RABI CANTA LOS UPANISHADS

La India fue mi primer encuentro con la otredad, un descubrimiento de un mundo nuevo. Aquel encuentro extraordinario y fascinante fue a la vez una gran lección de humildad. Sí, el mundo enseña humildad. Pues regresé de aquel viaje con el sentimiento de vergüenza por mi falta de conocimientos, por la insuficiencia de mis lecturas, por mi ignorancia. Aprendí que una cultura distinta no nos desvelaría sus secretos tan sólo porque así se lo ordenásemos y que antes de encontrarnos con ella era necesario pasar por una larga y sólida preparación.

Mi primera reacción a esa lección de trabajar —y mucho sobre uno mismo— fue la huida hacia lo conocido, mi país, hacia lugares archisabidos, familiares, hacia una lengua que era la mía, hacia un mundo de señales y símbolos que reconocía enseguida y que comprendía sin ningún estudio previo. Intenté olvidar la India, porque allí había saboreado un fracaso: su inmensidad y diversidad, su miseria y su riqueza, su enigma e imposibilidad de desentrañarlo me habían aplastado, apabullado y vencido. Así que de buen grado volví a viajar por Polonia para luego escribir sobre sus gentes, para hablar con ellas, escuchar lo que tenían que decir. Nos comprendíamos con medias palabras, nos unía una ligazón producto de las mismas experiencias.

Pero, por supuesto, no olvidé la India. Cuanto más apretaba el frío, con mayor gusto pensaba en la calurosa Kerala; cuanto antes se hacía oscuro, tanto más nítida volvía la imagen de las deslumbrantes puestas de sol en Cachemira. El mundo ya no era inequívocamente gélido y nevado, sino que se había desdoblado, diversificado: al mismo tiempo era gélido y tórrido, cubierto por un blanco manto de nieve y verde, rebosante de flores.

Cuando tenía un poco de tiempo libre (había mucho trabajo en la redacción) y algo de dinero (cosa que, lamentablemente, sucedía muy rara vez) me dedicaba a buscar libros sobre la India. Pero mis excursiones a las librerías y a los anticuarios por lo general acababan en un fracaso. En las librerías no había nada. Pero una vez encontré algo en un anticuario: Compendio de filosofía india, de Paul Deussen, publicado en 1914. El profesor Deussen, gran indólogo alemán y amigo de Nietzsche, según leí, explica el meollo de la filosofía de los hindúes de la siguiente manera: «El mundo no es sino maya, una ilusión —escribe—. Todo es ilusorio, con una única excepción: mi propio yo, mi atman… Al vivir, el hombre siente que es todas las personas y todas las cosas, así que no puede anhelar nada pues tiene todo lo que es posible tener, y al sentirse todo, no puede hacer daño a nadie ni a nada pues nadie hace daño a uno mismo.»

Deussen reprende a los europeos: «La pereza europea —se lamenta— intenta dar de lado el estudio de la filosofía india», tal vez porque a lo largo de los cuatro mil años de su existencia dicha filosofía no ha dejado de ser ese mundo tan gigantesco e inabarcable que intimida y paraliza a todo entusiasta temerario que trate de abarcarlo y profundizar en él. Por añadidura, en el hinduismo la esfera de lo incomprensible es infinita y la diversidad de que está llena se basa en los contrastes más llamativos, extraordinarios y mutuamente excluyentes. De la manera más natural, cualquier concepto se convierte en su contrario, las fronteras de las cosas terrenales y de los fenómenos místicos fluctúan y resultan indefinibles, una cosa pasa a ser otra o, pura y simplemente, también lo es, la existencia se vuelve inexistencia, se disgrega para convertirse en el cosmos, en la omnipresencia celestial, en el sendero divino que desaparece en las profundidades de la abismal nada.

El hinduismo entraña un número infinito de dioses, mitos y creencias, cientos de escuelas, orientaciones y tendencias, decenas de caminos de salvación, de senderos de virtud, de prácticas de pureza y de reglas de ascetismo. El mundo del hinduismo es tan inmenso que da cabida a todas las personas y todas las cosas, a la aceptación mutua, a la tolerancia, la connivencia y la unidad. Es imposible inventariar los libros sagrados del hinduismo: sólo uno de ellos, el Mahabharata, cuenta con alrededor de doscientos veinte mil versos de dieciséis sílabas, es decir, ¡ocho veces más que la Ilíada y la Odisea juntas!

