VISTA DESDE UN MINARETE

La discusión de Heródoto con sus compatriotas no cuestiona la existencia en sí de los dioses (nuestro griego tal vez no podría imaginarse el mundo sin esos Seres Superiores), sino la autoría de sus nombres y representaciones: quién los ha tomado de quién. Los griegos sostenían que los dioses formaban parte de su mundo vernáculo y que, por lo tanto, en él estaba su origen, mientras que Heródoto intenta demostrar que todo ese panteón, o al menos gran parte de él, lo tomaron de los egipcios.

Y en este punto, para reforzar su postura, echa mano de un argumento, a su modo de ver, irrebatible. El del tiempo, la edad, la antigüedad: ¿qué cultura es más antigua —pregunta—, la griega o la egipcia? Y enseguida responde: Hallándose en Tebas, antes que yo pensara pasar allá, el historiador Hecateo empezó a declarar su ascendencia, haciendo derivar su casa de un dios, que era el decimosexto de sus abuelos. En esta ocasión hicieron con él los sacerdotes del Zeus tebano lo mismo que practicaron después conmigo, aunque no deslindase mi genealogía, pues me entraron en un gran templo y me fueron enseñando unos colosos de madera… cuyo número era trescientos cuarenta y cinco (una aclaración: Hecateo es griego y los colosos, egipcios, y cada uno de ellos simboliza una generación). Fijaos, griegos, parece decir Heródoto, nuestro linaje se remonta a apenas quince generaciones mientras que el egipcio, a trescientos cuarenta y cinco. Así que ¿quién iba a tomar a quién a los dioses sino nosotros a los egipcios, mucho más antiguos? Y para hacer ver aún más claro a sus compatriotas el abismo de tiempo histórico que separa las dos naciones, precisa: trescientas generaciones humanas se traducen en diez mil años pues tres llenan un siglo. Y cita una frase pronunciada por unos sacerdotes egipcios de que en todo ese tiempo no había aparecido ningún dios nuevo bajo forma humana. De manera que, parece concluir Heródoto, los dioses que consideramos nuestros han existido en Egipto ¡ya desde hace más de diez mil años!

Y si partimos del supuesto de que Heródoto tiene razón y de que no sólo los dioses sino toda la cultura llegó a Grecia (es decir, a Europa) desde Egipto (es decir, desde África) podremos formular la tesis de las raíces no europeas de la cultura europea (una cuestión que, por cierto, es objeto de una discusión que se prolonga desde hace dos mil quinientos años y que está cargada de emoción e ideología). En lugar de entrar ahora en este peligroso campo minado, fijémonos en una cosa: en el mundo de Heródoto, en el cual coexisten muchas culturas y civilizaciones, observamos todo un abanico de relaciones entre ellas. Están los casos de aquellas que se hallan en permanente conflicto con otras, pero, al mismo tiempo, también están las que mantienen con otras relaciones de intercambio y de préstamos recíprocos, enriqueciéndose mutuamente. Es más: hay civilizaciones que, después de haberse combatido a muerte, hoy colaboran para mañana, tal vez, volver a estar en pie de guerra. En una palabra, para Heródoto la multiculturalidad del mundo es un tejido vivo, palpitante, en que nada está dado ni definido de una vez para siempre sino que no cesa de transformarse, de cambiar, de crear nuevas relaciones y nuevos contextos.

Corre el año 1960 cuando veo por primera vez el Nilo. Lo veo desde lo alto, por la tarde, cuando el avión se aproxima a El Cairo. Visto desde esta perspectiva y a esta hora, el río recuerda un tronco ramificado, negro y resplandeciente, rodeado por guirnaldas de luces de las calles y de luminosos rosetones de las plazas de esta grande y agitada ciudad.

En esta época El Cairo es el centro del movimiento independentista del Tercer Mundo, aquí residen muchos hombres que mañana serán presidentes de nuevos estados. Aquí tienen sus sedes los más diversos partidos anticolonialistas de África y Asia.

El Cairo es también la capital de la República Árabe Unida, creada dos años antes (producto de la unión entre Egipto y Siria), cuyo presidente es el coronel Gamal Abdel Nasser, de cuarenta y dos años, un egipcio alto y corpulento, una figura imponente y carismática. En 1952, a sus treinta y dos años, Nasser encabezó el golpe de Estado que depuso al rey Faruk y cuatro años más tarde, investido ya presidente, se colocó al frente de Egipto. Durante mucho tiempo tuvo una fuerte oposición interna: por un lado lo combatían los comunistas y, por otro, los Hermanos Musulmanes, una organización clandestina de fundamentalistas y terroristas islámicos. Dirigidos contra estas dos fuerzas, Nasser mantuvo todo un abanico de cuerpos de policía.

