LA MEMORIA EN LOS CAMINOS DEL MUNDO
Nada más regresar a Polonia cambié de redacción. Me dieron un puesto en la Agencia de Prensa Polaca (PAP). En vista de que acababa de volver de China, mi nuevo jefe —Michal Hofman— dio por sentado que yo era un experto en asuntos de Extremo Oriente y por eso me asignó aquella zona: la parte de Asia que estaba al este de la India y que abarcaba las incontables islas del Pacífico.
Todos sabemos poco sobre todas las cosas, pero yo desconocía por completo la parte del mundo que me habían asignado. Por eso me pasaba las noches documentándome sobre las guerrillas en la jungla de Birmania y Malaisia, sobre las rebeliones en Sumatra y Célebes o sobre la revuelta de la tribu moro en Filipinas. Otra vez el mundo se me revelaba como un tema inmenso que era imposible escrutar y abarcar. Tanto más cuanto que no disponía de mucho tiempo, pues el trabajo en la redacción me ocupaba días enteros: a cada momento, procedentes de muchos países, llegaban despachos de prensa que se tenían que leer, traducir, abreviar, redactar y enviar a los periódicos y a la radio.
De esta manera, puesto que cada día recibía noticias desde Rangún y Singapur, Manila y Bandung, mi viaje por Asia —empezado en la India y Afganistán y luego continuado en Japón y China— no se había interrumpido. Sobre la mesa, bajo un cristal, tenía un mapa de este continente, publicado antes de la guerra, por el que solía deslizar el dedo con el fin de localizar dónde diablos se hallaban lugares como Phnom Penh, Surabaya, las Islas Salomón o el difícil de encontrar Laoang, porque allí acababa de producirse un intento de atentado contra Alguien Importante o se declaraban en huelga los trabajadores de una plantación de caucho. Me trasladaba mentalmente de aquí para allá al tiempo que intentaba imaginarme todos aquellos lugares y acontecimientos.
A veces, cuando por la tarde la redacción se quedaba desierta, los pasillos se llenaban de silencio y yo quería descansar de telegramas sobre huelgas y luchas armadas, sobre los atentados y las explosiones que sacudían a países que me eran desconocidos, sacaba del cajón la Historia de Heródoto.
Heródoto empieza su libro con una frase en la que explica por qué y para qué lo había escrito:
Heródoto de Halicarnaso va a presentar aquí frutos de sus investigaciones llevadas a cabo para impedir que el tiempo borre la memoria de la historia de la humanidad, y menos que lleguen a desvanecerse las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos como de los bárbaros. Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros.
Esta frase es la clave de todo el libro.
En primer lugar, Heródoto informa de que ha llevado a cabo una serie de investigaciones (aunque yo habría preferido la palabra «inquisiciones»). Hoy sabemos que les dedicó toda su vida (larga para los tiempos que corrían). ¿Por qué hizo tal cosa? ¿Por qué en su juventud tomó esta decisión? ¿Alguien lo alentaría a hacerlo? ¿Le encargaría aquellas inquisiciones? ¿Se habría puesto Heródoto a servir a algún poderoso mandatario? ¿A un consejo de ancianos? ¿A un oráculo? ¿Quién las necesitaba? ¿Para qué?
A lo mejor hizo todo lo que hizo por iniciativa propia, dominado por una especie de hambre de conocimiento, impelido por una fuerza mayor, tan impetuosa como indefinida. A lo mejor tenía una mente inquisitiva por naturaleza, un cerebro que no cesaba de alumbrar miles de preguntas que no le dejaban vivir, despertándolo en las noches. Y si tenía esa particular, personal e intransferible chifladura —siempre ha habido gente loca— que responde al nombre de curiosidad, ¿dónde encontraba el tiempo necesario para satisfacerla durante años?
