EN CASA DEL DOCTOR RANKE

En aquel entonces, en el Congo, las historias descritas por Heródoto me absorbían tanto que, a veces, sentía mayor terror ante la escalada de aquella guerra antigua entre griegos y persas que ante la del momento, congoleña, cuya corresponsalía cubría. Aunque, por supuesto, el país de El corazón de las tinieblas tampoco se quedaba corto en jugarme malas pasadas. Tanto con los tiroteos que se producían aquí y allá y las amenazas de arrestarme, de darme una paliza o de matarme, como con el omnipresente y opresivo clima de incertidumbre, indefinición e imprevisibilidad. Pues todo lo peor podía suceder en cualquier parte y en cualquier momento. No existía poder alguno ni fuerzas de orden de ningún tipo. El sistema colonial se había desmoronado, los administradores belgas habían huido a Europa y su lugar había sido ocupado por una fuerza lóbrega y desbocada que solía encarnarse en gendarmes congoleños borrachos como cubas.

Podía uno experimentar en carne propia lo peligrosa que es la libertad despojada de toda jerarquía y de todo orden, o, más bien, una anarquía falta de ética y concierto. Pues en situaciones semejantes, enseguida, desde el mismísimo principio, se imponen las fuerzas del mal y la agresión, la vileza en todas sus facetas, bestialidad y barbarie. Así era el Congo tomado por los gendarmes. Toparse con cualquiera de ellos podía convertirse en una experiencia temible.

Caminaba por una callejuela de la pequeña ciudad de Lisala.

Sol, silencio, ni un alma.

De pronto, en la otra punta de la calle aparecen dos gendarmes que vienen en mi dirección. Me paraliza el miedo, pero un intento de huida no tiene sentido —¿hacia dónde voy a huir?—, y además, hace un calor tan espantoso que apenas arrastro los pies. Los gendarmes van vestidos con uniformes de campaña, sobre la cabeza llevan unos cascos que les cubren la mitad de la cara y están armados hasta los dientes; cada uno va pertrechado con una metralleta, un cuchillo, varias granadas y lanzacohetes, la porra y la escudilla, todo el arsenal portátil. ¿Para qué necesitan todo esto?, me pregunto, pues, además, sus fornidas figuras aparecen rodeadas por fajas y cintos a los cuales están prendidas guirnaldas de pequeños aros, cierres, ganchos y hebillas.

Vestidos con una camiseta y un pantalón ligero, tal vez serían unos muchachos agradables, saludarían con suma cortesía y, preguntados, indicarían amablemente el camino. Pero el uniforme y las armas cambian su naturaleza, su carácter y actitud, y, también, desempeñan una función más: dificultar, cuando no imposibilitar, el más común y natural contacto humano. Ahora salen a mi encuentro no unos hombres corrientes sino unos seres deshumanizados, unos extraterrestres. Marcianos de nuevo cuño.

Se acercan, y yo, bañado en sudor, siento que mis piernas se vuelven cada vez más pesadas, de plomo. Todo el asunto se limita a que ellos saben lo mismo que yo: que su sentencia no admite recurso alguno. No existe ninguna instancia oficial, ningún tribunal superior. Si propinan a alguien una paliza, apaleado queda. Si lo matan, lo matan y punto. Éstos son los únicos momentos en que siento la soledad verdadera: cuando uno se enfrenta a la violencia impune. Entonces el mundo se queda desierto, despoblado, se sume en el silencio y desaparece.

Por añadidura, en la escena que se produce en una callejuela de una pequeña ciudad congoleña, no participan tan sólo dos gendarmes y un reportero. También toma parte en ella un buen pedazo de la historia del mundo, la cual nos colocó unos frente a otros hace ya mucho tiempo, siglos enteros. Pues se interponen entre nosotros largas generaciones de tratantes de esclavos, los sicarios del rey Leopoldo, que cortaban brazos y orejas a los abuelos de estos gendarmes, los capataces látigo en mano de las plantaciones de algodón y de azúcar. La memoria de este martirio se ha transmitido de una generación a otra en relatos tribales que han sido manual de formación de individuos como los que acabo de encontrarme en una callejuela; en leyendas que terminaban con la promesa del advenimiento del día de la venganza. Y precisamente hoy es ese día, cosa que tanto ellos como yo sabemos.

¿Qué pasará? La distancia se acorta por momentos, estamos cada vez más cerca.

Finalmente se detienen.

Yo hago otro tanto. Y entonces, desde debajo de la montaña de pertrechos y demás chatarra, sale una voz cuyo tono —humilde, incluso suplicante— jamás olvidaré:

Monsieur, avez-vous une cigarette, s’il vous plaît?

