CONDENADO A LA INDIA

A la puerta de un gigantesco cuatrimotor de Air India International, saludaba a los pasajeros una azafata ataviada con un sari de color claro. La suave tonalidad pastel de su atuendo daba a entender que nos esperaba un vuelo tranquilo y agradable. Tenía las manos juntas, como para una plegaria, pero se trataba de un gesto hindú de bienvenida. En su frente, justo a la altura de las cejas, vi, pintado con un lápiz de labios, un punto rojo, intenso como el rubí. Una vez en la cabina, detecté un fuerte olor que me resultaba desconocido; seguramente olía a aromas orientales y a hierbas, frutas y resinas indias.

Como era un vuelo nocturno, por la ventanilla no se veía más que una lucecita verde que parpadeaba en el extremo del ala. En aquella época, anterior a la explosión demográfica, los vuelos eran muy confortables ya que los aviones solían llevar poco pasaje. También aquella vez fue así. Los pasajeros dormían, cómodamente repantigados a lo largo de las filas de asientos.

Al notarme incapaz de pegar ojo, saqué de la bolsa el libro que Tarlowska me había regalado para el viaje. El ejemplar de la Historia de Heródoto era un volumen muy grueso, con cientos de páginas. Los libros así de gordos tienen un aspecto tentador; son como una invitación a una mesa llena de manjares. Empecé por la Introducción, en la que el traductor Seweryn Hammer describe la vida de Heródoto y nos introduce en el sentido de su obra.

Heródoto, escribe Hammer, nació hacia el año 485 antes de Cristo en Halicarnaso, ciudad portuaria situada en Asia Menor. Hacia el año 450 se trasladó a Atenas y, desde allí, a la colonia griega de Thurioi, sita en el sur de Italia. Murió alrededor del año 425. Viajó mucho a lo largo de su vida y nos legó un libro —se puede suponer que el único que escribió—, precisamente éste: Historia.

Hammer intenta acercarnos la figura de un hombre que vivió hace dos mil quinientos años y del cual sabemos tan poco que ni siquiera somos capaces de imaginarnos su aspecto. La obra que legó a la posteridad era accesible, en su versión original, a un puñado de especialistas que, además de dominar el griego antiguo, tenían que saber leer un relato escrito de una manera muy especial, pues el texto se asemejaba a una sola palabra ininterrumpida e infinita que llenaba decenas de rollos de papiro. «No se separaban palabras ni frases —escribe Hammer—, tampoco se conocían las nociones de capítulo y libro; el texto era impenetrable como la más tupida de las telas.» Heródoto se ocultaba tras aquella tela semejante a una cortina que no deja un solo resquicio, un telón que ni sus coetáneos ni nosotros hemos sido capaces de descorrer del todo.

Pasó la noche y se levantó el día. Con los ojos pegados a la ventanilla, por primera vez veía un espacio tan vasto de nuestro planeta. Una visión así puede inspirar pensamientos sobre la infinitud del mundo. El que conocía yo hasta entonces tenía unos quinientos kilómetros de largo y cuatrocientos de ancho. A bordo de aquel avión, en cambio, volábamos y volábamos, sin fin ni solución de continuidad, y sólo abajo, a una profundidad inescrutable, la tierra no cesaba de cambiar de color: aparecía ya quemada y marrón, ya verde, y más tarde, y durante mucho rato, de un azul oscuro.

Aterrizamos en Nueva Delhi al caer la noche. En el acto me sentí envuelto en una humedad pegajosa. Bañado en sudor, permanecí de pie durante un rato, perdido e impotente en medio de aquel lugar raro y extraño. Las personas con las que había compartido las horas del vuelo desaparecieron arrastradas por la variopinta multitud de los que esperaban a alguien.