Me levanté por la mañana temprano para ir al centro, que estaba a un buen trecho de distancia. Me alojaba en un hotel de Zamalek, un barrio burgués, bastante rico, construido en tiempos sobre todo para los extranjeros, pero ahora habitado por gente de lo más diversa. Avisado de que en el hotel hurgarían en mi maleta, decidí sacar de ella una botella vacía de la cerveza checa Pilsner y tirarla por el camino (por aquella época, el Nasser musulmán piadoso había decretado una campaña antialcohol). Para disimularla, metí la botella en una bolsa gris de papel y salí con ella a la calle. Pese a lo temprano de la hora ya hacía mucho calor, un calor húmedo y pegajoso.

Escruté los alrededores en busca de una papelera. Pero mis ojos toparon con la mirada de un conserje sentado sobre un taburete en el portal del que acababa yo de salir. Me observaba. Ea, pensé, no tiraré la botella delante de él porque mirará luego en la papelera, la encontrará y se lo dirá a la policía del hotel. Seguí caminando y al cabo de un rato vi una caja vacía. Ya estaba a punto de tirar allí la botella cuando vi a dos hombres de pie, ataviados con largas galabiyas blancas. Estaban charlando, pero al mismo tiempo no me quitaban ojo. No, no podía tirar la botella ante su mirada, seguro que la verían y, además, una caja no era un cubo de basura. No me detuve. Seguí caminando hasta que vi otra papelera, pero de nada me sirvió pues enseguida noté la atenta mirada de un árabe que, sentado ante un portal, tenía la vista clavada en mí. No, de ninguna manera, me dije, no puedo arriesgarme, me está escrutando con mucha suspicacia. Así que, con la bolsa —y en ella la botella— en la mano, seguí a paso ligero como si nada.

Un poco más adelante había un cruce de calles, en medio estaba un policía con su porra y un silbato, y en una esquina aparecía, sentado sobre un taburete, un hombre que me miraba. Observé que sólo tenía un ojo, pero ese ojo se clavó en mí con tanta insistencia, con tal ahínco, que me sentí incómodo, los dedos se me hicieron huéspedes, e incluso me asaltó el temor de que me ordenara enseñarle lo que llevaba en la bolsa. Apreté el paso para desaparecer de su campo de visión y lo hice con tanto más brío cuanto que divisé a cierta distancia los contornos de un cubo de basura. Mi gozo en un pozo: muy cerca del cubo, a la sombra de un arbolillo raquítico, estaba sentado un hombre mayor cuya actividad consistía en mirarme.

Ahora la calle se desviaba a un lado, pero después de la curva todo seguía igual. No pude tirar la botella en ninguna parte porque en todas, al pasear la vista a mi alrededor, me topaba con la mirada de alguien dirigida hacia mi persona. Por las calzadas corrían coches, los borricos tiraban de carros cargados de mercancías, un grupo de camellos avanzaba digno y zancudo, pero todo eso ocurría como en segundo plano, más allá de mí, que durante todo el tiempo caminé acompañado por las miradas de unos hombres que, ya de pie, ya sentados (los más), ya paseándose, ya charlando, no me quitaban la vista de encima. Mi nerviosismo aumentaba por momentos, sudaba cada vez más, la bolsa de papel estaba hecha una sopa, temí que la botella saliera de ella disparada y se hiciera añicos en medio de la acera, suscitando un interés aún mayor de la calle. En verdad no sabía cómo actuar, así que regresé al hotel y volví a meter la botella en la maleta.

Sólo por la noche salí con ella otra vez. La noche resultó más benévola. Metí la botella en una papelera cualquiera y, aliviado, me fui a dormir.

A partir de entonces, mientras caminaba por la ciudad observaba las calles con más atención. Todas tenían ojos y oídos. Aquí un conserje, ahí un guardián, junto a él una figura inmóvil echada en una tumbona, un poco más allá un hombre de pie; todos se dedicaban a mirar. Aquellos hombres no denotaban tener ocupación alguna, no hacían nada concreto, pero sus ojos tejían una red de observación —tupida, espesa, hermética— que abarcaba todo el espacio de la calle, en la que no podía suceder nada sin que no fuera inmediatamente descubierto y detectado. Detectado y denunciado.

