EL DESIERTO Y EL MAR
Abandono de momento la guerra grecopersa con los continuos avances de las tropas bárbaras y con las interminables disputas entre los griegos —quién de ellos es el más importante, a quién reconocer como comandante en jefe— porque acaba de llamar el embajador de Argelia, Judi, diciendo que «no estaría mal que nos encontrásemos». La expresión «no estaría mal que nos encontrásemos» suele entrañar un augurio halagüeño, una eventualidad prometedora, algo digno de interés y atención; es como si alguien dijese: «Reúnete conmigo, tengo algo para ti, no te arrepentirás».
Judi tenía una residencia espléndida: un chalet blanco y aireado, de esplendoroso estilo mauritano antiguo, construido de tal forma que en todas partes hubiera sombra, incluso allí donde la lógica dictaba espacios inundados por el sol. Nos sentamos en el jardín; desde el otro lado de la alta tapia llegaba el susurro del océano. Era la hora de la marea alta y desde la profundidad del mar, desde más allá del horizonte, venían olas gigantescas que rompían cerca de nosotros, pues el chalet se levantaba sobre una orilla baja y pedregosa, junto al agua.
Durante el encuentro hablamos de todo y de nada, en cualquier caso de nada importante, hasta el punto de que en un determinado momento empecé a preguntarme para qué me había invitado. Y entonces dijo:
—Creo que vale la pena que vayas a Argel. Las cosas pueden ponerse interesantes allí. Si quieres te daré un visado.
Me sorprendió con su anuncio. Corría el año 1965 y nada especial sucedía en Argelia. Desde hacía tres años era un país independiente que tenía al frente de su gobierno a un hombre inteligente, popular y joven, Ahmed Ben Bella.
Judi no tenía nada más que decirme, y puesto que para él, un musulmán, se acercaba la hora de la oración vespertina y acababa de sacar esa especie de rosario que usan los musulmanes y había empezado a pasar sus cuentas esmeralda entre los dedos, concluí que era hora de marcharme. Estaba hecho un lío. Si pedía permiso a Polonia para hacer aquel viaje, empezarían a preguntarme que para qué, que por qué, que con qué motivo, etc. Y la verdad es que yo no tenía la menor idea del porqué —y para qué— de aquel viaje. A su vez, recorrer medio continente africano sin un motivo era una gran insubordinación y no menor despilfarro económico, teniendo en cuenta que trabajaba en una agencia de prensa donde se contaba cada céntimo y se debía justificar detalladamente cualquier gasto, por nimio que fuese.
Pero en la forma en que Judi me había presentado aquella proposición, en el alentador tono de su voz, había algo tan convincente e, incluso, apremiante que decidí asumir el riesgo. Desde Dar es Salaam volé por Bangui, Fort Lamy y Agadès, y puesto que aquella ruta la cubrían unos aviones pequeños y lentos que alcanzaban poca altura, el mero sobrevolar el Sáhara estaba lleno de imágenes subyugantes: unas variopintas y abigarradas, otras monótonamente sombrías en las que, en marcado contraste, aparecía de repente algún que otro oasis verde y bullicioso en medio del petrificado paisaje lunar.
En Argel, el aeropuerto estaba desierto, cerrado. Sin embargo, dejaron aterrizar a nuestro avión por pertenecer a las líneas nacionales. Enseguida lo rodearon soldados con uniforme de camuflaje gris verde y nos condujeron —a los pocos pasajeros— a un edificio acristalado. El control no resultó molesto y los soldados se mostraron amables, aunque poco habladores. Sólo dijeron que por la noche se había producido un golpe militar, que «el tirano había sido depuesto» y el poder estaba en manos del estado mayor. ¿Tirano?, estuve a punto de preguntar, ¿qué tirano? Había visto a Ben Bella dos años antes en Addis Abeba; causaba muy buena impresión, parecía un hombre agradable, incluso encantador.