Me quedé solo y sin saber qué hacer. El edificio del aeropuerto era pequeño y estaba oscuro y desierto. Se levantaba solitario en medio de la noche, y yo ignoraba lo que ésta escondía en lo profundo de su oscuridad. Al cabo de un rato apareció un anciano ataviado con unas vestimentas blancas que le llegaban hasta las rodillas. Lucía una barba blanca y rala y un turbante de color naranja. Me dijo algo que no entendí. Me imagino que me preguntó por qué estaba yo plantado allí, en medio de un aeropuerto vacío. No se me ocurrió nada que contestarle, me limité a escrutarlo todo con la mirada mientras me preguntaba: «¿Y ahora qué?» No estaba en absoluto preparado para aquel viaje. Mi agenda no contenía nombres ni direcciones. Mi inglés dejaba mucho que desear. Y todo porque en su día había acariciado el sueño de alcanzar lo inalcanzable, es decir, cruzar la frontera. En verdad, era lo único que había anhelado. No quería nada más. Pero una vez puesta en marcha, la sucesión de los acontecimientos me había arrojado a aquel remoto fin del mundo.

El viejo se quedó pensativo durante un rato y luego me hizo una señal con la mano dándome a entender que lo siguiese. Ante la puerta de entrada, un poco apartado, vi un autobús desvencijado y lleno de arañazos. Subimos los dos, el viejo accionó el motor de arranque y nos pusimos en camino. No habíamos recorrido ni un kilómetro cuando el conductor aminoró la marcha y comenzó a dar estridentes bocinazos. Ante nosotros, en el lugar que debía ocupar la carretera, vi un río blanco y ancho cuyo fin se perdía en el lejano fondo de la espesa oscuridad de una noche húmeda y sofocante. Aquel río estaba formado por personas que dormían a la intemperie; unas estaban tumbadas sobre unos catres de madera, otras sobre esteras y mantas, pero la mayoría cubría con sus cuerpos el asfalto desnudo y la arena que lo flanqueaba por ambos lados.

En un primer momento pensé que unas personas despertadas por el estruendo de un claxon accionado encima de sus cabezas se abalanzarían con furia sobre nosotros, que nos darían una paliza o que, incluso, nos lincharían, pero de eso nada, en absoluto. A medida que avanzábamos, se fueron levantando una tras otra para echarse a un lado, no sin llevarse a los niños y dar empujones a unas ancianas que apenas podían caminar. En su celosa mansedumbre, en aquella sumisa humildad, se encerraba una actitud de vergüenza y de disculpa, como si al dormir sobre el asfalto aquella gente hubiese cometido un delito cuyas huellas intentase ocultar lo más deprisa posible. Así transcurrió todo el viaje a la ciudad: el claxon no paraba de rugir, la gente se levantaba y se apartaba, y todo se prolongó durante mucho tiempo. Luego, ya en la ciudad, también las calles resultaron poco transitables pues todas ellas parecían un gran campamento de nómadas, habitado por fantasmas nocturnos vestidos de blanco, sonámbulos y dormidos.

De esta manera llegamos a un lugar iluminado por un neón rojo que exhibía la palabra HOTEL. El conductor me dejó en la recepción y desapareció sin decir palabra. A su vez, el hombre de la recepción, tocado con un turbante azul, me condujo hasta una pequeña habitación del primer piso donde sólo cabía una cama, una mesilla de noche y un lavamanos. Sin decir esta boca es mía, quitó de la cama la sábana, sobre la cual, presa de pánico, corría en nervioso ajetreo un enjambre de bichos de lo más variado; el hombre, al sacudir la sábana, los mandó al suelo, murmuró algo que seguramente era «buenas noches» y se marchó.