Un día encontré en un anticuario el libro de Yogi Rama Charaka —publicado en 1922, hecho jirones y roído por los ratones— con el título polaco de Hatha Yoga o la ciencia yoga de la salud física y sobre el arte de la respiración con numerosos ejercicios. La respiración —explicaba el autor— constituye la actividad humana más importante pues precisamente a través de ella el hombre se comunica con el mundo. Si dejamos de respirar dejaremos de vivir. De ahí que la calidad de nuestra vida —que gocemos de buena salud, que seamos fuertes y sabios— dependa de la calidad de nuestra respiración. Por desgracia, la mayoría de las personas, sobre todo en Occidente —afirma Rama Charaka—, respira rematadamente mal, y de ahí tantas enfermedades, lisiaduras, atonías y depresiones.

Los que mayor interés suscitaron en mí fueron los ejercicios que desarrollaban las fuerzas creadoras, pues éste era mi escollo más importante: «Tumbados sobre el suelo liso o sobre la cama —recomendaba el yoga—, con naturalidad, sin tensar los músculos, poned livianamente las manos sobre el plexo solar y respirad a un ritmo regular. Cuando el ritmo se haya establecido, desead (expresad el deseo para vuestros adentros) que cada inspiración aporte una mayor cantidad de prana, o sea, de la fuerza vital que mana de la fuente cósmica, y que la imbuya a vuestro sistema nervioso desde el plexo solar, donde se ha concentrado. Con cada respiración, quered que la prana, o sea, la fuerza vital, se desparrame por todo el cuerpo…»

Apenas hube acabado la lectura de Hatha Yoga cuando cayeron en mis manos unas memorias de Rabindranath Tagore, Recuerdos. Entrevisiones de Bengala, publicadas en 1923. Tagore fue escritor, poeta, compositor y pintor. Se lo comparaba con Goethe y con Jean-Jacques Rousseau. Fue galardonado con el Premio Nobel en 1913. En su infancia, el pequeño Rabi, como lo llamaban en casa, descendiente de una familia principesca de brahmanes bengalíes, se distinguía, como él mismo consigna, por su obediencia a los padres, sus buenas notas en la escuela y una religiosidad ejemplar. Recuerda que cada mañana, cuando todavía era oscuro, su padre lo despertaba para que «aprendiese de memoria las declinaciones sánscritas». Al cabo de un buen rato —escribe— empezaba a clarear, «salía el sol, y padre, después de decir sus oraciones, terminaba junto conmigo nuestra leche de cada mañana y, finalmente, conmigo a su lado, volvía a dirigirse a Dios cantando los Upanishads».

Yo intentaba imaginarme la escena: al romper el alba, el padre y el pequeño Rabi medio dormido permanecen de pie cara al sol saliente y cantan los Upanishads.

Estos cantos filosóficos, aunque creados hace tres mil años, mantienen toda su vigencia, siguen presentes en la vida espiritual de la India. Cuando me di cuenta de ello y pensé en aquel niño que saludaba la aurora con estrofas de los Upanishads, me embargaron serias dudas de que algún día fuera capaz de comprender un país en el cual los niños empezaban el día cantando versos filosóficos.

Rabi Tagore nació en Calcuta. Era hijo de esa ciudad de dimensiones monstruosas, infinita, que no acababa nunca y en la cual me pasó lo siguiente: estaba sentado en mi habitación del hotel, leyendo a Heródoto, cuando a través de la ventana me llegó el aullido de unas sirenas. Bajé corriendo a la calle. Vi ambulancias conducidas a toda velocidad, la gente corría a ocultarse en los portales, de detrás de una esquina salió un grupo de policías armados con unos palos muy largos, con los cuales aporreaban a los despavoridos transeúntes. Se percibía olor a gas y a quemado. Intenté enterarme de lo que sucedía. Un hombre que corría con una piedra en la mano gritó en mi dirección: «Language war!», y siguió, veloz, su camino. Conque ¡guerra de lenguas! Yo no conocía los detalles pero ya sabía que los conflictos en torno a la lengua podían tomar, en aquel país, un cariz violento y sangriento: manifestaciones, disturbios callejeros, asesinatos, incluso inmolaciones a lo bonzo.

Sólo en la India me di cuenta —cosa que antes ignoraba por completo— de que mi desconocimiento del inglés era un obstáculo bastante relativo pues allí sólo lo sabía la élite. ¡Menos de un dos por ciento de la población! Los demás hablaban en alguna de las decenas de lenguas del país. En cierto modo, mi desconocimiento del inglés hacía que me sintiera más congénere, más próximo a los transeúntes comunes y corrientes en las ciudades y, en las aldeas, más cercano a los campesinos. Íbamos subidos en el mismo carro: yo y quinientos millones de indios ¡que de inglés no sabían una sola palabra!