Un tema interesante: hombres superfluos al servicio del autoritarismo. Una sociedad desarrollada, establecida y organizada es un organismo en el que los papeles de los individuos están clara e inequívocamente definidos, cosa que no se puede decir de gran parte de los habitantes de las ciudades del Tercer Mundo. Allí, barrios enteros están llenos de una masa informe, correosa, indefinida e imprevisible —una auténtica fuerza telúrica, un auténtico elemento—, sin un cometido, sin una posición, un lugar o un destino asignado. En cualquier momento estas personas pueden agolparse en medio de la calle, convertirse en un gentío incontrolado, en una muchedumbre que siempre tiene algo que decir, a la que le sobra tiempo, que quisiera participar en algo, significar algo, pero a la que nadie presta atención porque nadie la necesita.

Dictaduras de todo tipo sacan provecho de esa magma inactiva. Ni siquiera necesitan mantener costosos ejércitos de policías de plantilla. Basta con acudir a esas personas, que no hacen sino esperar algo de la vida. Darles la sensación de que pueden servir para algo, de que alguien cuenta con ellas, que han sido percibidas, que algo pueden significar.

Ambas partes se benefician de esta relación: el hombre de la calle, al mostrarse servil hacia la dictadura, empieza a sentirse parte del sistema, un ser importante e imprescindible, y por añadidura, como suele tener algún que otro peso en la conciencia —pequeños hurtos, peleas, timos—, ahora empieza a sentirse impune; la dictadura, a su vez, tiene en él a un agente-fisgón celoso y omnipresente que, además, le sale barato cuando no gratuito. A veces incluso resulta difícil llamarlo agente. Pues es alguien que no quiere pasar desapercibido ante el poder, hace todo lo que puede para ser visto, no permite que se olviden de su existencia, siempre dispuesto a hacer un favor.

Un día, cuando salí del hotel a la calle, uno de esos hombres (supuse que era de ésos porque siempre estaba apostado en el mismo lugar, debía de tener asignada una zona) me paró y me dijo que lo siguiera, que me enseñaría una mezquita antigua. Soy crédulo por naturaleza, y la desconfianza la considero no como señal de sentido común sino como un defecto de carácter, y, en aquella ocasión, el hecho de que un secreta me propusiera ir a una mezquita en vez de ordenarme comparecer en una comisaría me causó tal sensación de alivio —incluso de alegría— que acepté sin pensármelo un segundo. Era un hombre de trato correcto, llevaba puesto un traje pulcro y hablaba en un inglés bastante bueno. Me dijo que se llamaba Ahmed. Y yo, Ryszard, le contesté, pero te resultará más fácil llamarme Richard.

Primero caminamos. Luego estuvimos mucho rato en un autobús. Nos bajamos. Nos encontramos en un barrio viejo: callejones estrechos, rincones recónditos, plazoletas diminutas, pasajes sin salida, fachadas torcidas, pasos angostísimos, paredes de barro gris oscuro, tejados de hojalata ondulada. Quien entre aquí sin un guía no saldrá. Sólo aquí y allá se divisan unas puertas en las paredes, pero están clausuradas, cerradas a cal y canto. Todo aparece desierto. De vez en cuando se ve deslizarse como una sombra a una mujer o a una pandilla de niños, pero los pequeños, asustados por el grito de Ahmed, desaparecen enseguida.

Así llegamos ante un macizo portalón de metal sobre el cual Ahmed golpea con los nudillos un código. Desde el interior llega el susurro de unas sandalias arrastrándose y luego se oye el ruidoso chirrido de una llave girando en la cerradura. Nos abre la puerta un hombre de edad y aspecto indefinidos e intercambia con Ahmed unas palabras. Nos guía a través de un pequeño patio cerrado hasta una puerta hundida en la tierra que conduce a un minarete. Está abierta, los dos me indican que la franquee. Dentro reina una espesa oscuridad, pero se divisan los contornos de una escalera de caracol que sube por la pared interior del minarete, que, a su vez, recuerda una gran chimenea de fábrica. Quien dirija la vista hacia arriba verá que en lo alto, muy alto, brilla un punto de luz difuminada que desde este lugar parece una estrella remota y pálida: es el cielo.