Heródoto confiesa su obsesión por el tema de la memoria: es consciente de que la memoria es defectuosa, frágil, efímera e, incluso, ilusoria. De que todo lo que guarda en su interior puede esfumarse, desaparecer sin dejar rastro. Toda su generación, todas las personas que habitan el mundo de entonces viven embargadas por el mismo temor. Sin la memoria no se puede vivir, ella eleva al hombre por encima del mundo animal, constituye la forma de su alma y, al mismo tiempo, es tan engañosa, tan inasible, tan traicionera. Ésta es la causa de que el hombre se muestre tan inseguro de sí mismo. Un momento, aquello sucedió… Venga, haz memoria, ¿cuándo sucedió? Fue aquel… Venga, haz memoria, ¿quién fue? No sabemos, y detrás de ese «no sabemos» se extiende el territorio del desconocimiento; es decir, el de la no existencia.
El hombre contemporáneo no se preocupa por su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada. Lo tiene todo al alcance de la mano: enciclopedias, manuales, diccionarios, compendios… Bibliotecas y museos, anticuarios y archivos. Cintas de audio y de vídeo. Internet. Depósitos interminables de palabras, sonidos y cuadros, en las casas, en los almacenes, en los sótanos y en las buhardillas. Si es niño, la maestra se lo dirá todo en la escuela, si es estudiante de universidad, se lo dirá el profesor.
Ninguna —o casi ninguna— de estas instituciones existía en tiempos de Heródoto. La persona sabía sólo aquello que su memoria lograba conservar. Sólo algunos, los elegidos, habían empezado a aprender a escribir sobre rollos de papiro o tablillas de barro. ¿Y los demás? La cultura siempre ha sido una ocupación aristocrática. Cuando se aparta de este principio, desaparece.
En el mundo de Heródoto, el individuo es prácticamente el único depositario de la memoria. De manera que para llegar a aquello que ha sido recordado hay que llegar a él; y si vive lejos de nuestra morada, tenemos que ir a buscarlo, emprender el viaje, y cuando ya lo encontremos, sentarnos junto a él y escuchar lo que nos quiera decir, escuchar, recordar y tal vez apuntar. Así es como, a partir de una situación como ésta, nace el reportaje.
De modo que Heródoto viaja por el mundo, encuentra a otros hombres y escucha lo que cuentan. Le dicen quiénes son, le cuentan sus vidas. ¿Pero cómo saben quiénes son y de dónde han venido? Ah, eso, responden, se lo han oído decir a otros, sobre todo a sus antepasados. Aquéllos les han transmitido sus conocimientos, igual que hacen ellos ahora transmitiendo los suyos. Esos conocimientos adquieren forma de relatos de lo más variado. La gente se reúne alrededor del fuego para contar historias. Más tarde se llamarán mitos y leyendas, pero en el momento en que se cuentan y se escuchan, todo el mundo cree que son purísima verdad, la realidad más real.
Escuchan atentos, el fuego crepita, alguien echa más leña, la luz y el calor de las llamas avivan el pensamiento, despiertan la imaginación. Esas reuniones en que se narran historias son casi inconcebibles sin un fuego ardiendo en las proximidades o sin que la luz de una vela o de una lamparilla disipe la oscuridad de una casa. La luz del fuego atrae y compacta el grupo, libera sus mejores energías. La llama y la comunidad. La llama y la historia, la llama y la memoria. Heráclito, anterior a Heródoto, consideraba el fuego protocomienzo de la materia toda, la primera sustancia: todo, decía, igual que el fuego, está en perpetuo movimiento, todo se apaga para luego volver a arder. Todo fluye, pero al fluir se transforma. Lo mismo sucede con la memoria. Unas imágenes se apagan y en su lugar aparecen otras. Sólo que esas nuevas imágenes no son idénticas a las anteriores, son diferentes: igual que uno no se puede bañar dos veces en el mismo río, tampoco es posible que una nueva imagen sea exactamente la misma que la anterior.
Heródoto, que comprende perfectamente esta ley del imparable tránsito de las cosas al lugar del no retorno, desea oponer resistencia a su destructora naturaleza: para impedir que el tiempo borre la memoria de la historia de la humanidad.