Son dignos de verse el celo, la solicitud, la amabilidad e, incluso, la rauda servicialidad con que meto la mano en el bolsillo en busca del paquete de tabaco, el último que me queda, pero no importa, no importa nada, ¡coged, muchachos, cogedlos todos y fumad a gusto, enseguida, hasta el último!

El doctor Otto Ranke está contento de que haya tenido suerte. Estos encuentros a menudo acaban muy mal. Los gendarmes son capaces de atar a uno y propinarle golpes y patadas. ¡Y la de gente que han matado! Al doctor acuden blancos y negros, o, a veces, él mismo tiene que irlos a buscar de apaleados que están. No ahorran a ninguna raza, a los suyos también los masacran, quizá incluso más a menudo que a los europeos. Ocupantes de su propio país, son unos sujetos que no conocen moderación ni límite. Si no me tocan, dice el doctor, es porque me necesitan. Cuando están borrachos y no tienen a mano a ningún civil en quien descargar su furia, se pelean entre ellos y luego me traen a los heridos para que les cosa las cabezas y les recomponga los huesos. Dostoievski, recuerda Ranke, describió el fenómeno de la crueldad gratuita. Estos gendarmes, dice, tienen precisamente este rasgo, son crueles con todo el mundo sin necesidad ni motivo alguno.

El doctor Ranke es austríaco y vive en Lisala desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Menudo y frágil, a pesar de sus casi ochenta años es un hombre vivaz e incansable. Debe su buena salud, afirma, a que todas las mañanas, cuando el sol todavía se muestra benévolo, sale a su verde y florido patio, se sienta en un taburete y un criado armado con cepillo y esponja le lava la espalda tan a fondo que el doctor llega a gemir, en parte de dolor y en parte de placer. Estos gemidos y resoplidos suyos, así como las risotadas de los niños que se apiñan junto al doctor durante una operación tan divertida, acaban por despertarme, pues las ventanas de mi pequeña habitación dan al patio.

El doctor tiene un pequeño hospital: un barracón pintado de blanco, situado cerca del chalet en que vive. No ha huido junto con los belgas porque, dice, ya es viejo y no tiene familia en ninguna parte. Mientras que aquí lo conocen, y espera que los lugareños lo defenderán. Me ha acogido en su casa, según dice, como quien guarda algo en una consigna. Como corresponsal, no tengo nada que hacer porque no existe modo de comunicarme con Polonia. Y en el país de destino no sale ningún periódico, no trabaja ninguna emisora de radio ni tampoco hay poder alguno. Sí que intento salir del país, pero ¿cómo? El aeropuerto más cercano —en Stanleyville— está cerrado, los caminos (estamos en la estación de las lluvias) están convertidos en pantanosos barrizales y el barco que navegaba por el río Congo hace tiempo que no cubre la travesía. No sé a qué espero. Ni en qué confío. Tal vez en parte en un golpe de fortuna, en mayor medida en la gente que me rodea, pero en lo que más: en que el mundo cambie a mejor. Esto, por supuesto, es pura abstracción, pero en algo tengo que creer. En cualquier caso, ando como minado, con los nervios a flor de piel. Soy presa de impotencia y furia contenida, estados de ánimo muy frecuentes en nuestro oficio en el que largos lapsos de tiempo en una espera tan vacua como desesperada a poder comunicarse con nuestro país y con el mundo ocupan a veces la mayor parte de los días.

Cuando dicen que en la ciudad no hay gendarmes se puede uno aventurar a dar un paseo hasta la selva, que, además, rodea el lugar por todas partes, se alza y se desparrama en todas las direcciones, tapando el mundo. Se puede llegar a ella tan sólo por un camino de laterita abierto entre la maleza, no hay otro modo. Es una fortaleza inexpugnable: enseguida nos detendrá con su erizada masa de ramas, lianas y hojas, desde el primer paso nuestros pies se hundirán en el pegajoso y pestilente lodazal y sobre la cabeza empezarán a caernos arañas, cárabos, orugas y quién sabe qué otros bichos. De todos modos, la persona no experimentada no se atreverá a internarse en la espesura y a las gentes del lugar ni se les pasa por la cabeza hacer tal cosa. La selva es como el mar o como las montañas rocosas: un ente cerrado, único, independiente.

Siempre me llena de temor.

Tengo miedo a que de pronto salte desde la espesura una fiera salvaje, o que me alcance con la velocidad del rayo una serpiente venenosa, o que llegue a mis oídos el silbido de una flecha aproximándose.