Este pensamiento a veces me infundía ánimos (las cosas no van tan mal si quinientos millones de personas están en la misma situación que yo), pero al mismo tiempo me inquietaba, por una razón bien distinta: ¿por qué me avergonzaba de no saber inglés mientras que no me incomodaba el hecho de no saber una palabra de hindi, bengalí, gujarati, telugu, urdu, tamil, punjabí o cualquier otro del sinfín de idiomas que se hablaban en aquel país? El argumento de accesibilidad no servía para nada, pues en aquella época estudiar inglés era una rareza tan infrecuente como habría podido serlo el hindi o el bengalí. ¿Acaso se trataba de eurocentrismo, esa convicción de que una lengua europea era más importante que cualquiera de los idiomas que se hablaban en el país que en aquellos momentos me acogía? Por otra parte, reconocer la superioridad del inglés significaba atentar contra la dignidad de los hindúes, para los cuales era muy importante, y delicada, la cuestión de la actitud ante sus idiomas propios. En defensa de su lengua, eran capaces de entregar la vida, dejarse quemar en la hoguera. Aquella determinación, aquel apasionamiento, se debía a que, en su país, la identidad estaba definida por la lengua que usaba cada individuo. Tomemos un ejemplo: un bengalí era aquel cuya lengua materna era el bengalí. La lengua era como un documento de identidad, más aún, era un rostro y un alma. De ahí que conflictos con un fondo del todo diferente —social, religioso, nacional— podían tomar la forma de una guerra de lenguas.

Mientras buscaba libros sobre la India, de paso preguntaba por algún material en torno a Heródoto, quien no sólo suscitaba mi curiosidad sino también mi simpatía. Le estaba muy agradecido porque allí, en los momentos en que me había sentido inseguro y perdido, siempre había estado a mi lado, ayudándome con su libro. A juzgar por su manera de escribir, era un hombre benévolo, bien dispuesto hacia la gente y lleno de curiosidad por el mundo; daba la impresión de ser alguien que siempre tenía muchas preguntas y estaba dispuesto a recorrer miles de kilómetros para hallar una respuesta a, al menos, alguna de ellas.

Sin embargo, cuando profundicé en las fuentes, descubrí que de la vida de Heródoto sabíamos bien poca cosa, e incluso, que lo poco que sabíamos tampoco era del todo seguro. Pues, al contrario que Rabindranath Tagore o su coetáneo Marcel Proust, por ejemplo, que desmenuzaron sus respectivas infancias hasta el mínimo detalle, Heródoto, igual que otros gigantes de su época —Sócrates, Pericles o Sófocles—, en realidad no nos dice nada de su infancia. ¿No era costumbre? ¿No lo creían importante? El propio Heródoto se limita a consignar que es originario de Halicarnaso. Halicarnaso está situado junto a una bahía semejante a un anfiteatro y de curvas suaves, en un lugar muy hermoso del mundo, allí donde la linde occidental de Asia se encuentra con el Mediterráneo. Es un país de sol, calor y luz, de la vid y la aceituna. Automáticamente me asalta la idea de que alguien nacido en un lugar como éste no puede sino tener buen corazón, una mente abierta, un cuerpo sano y un espíritu apacible e imperturbable.

Sus biógrafos están de acuerdo en que nació entre el año 490 y el año 480 antes de Cristo, tal vez en el año 485. Se trata de una época de gran peso en la historia de la cultura universal: hacia el año 480 abandona este mundo Buda, un año más tarde, en el principado de Lu, muere Confucio y cincuenta años después nacerá Platón. En aquellos momentos, Asia es el centro del mundo; incluso cuando se trata de los griegos, los más creativos de esa sociedad, los jonios, también viven en aquel continente. Europa aún no ha nacido, sólo existe como un mito encarnado en el nombre de una bella muchacha, hija del rey fenicio Agenor, a la que Zeus, transformado en un toro dorado, raptará y llevará a Creta, donde la poseerá.

¿Y los padres de Heródoto? ¿Y sus hermanos? ¿Y su casa? En ningún momento dejamos de movernos entre las tinieblas de la incertidumbre. Halicarnaso era una colonia griega, situada en un territorio habitado por una comunidad no griega, los carios, que dependían de los persas. Su padre se llamaba Lyxes, un nombre que no es griego, así que a lo mejor era un cario. La madre, en cambio, lo más probable es que fuera griega. De manera que Heródoto era un griego de los confines y, además, un mestizo. Personas como él crecen entre varias culturas y por sus venas corre una sangre mixta. Su cosmovisión se compone de nociones tales como: tierra de frontera, distancia, otredad, diversidad. Hallamos entre ellas una tipología de lo más variada. Desde sectarios fanáticos y rabiosos, pasando por provincianos pasivos y apáticos, hasta zascandiles inquietos, abiertos y receptivos, ciudadanos del mundo. Dependiendo de la mezcla de sangre que lleven en su interior y de los espíritus que en ella anidaron.