La ciudad, situada en un golfo, es espaciosa, está inundada por el sol y parece un gran anfiteatro. Llena de cuestas, obliga a subir y bajar a cada momento. Hay calles chics a la francesa y las hay bulliciosas a la árabe. Reina en ella la mediterránea mezcla de estilos arquitectónicos, de vestimentas y de costumbres. Todo parpadea, huele, embriaga, cansa. Todo despierta curiosidad, todo absorbe y fascina al tiempo que suscita cierto desasosiego. Quien esté cansado puede sentarse en uno de los cientos de cafés árabes y franceses. Puede comer algo en uno de los cientos de bares y restaurantes. Puesto que el mar está allí mismo, ofrecen una gran variedad de pescado y una riqueza infinita de mariscos: crustáceos, moluscos, cefalópodos, pulpos, ostras…
Pero Argel es, sobre todo, un lugar donde se encuentran y conviven dos culturas: la cristiana y la árabe. La historia de esta convivencia es la propia historia de la ciudad (que además tiene una larga prehistoria: fenicia, griega, romana). Quien la visita o habita, al moverse continuamente a la sombra ya de una iglesia, ya de una mezquita, no cesa de percibir la frontera que divide estos dos espacios.
Sin ir más lejos, el centro. Su parte árabe se llama kasbah. Se accede a ella subiendo las docenas de peldaños de una ancha escalera de piedra. Sin embargo, no son los escalones el problema, sino esa otredad que percibimos cada vez más claramente a medida que nos adentramos en sus recónditos rincones. A decir verdad, ¿realmente nos adentramos en esos rincones, los escudriñamos? ¿No será que intentamos pasar por allí lo más deprisa posible para librarnos de esa molesta e incómoda situación que se crea cuando, mientras caminamos, divisamos decenas de inmóviles pares de ojos que se clavan en nosotros desde todas partes y nos acompañan con su inquisitiva atención? ¿Y qué si sólo nos lo parece? ¿No se deberá a nuestra hipersensibilidad? Pero ¿por qué nos mostramos hipersensibles precisamente en la kasbah? ¿Por qué nos mostramos indiferentes cuando alguien nos clava su mirada en una calle francesa? ¿Por qué en una calle francesa esto nos deja indiferentes y no sucede lo mismo en la kasbah, donde tal cosa nos incomoda? Al fin y al cabo los ojos se parecen, lo mismo que el hecho de fijar la mirada, y, sin embargo, percibimos ambas situaciones de manera del todo diferente.
Cuando por fin salgamos de la kasbah y nos encontremos en un barrio francés, no necesariamente daremos un sonoro suspiro de alivio, pero seguro que nos sentiremos mejor, más livianos y cómodos, más a nuestras anchas. ¿Y por qué no hay nada que hacer ante esos estados de ánimo subconscientes, ante esas sensaciones ocultas? ¿Por qué no hay remedio alguno desde hace miles de años? ¿Y a lo largo y ancho del mundo?
Un extranjero que volase a Argel aquel mismo día no se habría dado cuenta de que la noche anterior se había producido un acontecimiento tan importante como un golpe de Estado, de que Ben Bella, popular en todo el mundo, había sido depuesto y su lugar ocupado por un oficial desconocido y —como no tardaría en quedar patente— hermético y poco hablador, el comandante del ejército Houari Bumedién. Toda la acción se había llevado a cabo en plena noche, lejos del centro de la ciudad, en un barrio residencial llamado Hydra, uno de esos arrabales cuyos chalets estaban ocupados por miembros del gobierno y del generalato y que permanecía inaccesible a la gente común.
En la propia ciudad no se oían disparos ni explosiones, las calles no aparecían invadidas por tanques ni columnas de soldados. Por la mañana la gente iba al trabajo como de costumbre, los tenderos abrían sus comercios, los vendedores callejeros sus tenderetes y los camareros de los bares invitaban al café matutino. Los conserjes regaban las calles a fin de proporcionar a la urbe esa salvadora ración de humedad antes del tórrido mediodía. Los autobuses que intentaban subir alguna cuesta pronunciada emitían estruendosos rugidos.