Sin embargo, suele suceder que, cuando enfilo el camino en dirección al verde coloso, enseguida me alcanza un nutrido grupo de niños que quieren acompañarme. Los chiquillos van divertidos, se ríen y juegan. Pero en cuanto el camino se interna en el bosque se sumen en el silencio y muestran semblantes serios. Quizá vean con los ojos de su imaginación que allá, en la oscuridad de la selva, se agazapan fantasmas, seres extraños y brujas que secuestran a los niños malos. Más vale permanecer callados y sumamente atentos.

A veces nos detenemos en la linde de la selva. Nos rodea la penumbra y nos embriaga una multitud de olores. Aquí, en el camino, no se ve animal alguno pero se oyen los pájaros. Se oyen las gotas cayendo sobre las hojas. Se oyen susurros misteriosos. A los niños les gusta este lugar, se sienten como en casa y lo saben todo. Como, por ejemplo, qué planta se puede arrancar y morder, y cuáles no se deben ni tocar. Qué frutas se pueden comer y cuáles no, por nada del mundo. Saben que las arañas son peligrosas mientras que las lagartijas no lo son en absoluto. Y, también, que hay que mirar hacia arriba, pues allí es posible que aceche una serpiente. Puesto que las niñas son más serias y prudentes que los niños, miro cómo se comportan e insto a los niños a obedecerlas. Todos nosotros, toda la excursión, nos sentimos en una catedral enorme y altísima en la que el ser humano descubre lo pequeñito que es viendo que todo lo demás es más grande que él.

El chalet del doctor Ranke está situado junto a una ancha carretera que atraviesa el norte del Congo y que, con un trazado casi tocando al ecuador, lleva, pasando por Bangui, a Douala, sita cerca del Golfo de Guinea, y se acaba más o menos a la altura de Fernando Poo. Pero aquel lugar queda muy lejos, a más de dos mil kilómetros. Parte de esta carretera estaba cubierta con asfalto, pero hoy no quedan de él más que algunos mazacotes informes de lo que en su día fue alquitrán. Cuando me veo obligado a recorrerla en una noche sin luna (y la oscuridad de los trópicos es espesa, impenetrable) avanzo muy despacio y arrastrando los pies para, así, examinar el firme a tientas.

Ris, ras, ris, ras.

Y siempre alerta, con máxima cautela, pues el camino está lleno de agujeros, hoyos, socavones, hondonadas… Cuando, en plena noche, pasan por él columnas de refugiados, a menudo sucede que de pronto se oye un grito: significa que alguien ha caído en un hoyo profundo y se ha roto una pierna.

Eso: los refugiados. De repente todo el mundo se ha convertido en refugiado. Desde que, coincidiendo con la consecución de su independencia, en el verano de 1960, se produjeron en el Congo los primeros disturbios, luego las luchas tribales y, finalmente, incluso una guerra, los caminos se han llenado de refugiados. Allí donde surge un conflicto, los que luchan son los gendarmes, el ejército y las milicias creadas ad hoc por las diferentes tribus, mientras que los civiles —en su mayoría mujeres y niños— huyen. Las rutas que recorren resultan muy difíciles de rastrear. Por lo general se trata de alejarse del campo de batalla pero no tanto como para luego perderse y no poder regresar. También es importante que en el camino se pueda encontrar algo para comer. Toda esta gente es pobre, tiene cuatro cosas apenas: las mujeres, un vestido de percal; los hombres, pantalón y camisa, y además una tela para taparse durante la noche, una olla, una taza y plato de plástico. Y una palangana donde hacer caber todas las pertenencias.

Con todo, lo más importante en la elección de la ruta son las relaciones entre las distintas tribus: si el camino lleva por un territorio amigo o si, Dios nos libre, conduce derecho a tierra enemiga. Pues los poblados y prados junto a los caminos están habitados por los más diversos clanes y tribus, y el saber qué tipo de relaciones mantienen es una ciencia difícil y compleja que cada individuo aprende desde la infancia. Gracias a ella se puede vivir con relativa seguridad o al menos evitar conflictos. En la región donde ahora me encuentro las tribus se cuentan por docenas. Se configuran en uniones y confederaciones cuyas reglas y costumbres no conoce nadie excepto sus miembros. Yo, un extraño, soy incapaz de orientarme en todo esto, de ordenarlo, agruparlo. ¿Cómo voy a saber qué relaciones mantienen los mwaka con los pande o los banya con los baya?

Pero ellos sí saben, su vida depende de ello.

Saben quién pone púas envenenadas y en qué sendero, dónde hay un hacha enterrada.

A propósito: ¿de dónde han salido tantas tribus? Sólo en África había diez mil hace ciento cincuenta años. Basta con dar un paseo a lo largo de un camino: en la primera aldea viven los tulama, pero ya en la siguiente, los arusi, que nada tienen que ver con sus vecinos. A una margen del río, los murle, y en la otra, los topota. La cumbre de la montaña está habitada por una tribu y el pie por otra diferente.