¿Cómo es el pequeño Heródoto?

¿Sonríe a todo el mundo y alarga de buen grado su manita para estrechar otras manos o, por el contrario, se muestra receloso y se oculta tras las faldas de su madre? ¿Acaso es un llorica y un gruñón impenitente, hasta el punto de que su madre, cansada, llega a exclamar, a veces, mientras exhala un dolido suspiro: «¡Dioses!, ¿para qué parí a este niño?» ¿Es un niño obediente y bueno?, o tal vez agota a todo el mundo con sus preguntas: «¿Cómo es que existe el sol? ¿Por qué está tan alto que no se puede alcanzar? ¿Y por qué se esconde en el mar? ¿No tiene miedo de ahogarse?»

¿Y en la escuela? ¿Con quién comparte banco? ¿No lo habrán sentado, como castigo, con un niño travieso? ¿Ha tardado poco en aprender a escribir sobre una tablilla de barro? ¿A menudo llega tarde a clase? ¿No sabe estarse quieto? ¿Sopla respuestas a sus compañeros? ¿Es un chivato?

¿Y sus juguetes? ¿Con qué juega nuestro pequeño griego de hace dos mil quinientos años? ¿Con un patinete de madera manufacturado? ¿Construye casas de arena en la playa? ¿Trepa a los árboles? ¿Se modela pajaritos, pececillos y caballitos de arcilla, de esos que hoy podemos contemplar en los museos?

¿Qué cosas de aquella época se le quedarán grabadas en la memoria para el resto de su vida? Para el pequeño Rabi, el momento más trascendente era la oración matutina junto a su padre; para el pequeño Proust, la espera del instante en que su madre entrase en su habitación a oscuras para abrazarlo y darle las buenas noches. ¿Qué vivencia esperaba con ansia el pequeño Heródoto?

¿A qué se dedicaba su padre? Halicarnaso era una pequeña ciudad portuaria, situada en la ruta comercial entre Asia, Oriente Medio y la Grecia propiamente dicha. Allí atracaban los barcos de los mercaderes fenicios procedentes de Sicilia y de Italia, los griegos que habían partido del Pireo y de Argos, y los egipcios que llegaban de Libia y del delta del Nilo. ¿No habría sido el padre de Heródoto un comerciante? ¿No habría sido él quien habría despertado en el niño interés por el mundo? Quizá desaparecía de casa durante semanas y meses enteros, y la madre, preguntada, contestaría al hijo que su padre estaba en… y en ese momento enumeraría nombres que al niño le decían una sola cosa: que en algún lugar, lejos, existía un mundo todopoderoso que podía arrebatarle al padre para siempre pero que, también —gracias a los dioses—, se lo podía devolver. ¿No sería en aquellos momentos cuando germinó la tentación de conocer ese mundo? ¿Una tentación a la vez que decisión?

Por los escasos datos de que disponemos, sabemos que el pequeño Heródoto tenía un tío poeta, Paniasis, autor de obras líricas y épicas. ¿Lo llevaría este tío a pasear, le enseñaría la belleza de la poesía, los arcanos de la retórica, el arte de narrar? Pues su Historia no sólo es producto del talento, sino que también es un ejemplo del arte de la escritura, una obra salida de la pluma de un maestro.

Una sola vez, en su juventud, Heródoto se vio metido en un asunto político. Además, según parece, por obra de su padre y su tío, los cuales habían participado en una revuelta contra el tirano de Halicarnaso, Ligdamis, quien, sin embargo, logró sofocarla. Los rebeldes se refugiaron en Samos, una isla montañosa a dos días de remo en dirección noroeste. Allí pasó Heródoto años enteros, tal vez desde allí había partido en sus primeros viajes. Si en algún momento regresó a Halicarnaso, sería por muy poco tiempo. ¿Para qué? ¿Para encontrarse con su madre? No lo sabemos. También es válida la hipótesis de que nunca volvió a pisar la ciudad que lo había visto nacer.

Estamos a mediados del siglo V. Heródoto llega a Atenas. El barco atraca en el puerto del Pireo, a ocho kilómetros de la Acrópolis, distancia que se recorre a caballo o, simplemente, a pie. En aquella época, Atenas es la metrópoli del mundo, la ciudad más importante del planeta. Heródoto es en ella un provinciano, un no-ateniense, así que un poco extranjero, un meteco, y a éstos se les trata —cierto que mejor que a los esclavos— no tan bien como a los atenienses de nacimiento. Estos últimos forman una comunidad con gran sensibilidad racial, con un fuerte sentido de superioridad, se consideran únicos, exclusivos e incluso se muestran arrogantes.