Estaba alicaído y furioso con Judi. ¿Por qué me había alentado a hacer aquel viaje? ¿A qué había ido yo a parar allí? ¿Qué noticia podía dar? ¿Cómo justificaría aquel desplazamiento? Profundamente abatido, de repente divisé el comienzo de una concentración de gente en la Avenue Mahammed V. Corrí hacia allá. Lamentablemente, sólo se trataba de unos curiosos que observaban la riña entre dos conductores que habían chocado con sus vehículos en pleno cruce. En el extremo opuesto de la calle vi otra concentración. Volví a echar a correr. Pero sólo se trataba de un grupo de personas que esperaba pacientemente la apertura de una estafeta de correos. Mi bloc de notas seguía impoluto; sin un solo acontecimiento.
Allí, en Argel, después de varios años de ejercer de reportero, empecé a darme cuenta de que iba por un camino equivocado. El camino de la búsqueda de imágenes espectaculares, de la ilusión de que es posible escudarse en la imagen para sustituir con ella el intento de penetrar más profundamente en la comprensión de la realidad, de que es posible explicarla tan sólo a través de lo que la imagen tiene a bien mostrar en los momentos de las convulsiones espasmódicas del mundo, cuando lo sacuden disparos y explosiones, cuando se llena de fuego y humo, de polvo y olor a chamusquina, cuando todo se desmorona no dejando piedra sobre piedra y sobre los cascotes se sientan personas desesperadas inclinándose sobre los cuerpos sin vida de sus allegados.
Pero ¿cómo se ha producido tamaña tragedia? ¿Qué revelan estas escenas de aniquilación, llenas de gritos y de sangre? ¿Qué fuerzas subterráneas e invisibles al tiempo que poderosas e indómitas las han desencadenado? ¿Revelan el final de un proceso o, por el contrario, su inicio? ¿No augurarán acaso más conflictos y nuevos actos cargados de tensión? ¿Y quién se encargará de seguirlos? No lo haremos nosotros, los corresponsales y reporteros, pues apenas en el lugar de los hechos entierren a los muertos, apenas retiren de las calles los coches quemados y barran los cristales rotos, enseguida recogeremos nuestros bártulos para marcharnos allí donde se incendian coches, se hacen añicos los cristales de las vitrinas y se cavan tumbas para los muertos.
¿No sería posible salirse de este estereotipo, de esta sucesión de imágenes, para intentar llegar más allá? Al no poder escribir sobre tanques, coches quemados y escaparates rotos —pues no vi nada de esto—, y queriendo al mismo tiempo justificar mi arbitraria decisión de emprender aquel viaje, empecé a buscar el trasfondo y los resortes del golpe, intentando averiguar lo que escondía y qué significaba, para lo cual me puse a hablar con la gente, a observar sus rostros y comportamientos, a escrutar el lugar y, también, a leer; y todo con el fin —en una palabra— de intentar comprender algo.
Entonces vi Argel como uno de los lugares del mundo más fascinantes y trágicos. En la pequeña superficie de esta bella —aunque superpoblada— ciudad se cruzaban dos grandes conflictos del mundo contemporáneo: el primero, entre el cristianismo y el islam (revelado como una colisión entre la colonizadora Francia y la colonizada Argelia), y el segundo —un conflicto en el seno del propio islam que se manifestó nada más irse los franceses y recuperar los argelinos su independencia—, entre su corriente abierta, de diálogo, mediterránea, diría yo, y esa otra cerrada, nacida del sentimiento de incertidumbre e inseguridad en el mundo contemporáneo, una corriente de fundamentalistas que sacaban partido de la técnica moderna y que comprendían la defensa de la fe y de la tradición como condición de su propia existencia y de su identidad, la única que poseían.