Y cada una tiene su lengua, sus costumbres, sus dioses.

¿Cómo se ha producido todo esto? ¿Cómo nació esa diversidad tan increíble, esa impresionante riqueza? ¿En qué momento empezó todo? ¿Cuándo? ¿En qué lugar? Los antropólogos sostienen que en el comienzo fue un grupo pequeño. Tal vez varios. Ninguno de ellos podía contar con más de treinta o, a lo sumo, cincuenta miembros. Si fuese menos numeroso, no podría defenderse; si fuese mayor, no hallaría comida suficiente para todos. Yo mismo me topé en África oriental con dos tribus cuyo número de miembros no sobrepasaba el centenar.

Pues bien: entre treinta y cincuenta personas. Éste es el germen de la tribu. Pero ¿por qué ese germen enseguida tiene que tener una lengua propia?

Y, en general, ¿cómo es que la mente humana ha sido capaz de inventar tamaño número de lenguas? Y cada una de ellas, con su vocabulario, su gramática, su flexión, etc.

Se puede concebir que un pueblo grande, con miles o incluso millones de individuos, sumando esfuerzos, se dote de una lengua. Pero aquí, en medio de la jungla africana, se trata de tribus pequeñas que viven en el umbral de la supervivencia, a duras penas, van descalzas y siempre hambrientas, y, sin embargo, tienen sus aspiraciones y habilidades, una imaginación, una sensibilidad al sonido y una memoria suficientes para inventarse una lengua: propia, única, para su uso exclusivo.

No sólo la lengua, para ser exactos. Pues desde el mismo comienzo de su existencia empiezan a inventarse dioses. Cada tribu los suyos, únicos, insustituibles. ¿Y por qué no empiezan por un solo dios, sino que enseguida se lanzan al plural?

¿Por qué la humanidad debe vivir miles y miles de años antes de madurar la idea de un solo dios?

¿Acaso no debería ser la primera en surgir?

Volviendo a la ciencia, ésta ha demostrado que al principio había un solo grupo, en cualquier caso, no más que varios. Pero con el tiempo su número empieza a aumentar, son cada vez más y más. Es curioso que cada nuevo grupo no se plantee hacer una prospección del terreno, examinar la situación, escuchar la lengua en que se comunica la gente: no, cuando aparece, lo hace con su propia lengua. Con su propia legión de dioses. Con su propio mundo de ritos y costumbres. Enseguida marca y subraya su otredad.

Con el paso de los años y los siglos, no para de crecer el número de estos grupos-gérmenes-tribus. Y empieza a escasear espacio en ese continente de mucha gente, muchas lenguas y muchos dioses.

Heródoto, dondequiera que se hallase, siempre intenta apuntar los nombres de las tribus, su situación geográfica y sus costumbres. Quién vive dónde. Con quién limita. Pues el conocimiento del mundo en la Libia y la Escitia de entonces, al igual que en el Congo del norte de hoy, se forja a ras del suelo, horizontalmente y no verticalmente, a vista de pájaro, de manera sintética. Conozco a mis vecinos más inmediatos, esto es todo, ellos a su vez conocen a los suyos, aquéllos a los siguientes, y así, sucesivamente, alcanzaremos los confines del mundo. ¿Y quién recogerá y ordenará todos estos retazos?

Nadie.

Es que no se dejan ordenar.

Cuando se lee en Heródoto todas esas páginas enteras rebosantes de listados de tribus y sus costumbres se ve que los vecinos siguen el principio de los polos opuestos. De ahí que haya tanta hostilidad entre ellos, tantas luchas. Situación muy parecida se produce en el pequeño hospital del doctor Ranke. Puesto que junto a la cama del enfermo permanece toda su familia, los distintos clanes y tribus ocupan habitaciones diferentes. Se trata de que cada uno se sienta como en casa y de que unos a otros no se lancen hechizos ni mal de ojo.

Intento con discreción descubrir qué diferencias los separan. Deambulo por el hospital, asomándome a las habitaciones, cosa que no resulta nada difícil ya que en este clima tórrido y húmedo todo está abierto de par en par. Pero las personas tienen un aspecto parecido, todas son pobres y apáticas, sólo al escucharlas atentamente se acaba percibiendo que hablan en lenguas diferentes. Si se les dirige una sonrisa, la devolverán, pero la suya será una sonrisa que habrá tenido que emplear mucho tiempo en abrirse paso hasta la superficie del rostro y, aun así, permanecerá en él tan sólo un momento.