Dicho sea al margen, qué osadía la suya, cuán convencido de su misión e importancia tiene que estar un hombre para decir que hace algo de lo que depende la memoria de la historia de la humanidad. ¡La historia de la humanidad! ¿Y cómo podía él saber que existía tal cosa? Su predecesor, Homero, había descrito la historia de una guerra concreta, la de Troya, y luego las aventuras de un viajero solitario, Ulises. Pero ¿de ahí a la historia de la humanidad? Estamos ante una nueva noción, un nuevo horizonte, una nueva manera de pensar. En esta frase Heródoto se nos revela como cualquier cosa menos un escriba de tres al cuarto, un provinciano de miras estrechas amante de su pequeña polis y patriota de una de tantas ciudades-Estado que constituyen la Grecia de entonces. ¡No! El autor de la Historia se presenta desde el principio como un visionario del mundo, como un escritor capaz de pensar a escala planetaria, en una palabra, como el primer globalista.
Por supuesto, el mapa del mundo que contempla o se imagina Heródoto es muy distinto al que conocemos nosotros: su mundo es mucho más pequeño que el nuestro. Su centro lo constituyen las montañosas y boscosas (entonces) tierras en torno al mar Egeo. Grecia en la orilla occidental y en la oriental, Persia. Y, llegados a este punto, entramos de cabeza en el quid de la cuestión, pues apenas ha nacido Heródoto, apenas ha crecido lo suficiente para comprender algo de este mundo, constata su división, ve que su mundo está desgajado en Este y Oeste, que sus respectivas partes viven sumidas en un estado de tensión, conflicto y guerra.
La pregunta que enseguida surge en su cabeza —como surgiría en cualquier otra cabeza pensante— no puede ser sino ¿por qué es así? Tanto es así que aparece ya en la primerísima frase de la herodotiana obra maestra: Heródoto de Halicarnaso va a presentar aquí frutos de sus investigaciones… y expone con esmero las causas y los motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros.
Eso es. Vemos que esta inquietante pregunta atormenta a la humanidad desde hace milenios, que no cesa de plantearse desde la noche de los tiempos: ¿Por qué los hombres no paran de enzarzarse en guerras? ¿Qué causas aducen? ¿Qué pretenden al desencadenarlas? ¿Qué razones los guían? ¿Qué piensan? ¿Qué objetivo persiguen? Preguntas y más preguntas, ¡una retahíla interminable! Y Heródoto dedica toda su incansable y laboriosa vida a la búsqueda de respuestas. Eso sí, de entre todas las grandes cuestiones abstractas de su tiempo elige sobre todo aquellas más concretas, elige acontecimientos que se producen ante sus propios ojos o aquellos otros cuya memoria aún perdura, se mantiene viva y que, aun cuando haya palidecido un poco, todavía no se ha borrado; en una palabra, concentra su atención y sus inquisiciones en la pregunta: ¿por qué Grecia (es decir, Europa) está en guerra con Persia (es decir, Asia), por qué estos dos mundos —Occidente (Europa) y Oriente (Asia)— luchan el uno contra el otro, haciéndolo además a vida y muerte? ¿Siempre ha sido así? ¿Así será siempre?
Todo esto le intriga, le absorbe, lo obliga a dejar otras ocupaciones y nunca acaba de saciar su ansia de saber. Podemos imaginárnoslo como un hombre obsesionado por una idea que no le deja vivir en paz. Inquieto por naturaleza, no sabe quedarse en un mismo sitio, lo vemos una vez aquí y otra allá; vaya a donde vaya, allí donde recala enseguida se crea una atmósfera febril, electrizante. Las personas que no gustan de abandonar sus casas ni asomar la nariz más allá de sus terruños —y que desde siempre y en todas partes son mayoría— consideran a esos individuos que tan clamorosamente se salen de la norma como unos iluminados e, incluso, como unos locos.