Me quedé solo. Me senté sobre la cama y me puse a analizar mi situación. Su lado negativo consistía en que no sabía dónde me encontraba, y el positivo, en que tenía un techo donde guarecerme, que una institución (el hotel) me había dado refugio. ¿Me sentía seguro? Sí. ¿Extraño? No. ¿Raro? Sí. Pero no habría sabido definir en qué consistía esa sensación de rareza. Ésta, sin embargo, se concretó ya a la mañana siguiente, cuando entró en la habitación un hombre descalzo con una tetera y unos bizcochos. Algo así me ocurría por primera vez en mi vida. Sin decir palabra depositó la bandeja sobre la mesilla de noche, hizo una reverencia y salió sin hacer el menor ruido. De todo su comportamiento emanaba una amabilidad natural y un profundo sentido del tacto, algo tan sorprendentemente delicado y digno, que enseguida sentí por él admiración y respeto.

Pero el verdadero choque de civilizaciones no se produciría hasta una hora más tarde, cuando salí del hotel. Al otro lado de la calle, en una plazoleta minúscula, habían empezado a congregarse desde la madrugada conductores de rikshas, unos hombres flacos y cargados de espaldas, con piernas huesudas y surcadas por abultadas venas. Debían de haberse enterado de que en aquel modesto hotel se había alojado un sahib —y el sahib por definición tenía dinero— y por eso estaban allí, esperándolo pacientemente, prestos a ofrecerle sus servicios. A mí, en cambio, la sola idea de ir cómodamente repantigado en una riksha tirada por un hombre flaco, débil, hambriento y sin apenas resuello me llenaba de repulsión, indignación y horror. ¿Ser un explotador? ¿Un chupasangre? ¿Oprimir a otro hombre? ¡Pero si me habían educado en un espíritu diametralmente opuesto! En uno que decía que aquellos esqueletos vivientes eran mis hermanos, mis compañeros, mis semejantes, sangre de mi sangre. Así que cuando los conductores de las rikshas se abalanzaron sobre mí en medio de ademanes solícitos y suplicantes, presionando y luchando entre ellos, me puse a apartarlos, a reprenderlos y a protestar. Sorprendidos, no lograban entender el porqué, mi conducta no les cabía en la cabeza. Al fin y al cabo, ellos contaban conmigo, yo era su única oportunidad, su única esperanza de hacerse con un cuenco de arroz. Me puse a caminar a paso decidido y sin volver la cabeza, insensible, inflexible y orgulloso por no haberme dejado endosar el papel de sanguijuela que vivía a costa del sudor humano.

¡La vieja Delhi! Sus estrechas calles inundadas de polvo, de un calor infernal y del asfixiante olor a fermentación propia de los trópicos. Y las muchedumbres: ese silencioso trasiego de personas que aparecen y desaparecen, y sus rostros: oscuros, húmedos, anónimos, impenetrables. Unos niños silenciosos que no emiten sonido alguno, un hombre con la vista clavada en lo que queda de una bicicleta que se le ha desmoronado en medio de la calzada, una mujer que vende algo envuelto en unas hojas verdes, pero ¿qué? ¿Qué ocultan esas hojas? Un mendigo enseñando que la piel de su vientre se ha pegado a su columna vertebral: ¿pero es eso posible, es probable, es imaginable tal cosa? Hay que caminar con cautela porque muchos vendedores exponen sus mercancías directamente sobre el suelo, sobre las aceras y en los bordes de las calzadas. Veo a un hombre que, delante de él y sobre un periódico, tiene dispuestas dos filas de dientes humanos acompañadas por unas tenazas de dentista antiguas: de esta manera hace propaganda de sus servicios odontológicos. Y justo al lado, su vecino, un hombrecillo encogido y apergaminado, vende libros. Después de rebuscar entre unas pilas cubiertas de polvo y agrupadas de cualquier manera, le compro dos: For Whom the Bell Tolls, de Hemingway (para estudiar inglés), y Hindu Manners, Customs and Ceremonies, del padre J. A. Dubois. El cura misionero Dubois había llegado a la India en 1792 y pasó en el país treinta y un años. Sus estudios sobre las costumbres de los hindúes dieron como fruto el libro que acabo de comprar y cuya primera edición se publicó en Inglaterra, gracias a la ayuda de la Compañía Británica de las Indias Orientales, en 1816.