Pero parece que Heródoto no tarda en adaptarse al nuevo lugar. Con sus treinta y cinco años por aquel entonces, es un hombre abierto, bien dispuesto hacia la gente, un amigo para todo. Dicta conferencias, participa en veladas y encuentros con los lectores, actividades que seguramente son fuente de sus ingresos. Entabla importantes relaciones personales: con Sócrates, con Sófocles, con Pericles. Tampoco resulta difícil tal cosa: la Atenas de entonces no es grande; con una población de cien mil habitantes, es una ciudad compacta, caótica y densamente edificada. Sólo hay dos lugares que destacan sobre los demás: la Acrópolis, el centro de los cultos religiosos, y el Ágora, el lugar de encuentros y eventos de todo tipo, donde conviven el comercio y la política y donde se concentra la vida social. Es allí donde, desde la primera hora de la mañana, se congrega la gente para hablar o manifestarse. La plaza siempre está rebosante de gente, llena de vida. Con toda seguridad, podríamos encontrar en ella también a Heródoto. Aunque no permanece mucho tiempo en la ciudad, pues más o menos por la época en que llega a ella las autoridades de Atenas promulgan una ley draconiana en virtud de la cual sólo pueden disfrutar de los derechos políticos aquellos cuyos progenitores han nacido en el Ática, o sea, la región que rodea a Atenas. De ahí que Heródoto no logre hacerse con la ciudadanía de la metrópoli. La abandona, viaja de nuevo y, finalmente, se instala para el resto de su vida en el sur de Italia, en la colonia griega de Thurioi.

En cuanto a lo que sucede a continuación, hay división de opiniones. Hay quien afirma que ya no se volvió a mover de allí. Otros sostienen que sí visitó Grecia, que fue visto en Atenas. Incluso hay quien menciona el nombre de Macedonia. Pero, en realidad, nada se sabe a ciencia cierta. Heródoto muere a los —más o menos— sesenta años, pero ¿dónde? ¿En qué circunstancias? ¿Pasaría sus últimos años en Thurioi, sentado a la sombra de un plátano y escribiendo su libro? ¿O tal vez ya no veía bien y se lo dictaba a un escriba? ¿Se servía de apuntes o le bastaba con la memoria? Es posible que recordase historias en torno a Creso y Babilonia, Darío y los escitas, los persas, Termópilas y Salamina. Y tantas y tantas otras de las que rebosa su Historia.

¿Y si muere a bordo de un barco en un lugar del Mediterráneo? ¿O junto a un camino cuando, cansado de andar, se sienta sobre una piedra para no volver a levantarse nunca más? Heródoto desaparece, nos abandona hace veinticinco siglos, en una fecha y un lugar desconocidos.

La redacción.

Viajes de oficio por el país.

Reuniones. Encuentros. Conversaciones.

En mis ratos libres me sumerjo en el estudio de diccionarios (¡por fin ha salido el inglés!) y en la lectura de los más diversos libros sobre la India (acaba de publicarse la imponente obra de Jawaharlal Nehru, El descubrimiento de la India, la gran Autobiografía del Mahatma Gandhi y el hermoso Panchatantra o los cinco libros de la sabiduría india).

Con cada nuevo título, hacía un nuevo viaje a aquel país; me acordaba de los lugares que había visitado y descubría un nuevo fondo y los nuevos aspectos en aquello que antes me había parecido que ya conocía, a cada momento se abrían ante mí nuevos sentidos de las cosas. Eran viajes mucho más multidimensionales que aquel que realmente había hecho. Y al mismo tiempo descubrí que viajes semejantes se podían alargar, repetir y multiplicar leyendo libros, estudiando mapas, contemplando cuadros y fotografías. Más aún: que aventajaban a los real y materialmente hechos, pues en un viaje iconográfico uno se podía detener en cualquier lugar para observarlo con detenimiento, podía retroceder a la imagen anterior, etc., cosas que en un viaje real a menudo quedan fuera de nuestro alcance por falta de tiempo y de oportunidad.

Estaba absorto cada vez más en las extraordinarias riquezas de la India, pensando que ésta se convertiría en mi «patria temática», cuando un día del otoño de 1957 nuestra omnisciente secretaria de redacción, Krysia Korta, me sacó del despacho para susurrarme al oído, misteriosa y presa de excitación:

—¡Te vas a China!