A lo mejor precisamente así veían a Heródoto sus coetáneos. Él mismo no hace ninguna mención al respecto. De todos modos, ¿acaso prestaría atención a estas cosas? Estaba ocupado en sus viajes, en hacer preparativos para los mismos, y luego en seleccionar y ordenar el material recopilado. Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino. En realidad empieza mucho antes y prácticamente no se acaba nunca porque la cinta de la memoria no deja de girar en nuestro interior por más tiempo que lleve nuestro cuerpo sin moverse de sitio. A fin de cuentas, lo que podríamos llamar «contagio de viaje» existe, y es, en el fondo, una enfermedad incurable.
No sabemos qué personaje adopta Heródoto en sus viajes. ¿Comerciante (la ocupación favorita de la gente de Levante)? Seguramente no, ya que no muestra ningún interés por precios, mercancías ni mercados. ¿Diplomático? En su época no se conocía esta profesión. ¿Espía? Pero ¿de qué país? ¿Turista? No, los turistas viajan para descansar, mientras que Heródoto trabaja, y muy duro: es reportero, antropólogo, etnógrafo, historiador… Y es todas estas cosas sin dejar de ser un arquetipo de lo que la Europa de la Edad Media llamará «hombre del camino». Pero sus expediciones nada tienen que ver con la despreocupada movilidad de los pícaros que van de un lado para otro; sus viajes tienen un objetivo: Heródoto quiere conocer el mundo y a sus habitantes, conocerlos para luego describirlos. Describir, sobre todo, las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos como de los bárbaros.
Ésta es su primera intención. Pero a medida que emprende nuevos viajes el mundo crece ante sus ojos, se multiplica, se agiganta. Resulta que más allá de Egipto aún está Libia, y tras ella, la tierra de los etíopes, o sea, África; que en el este, después de atravesar la gran Persia (para lo cual se necesitan más de tres meses de marchas forzadas), está la altiva e inasequible Babilonia, y luego la patria de los indios que vete a saber dónde termina, que por el oeste el mar Mediterráneo llega lejos, a Abila y las Columnas de Hércules, y luego, como suele decirse, aún hay otro mar, y que en el norte también hay mares y estepas, y bosques habitados por incontables pueblos escitas.
Anaximandro de Mileto (hermosa cuidad de Asia Menor), anterior a Heródoto, es el autor del primer mapa del mundo. Según él, la Tierra tiene forma de cilindro. La gente vive en el disco superior del mismo, y toda ella está rodeada por el cielo. Equidistante de todos los cuerpos celestes, levita suspendida en el aire. En aquella época aparecen muchos otros mapamundis. En la mayoría de ellos, la Tierra se representa como un escudo ovalado y plano, rodeado por todas partes por las aguas del gran río Okeanos. El Okeanos, a su vez, no sólo es el límite de la Tierra, sino también la fuente de agua que alimenta a todos los ríos del mundo.
El centro de este mundo no es otro que el mar Egeo, con todas sus orillas e islas. De aquí parte Heródoto en sus viajes. Cuanto más se acerca a los confines de la Tierra, más a menudo se topa con novedades inesperadas. Es el primero en descubrir la naturaleza multicultural del mundo. El primero en clamar que todas las culturas deben ser aceptadas y comprendidas, y que, para comprender una, antes hay que conocerla. ¿Que en qué se diferencian las unas de las otras? Pues, sobre todo, en las costumbres. Dime cómo te vistes, cómo te comportas, qué costumbres tienes, a qué dioses adoras y te diré quién eres. El ser humano no sólo crea cultura y vive en su seno. El ser humano la lleva dentro, él es cultura.
A pesar de saber muchísimas cosas acerca del mundo, Heródoto está lejos de saberlo todo. Nunca ha oído hablar de China ni de Japón, nada sabe de Australia y Oceanía, ni tan siquiera presiente la existencia del grande y floreciente continente americano, más aún, muy escasos son sus conocimientos de la Europa occidental y del norte. El mundo de Heródoto se limita al Mediterráneo, y el Próximo Oriente, inundado por el sol, es un mundo de mar y de lagos, de montañas altas y verdes valles, de olivo y vid, de mijo y cordero, es una Arcadia feliz que cada pocos años se convierte en escenario de un baño de sangre.