Regresé al hotel. Abrí a Hemingway y empecé por la primera frase: «He lay flat on the brown, pine-needled floor of the forest, his chin on his folded arms, and high overhead the wind blew in the tops of the pine trees.» No entendí nada de lo leído. Llevaba conmigo un pequeño diccionario inglés-polaco, el único que había logrado comprar en Varsovia. En él encontré tan sólo la palabra brown, marrón. Así que empecé a leer la frase siguiente: «The mountainside sloped gently…» Y vuelta a lo mismo: ni una palabra. «There was a stream alongside…» A medida que me esforzaba por comprender algo de aquel texto, mi desánimo y mi desesperación crecían. De repente me sentí atrapado, cogido en un lazo. Atrapado por la lengua, que en aquel momento se me antojó como algo material, físico, como una corporeidad convertida en esa muralla que de pronto se levanta en medio del camino y no nos permite seguir adelante, que nos cierra el mundo vetándonos la entrada. Había algo desolador y humillante en aquella sensación. A lo mejor esto explica por qué el ser humano, cuando se topa con alguien o algo extraño por primera vez, experimenta sentimientos de miedo y de inseguridad; por qué se eriza, alerta y lleno de sospecha y desconfianza. ¿Cómo será ese encuentro? ¿En qué acabará? ¡Más vale no arriesgarse, no salir del seguro capullo de lo conocido! ¡Más vale no sacar la nariz del ejido!

Tal vez mi primera reacción también habría sido la de huir de la India y regresar a casa si no hubiera sido porque mi billete de vuelta era válido para el barco de pasajeros Batory, que hacía la ruta entre Gdansk y Bombay, pero el barco no había podido llegar porque, a la sazón, el presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, había nacionalizado el canal de Suez, a lo que Francia e Inglaterra respondieron con una intervención militar. Estalló la guerra, el canal fue bloqueado y el Batory quedó encallado en algún lugar del Mediterráneo. Así, cortada la posibilidad de dar marcha atrás, me vi condenado a la India.

Arrojado a aguas profundas, no estaba, sin embargo, dispuesto a ahogarme. Decidí que mi única salvación estaba en la lengua. Empecé a preguntarme cómo se las había apañado Heródoto con las lenguas durante sus viajes por el mundo. Según Hammer, aparte del griego no conocía ninguna, pero como los griegos estaban entonces diseminados por todo el planeta —en cualquier confín tenían sus colonias, puertos y factorías—, el autor de Historia siempre podía contar con la ayuda de sus compatriotas, que le hacían de guías y de intérpretes. Además, el griego era la lingua franca del mundo de entonces; en Europa, Asia y África lo hablaba muchísima gente, como más tarde lo haría en latín, y luego en francés y en inglés.

Al tener cortada la vuelta atrás, no me quedó más remedio que recoger el guante. Me puse a empollar palabras inglesas, día y noche. Me aplicaba compresas frías en las sienes con una toalla húmeda porque me estallaba la cabeza. No me separé de Hemingway, pero esta vez me saltaba sus incomprensibles descripciones y sólo leía los diálogos, que eran mucho más fáciles:

«—How many are you? —Robert Jordan asked.

»—We are seven and there are two women.

»—Two?

»—Yes.»

¡Y lo comprendía todo! Y esto otro:

«—Augustin is a very good man —Anselmo said.

»—You know him well?

»—Yes. For a long time.»