Argel, que en sus comienzos, en tiempos de Heródoto, fue un pueblo de pescadores, convertido luego en puerto para naves fenicias y griegas, está situado de cara al mar, pero al otro lado de la ciudad, justo tras sus confines, empieza una gran provincia-desierto llamada bled, un territorio habitado por pueblos que viven de acuerdo con las antiguas leyes del islam cerrado. En Argel incluso se habla abiertamente de dos modalidades de islam: el del desierto y el del río (o del mar). El primero lo profesan y practican combativas tribus nómadas que, en medio del entorno más hostil al hombre que es el Sáhara, luchan por sobrevivir, por mantenerse a flote como sea; y el segundo, el del río (o del mar), es, por el contrario, la religión de los mercaderes, los vendedores ambulantes, los «hombres del camino» y del zoco, para los cuales la actitud abierta, el compromiso y el intercambio no son sólo una cuestión de ventajas económicas, sino una condición misma de la existencia.
En tiempos del colonialismo, las dos corrientes se mantuvieron unidas por un enemigo común, pero después se produjo el choque.
Ben Bella era un hombre mediterráneo, formado en la cultura francesa; tenía una mente abierta y un carácter conciliador; en sus conversaciones, los franceses del lugar lo llamaban musulmán del río y del mar. Bumedién era todo lo contrario: comandante de un ejército que durante años había combatido en el desierto, donde tenía sus bases y campamentos, donde se nutría de reclutas, donde contaba con el apoyo y la ayuda de los nómadas, de la gente de los oasis y de las pedregosas montañas.
También los diferenciaba su aspecto. Ben Bella siempre había aparecido como un hombre cuidado, elegante, exquisito, cortés y con una sonrisa amable en los labios. Cuando pocos días después del golpe Bumedién hizo su primera comparecencia pública, parecía un artillero que acabase de salir de un tanque aún cubierto del polvo del Sáhara. Incluso intentó sonreír, pero se veía que le costaba, que no era su estilo.
En Argel vi por primera vez el Mediterráneo. Lo vi de cerca, pude sumergir en él la mano, sentir en ella su tacto. Ni siquiera había tenido que preguntar por el camino; sabía que yendo todo el tiempo cuesta abajo, finalmente llegaría hasta el mar. Un mar que, de todos modos, era visible ya desde lejos, que parecía estar en todas partes, que se asomaba con luminosos destellos desde detrás de las casas y aparecía al final de las abruptas calles en pendiente.
Al pie se extendía el barrio del puerto, con las hileras de sus sencillos bares de madera, que olían a pescado, vino y café. Pero sobre todo se detectaba, traído por la brisa, el olor a mar, salado, refrescante, suave y tranquilizador.
Nunca antes había estado en un lugar donde la naturaleza se mostrase más amable y benévola con el ser humano. Había en él de todo y a un tiempo: el sol, el frescor del viento, la transparencia del aire y el plateado brillo del mar. Tal vez por lo mucho que había leído sobre aquel mar, se me antojó familiar. Su suave oleaje entrañaba buen estado de ánimo, sosiego y algo así como una invitación a viajar y a conocer. Tenía uno ganas de unirse a aquellos dos pescadores que, preparados para su jornada de capturas, acababan de hacerse a la mar.
Regresé a Dar es Salam, pero Judi ya no estaba allí. Me dijeron que lo habían llamado a Argelia; creo que para ascenderlo en tanto que partícipe en el complot victorioso. En cualquier caso, ya no regresó a Tanzania. Nunca más lo volví a ver, así que no pude darle las gracias por haberme animado a hacer aquel viaje. El de Argelia dio paso a toda una serie de golpes militares parecidos que a lo largo del ulterior cuarto de siglo fueron asolando los jóvenes estados poscoloniales del continente, estados que desde el mismo principio se revelaron débiles. Muchos lo siguen siendo hoy.
Además, gracias a aquel viaje, por primera vez puse el pie en la orilla del Mediterráneo. Me da la impresión de que a partir de aquel momento empecé a comprender un poco mejor a Heródoto. Su curiosidad, su manera de pensar y de ver el mundo.