inclemente y ya no me quedan fuerzas para el Palacio de Artajerjes ni para la Sala de Consejos ni para decenas de otros edificios y ruinas que constituyen esa ciudad de reyes muertos y dioses olvidados. Empiezo a bajar por la gran escalinata, acompañado por la comitiva de vasallos que, asomando de los bajorrelieves, se dirigen al rey para rendirle homenaje.
Jafar y yo regresamos a Shiraz.
Echo una mirada hacia atrás: Persépolis va disminuyendo por momentos, la envuelven cada vez más las nubes de polvo que levanta el coche hasta que, cuando ya entramos en la ciudad, desaparece definitivamente tras la primera curva.
Regreso a Teherán.
A las multitudinarias manifestaciones, a los cantos y las consignas, al estruendo de los disparos y el hedor de los gases, a los francotiradores y a los libreros de viejo.
Vuelvo a Heródoto, que cuenta cómo, cumpliendo una orden de Darío, uno de sus generales, Megabazos, conquista Tracia. Hay entre los tracios, escribe Heródoto, un pueblo llamado trausos. Los trausos, si bien imitan en todo las costumbres de los demás tracios, practican, no obstante, sus usos particulares en el nacimiento y en la muerte de los suyos; porque al nacer uno de ellos, puestos todos los parientes alrededor del recién nacido, empiezan a lanzar grandes lamentos, contando los muchos males que le esperan en el curso de su vida, y siguiendo una por una las desventuras y miserias humanas; pero al morir alguno, con muchas muestras de contento y saltando de placer y alegría, le dan sepultura, ponderando las miserias de que acaba de librarse y los bienes de que empieza a verse colmado en su bienaventuranza.