También lo había entendido, cosa que me insufló ánimo. Mientras deambulaba por la ciudad, me apuntaba inscripciones de los rótulos, nombres de productos expuestos en las tiendas, palabras oídas en las paradas del autobús. En los cines tomé notas, a oscuras, casi a tientas, de palabras que aparecían en la pantalla, y copié eslóganes de las pancartas cuando me topaba con alguna manifestación. Fui penetrando en la India no a través de imágenes, sonidos y olores, sino a través de la lengua, que, además, ni siquiera era el vernáculo hindi, sino una lengua extranjera, impuesta, pero que, aun así, estaba tan arraigada en el suelo indio que se identificaba con el país y, para mí, se había convertido en una clave imprescindible. Mi lucha por la India fue, en su primer asalto, una batalla con la lengua. Comprendí que cada mundo entrañaba un misterio y que el acceso al mismo sólo lo podía facilitar la lengua. Sin conocerla, ese mundo permanecería para nosotros insondable e incomprensible, por más años que pasásemos en su interior. Más aún: descubrí una relación entre tener nombre y existir, pues cada vez que volvía al hotel me daba cuenta de que en la ciudad había visto tan sólo aquello que sabía nombrar, por ejemplo recordaba una acacia pero no el árbol que crecía junto a ella, porque desconocía su nombre. En una palabra, comprendí que cuanto más vocabulario atesorase, más pronto —y más rico en su inabarcable diversidad— se abriría ante mí el mundo.

Durante todos los días inmediatamente posteriores a mi llegada a Delhi me atormentó la innegable verdad de que no estaba trabajando como reportero, que no reunía materiales para esos textos que debía escribir. Era consciente de que ¡no había ido allí como turista! Era un enviado que debía dar fe, transmitir, contar cosas. En cambio tenía las manos vacías, me sentía incapaz de hacer nada, aunque, a decir verdad, tampoco sabía por dónde empezar. Al fin y al cabo, nunca había pedido India, de la cual no tenía ni la más remota idea, sólo había soñado con cruzar la frontera, daba lo mismo cuál, dónde y en qué dirección, cruzar la frontera y punto, no había pensado en nada más. Pero ahora que la guerra de Suez imposibilitaba el regreso, no me quedaba otra salida que seguir adelante. Así que decidí ponerme en camino.

Los recepcionistas del hotel me aconsejaron Benarés: «Sacred town», decían. (Ya antes me había llamado la atención el gran número de cosas sagradas que había en el país: ciudad sagrada, río sagrado, millones de vacas sagradas. Saltaba a la vista lo mucho que el misticismo impregnaba la vida de la India, los muchos templos, capillas y altares de todo tipo que se encontraban a cada paso, los muchos pebeteros y llamas encendidos, el ingente número de personas que lucían en sus rostros marcas de algún rito y el de otras, que, sentadas sin mover un músculo, tenían la vista fija en algún punto místico.)

Hice caso a los recepcionistas y cogí un autobús con destino a Benarés. El camino, trazado a lo largo del valle de los ríos Jamuna y Ganges, atravesaba una llanura verde, un paisaje poblado por las siluetas blancas de unos campesinos que se afanaban en los cenagosos arrozales, hurgaban con azadas en la tierra o llevaban sobre sus cabezas gavillas, cestos o sacos. Pero la vista desde la ventana no cesaba de cambiar, pues a cada momento la llenaban grandes cantidades de agua. Era otoño, estación de inundaciones; los ríos se convertían en extensos lagos, incluso mares. En sus orillas aparecían, como nómadas, los damnificados por las inundaciones. Huían de la creciente ola, pero sin perder contacto con ella, se apartaban lo imprescindible, lo justo para poder regresar a sus hogares en cuanto el agua empezara a retirarse. En el calor infernal de un día incandescente, el vapor, convertido en una niebla lechosa, lo envolvía todo.