—We go! —me dice con voz imperativo-alentadora Ahmed, que antes me ha dicho que desde la cumbre veré toda la ciudad de El Cairo—. Great view! —me asegura. Así que en marcha. La cosa se presenta mal desde el principio. La escalera es estrechísima y resbaladiza pues está cubierta de arena y polvo de argamasa. Pero lo peor es que no tiene ningún pasamanos, ni agarraderos, ni mangos, ni siquiera una cuerda, nada a lo que asirse.

Pues nada, allá vamos.

Sube que te sube.

Lo más importante: no mirar hacia abajo. Ni hacia abajo ni hacia arriba. Clavar la vista en el punto más cercano que se tiene delante, en ese peldaño que está a la altura de los ojos. Desconectar la imaginación, la imaginación siempre magnifica el miedo. Irían de perlas cosas como yoga, nirvana y tantra, o como karma y moksha, algo que permitiera dejar de pensar, de sentir, de ser.

Pues nada, allá vamos.

Sube que te sube.

Estrechez y oscuridad. Vértigo en círculos. Desde la cumbre del minarete, cuando la mezquita está abierta, el almuédano llama a los fieles a oración cinco veces al día. Los exhorta con una especie de cánticos monótonos, a veces bellísimos, solemnes, cautivadores, románticos. Sin embargo, nada parece indicar que nuestro minarete sea usado por alguien. Es un lugar abandonado desde hace años, huele a rancio, a polvo estadizo.

No sé si fue debido al esfuerzo o a la creciente sensación de miedo, pero lo cierto es que empecé a acusar cansancio y a todas luces ralenticé la subida pues Ahmed se puso a apurarme.

—Up, up! —insistía, y puesto que iba detrás de mí me cortaba toda posibilidad de retroceder, dar media vuelta, huir. No podía girar sobre mis talones y sortearlo: a un lado se abría el abismo. Pues nada, pensé, vamos allá.

Sube que te sube.

Nos encontrábamos ya tan alto y la situación se presentaba tan peliaguda en aquella escalera sin pasamanos ni asideros que un movimiento brusco de cualquiera de nosotros habría significado una caída libre de los dos desde una altura de varios pisos. Estábamos unidos por un absurdo clinch de «intocabilidad»: el que tocase al otro también se precipitaría al vacío.

Pero esta simétrica configuración no tardó en cambiar en mi contra. Al final de la escalera, en la misma cumbre, había una terracita diminuta y angosta en torno al minarete: el lugar para el almuédano. Por lo general, estas plataformas suelen exhibir una baranda de piedra o de metal. Pero aquélla, que seguramente había sido metálica pero que al cabo de tantos siglos se había caído, comida por la herrumbre, brillaba por su ausencia: el estrecho saliente de piedra no tenía protección alguna. Ahmed me empujó suavemente hacia el exterior, pero él mismo se quedó en la escalera, y, apoyado con toda la seguridad del mundo contra un vano en la pared, me dijo:

—Give me your money.

Yo llevaba el dinero en un bolsillo del pantalón, pero temí que un movimiento tan insignificante como meter en él la mano me lanzaría al vacío. Ahmed notó mi vacilación y repitió, esta vez con tono apremiante:

—Give me your money!

Mirando al cielo, todo menos mirar hacia abajo, con mucho, mucho cuidado metí la mano en el bolsillo y despacio, muy despacio saqué el billetero. Él lo cogió sin decir palabra, dio media vuelta y empezó a bajar.

Ahora lo más difícil fue cada uno de los centímetros que separaban la desprotegida terracita del primer peldaño de la escalera: una distancia de menos de un metro. Y luego el martirio de bajar aquella escalera sobre unas piernas que no parecían mías, pesadas, paralizadas, como encadenadas a la pared.

El vigilante me abrió la puerta y unos niños —los mejores guías en parajes semejantes— me condujeron hasta un taxi.

Viví en el barrio de Zamalek varios días más. Iba al centro de la ciudad por la misma calle. No pasó un día sin que viera a Ahmed. Estaba siempre apostado en el mismo lugar, vigilando su zona.

Me miraba sin ninguna expresión en su rostro, como si nunca nos hubiésemos encontrado.

Yo lo miraba a él, creo, sin ninguna expresión en mi rostro, como si nunca nos hubiésemos encontrado.