Llegamos a Benarés a última hora de la tarde, en realidad, ya de noche. La ciudad parecía carecer de suburbios, de esos arrabales que gradualmente nos preparan para el encuentro con el centro, pues allí, sin aviso alguno, se pasaba de la noche más tupida, oscura y desierta al corazón de una urbe iluminada, atestada de gente y de ruido. ¿Por qué todas aquellas personas se congregaban en un mismo lugar, por qué se apretujaban y se pisaban, cuando alrededor había tanto espacio, más que suficiente para todas ellas? Al bajar del autobús fui a dar un paseo. Llegué hasta un confín de Benarés. A un lado se extendían, sumidos en la oscuridad, unos campos desiertos e inertes, y al otro, enseguida, sin solución de continuidad, se levantaban los edificios de la ciudad, rebosante de gentío desde la primerísima fila de casas, fuertemente iluminada y sacudida por una música ruidosa. No supe explicarme aquella necesidad de vivir hacinados, de tener que rozarse a cada momento y abrirse camino a empellones cuando justo al lado había tanto espacio libre.

Los habitantes me aconsejaron pasar la noche en vela para, antes del alba, dirigirme a la orilla del Ganges, y allí, sobre una escalinata de piedra que bordeaba el río, esperar la salida del sol. «The sunrise is very important», decían, y en su voz sonaba la promesa de algo verdaderamente grande.

En efecto, todavía era noche cerrada cuando la gente ya había empezado a dirigirse hacia el río. Personas solas. En grupo. Clanes enteros. Auténticas columnas de peregrinos. Tullidos con muletas. Ancianos reducidos a meros esqueletos, llevados a hombros por hombres jóvenes. Otros, sin nadie que les ayudase, exhaustos y hechos un amasijo de carne enferma, se arrastraban a duras penas por un asfalto maltrecho y lleno de agujeros. Junto a las personas caminaban vacas y cabras, así como perros palúdicos, en puros huesos. Al final, también yo me uní a aquel extraño misterio.

No resulta fácil alcanzar la escalinata porque para llegar a ella hay que atravesar un laberinto de callejones estrechos, sucios y sofocantes, atestados hasta los topes de mendigos que, mientras intentan aferrarse a los peregrinos, lanzan gritos tan desgarradores y lastimeros que a uno se le eriza la piel. Finalmente, después de sortear arcadas y galerías, se sale a la cima de la escalinata, que baja hasta el mismísimo río. A pesar de que el alba apenas se adivina, ya la llenan miles de fieles. Unos, que no paran quietos, se abren camino a empujones vete a saber hacia dónde y para qué; otros, sentados en la posición de flor de loto, permanecen con los brazos extendidos hacia el cielo. Abajo están aquellos que se entregan al ritual de la purificación: caminan por la orilla con los pies en el agua, a veces se sumergen por unos instantes en el río de cuerpo entero. Veo a una familia que somete al ritual de purificación a una abuela rolliza y regordeta. La abuela no sabe nadar y en cuanto se mete en el agua enseguida desaparece en el fondo. La familia se lanza para sacarla a la superficie. La abuela coge aire a grandes bocanadas, pero en cuanto la sueltan vuelve a desaparecer. Veo sus ojos salidos de las órbitas y su rostro aterrorizado. Otra vez se hunde, otra vez la buscan en el río y la rescatan medio muerta. Todo este ritual parece una tortura, pero ella lo soporta sin protestar, tal vez incluso en éxtasis.

En la otra orilla del Ganges, que en este lugar fluye ancho, manso y perezoso, aparecen interminables hileras de piras funerarias en las que se incineran decenas, cientos de cuerpos. Previo pago de unas cuantas rupias, los curiosos pueden coger la barca que los llevará a ese gigantesco crematorio plantado al aire libre. Entre las hogueras van y vienen en constante ajetreo unos hombres semidesnudos y tiznados, y muchos chicos, pertrechados con unos palos muy largos, atizan el fuego para lograr el tiro máximo y así acelerar la cremación, pues hay muchos cadáveres esperando, la cola es infinita. A cada momento, los enterradores recogen las aún ardientes cenizas y las tiran al río. El gris polvo flota durante un rato sobre las olas, pero al cabo de unos instantes, impregnado de agua, desaparece bajo la superficie.