CRUZAR LA FRONTERA

Antes de que prosiga su viaje —escalando senderos escarpados, surcando el mar a bordo de un barco, cabalgando por las estepas de Asia—, antes de que llegue a la morada de los desconfiados escitas, descubra las maravillas de Babilonia y sondee los misterios del Nilo, antes de que conozca cien nuevos lugares y vea mil cosas incomprensibles, Heródoto aparecerá fugazmente en una clase magistral que la catedrática Biezunska-Malowist pronuncia dos veces por semana ante los estudiantes del primer curso de Historia en la Universidad de Varsovia.

Se asomará por unos instantes para enseguida desaparecer.

Desaparecerá en un segundo y tan definitivamente, que ahora, cuando pasados muchos años reviso mis apuntes de aquellas clases, ni siquiera encuentro en ellos su nombre. Están ahí Esquilo y Pericles, Safo y Sócrates, Heráclito y Platón, pero no Heródoto. Y eso que aquellos apuntes los hacíamos con mucho cuidado, pues eran nuestra única fuente de conocimientos: sólo habían transcurrido cinco años desde el final de la guerra, la ciudad estaba reducida a escombros y las bibliotecas habían sido pasto de las llamas; de modo que no teníamos manuales, el libro era un bien escaso.

La señora catedrática tiene una voz suave y monótona; habla bajo, en sordina. Sus ojos, oscuros y escrutadores, nos observan a través de los gruesos cristales de sus gafas con un interés no disimulado. Sentada en su cátedra elevada, tiene delante a cien jóvenes, de los cuales la mayoría no tiene ni la más remota idea de que Solón era grande, no sabe el porqué de la desesperación de Antígona y no sabría explicar cómo Temístocles tendió la trampa a los persas en Salamina.

A decir verdad, ni siquiera sabíamos a ciencia cierta dónde estaba Grecia ni que ese país hubiera tenido un pasado tan increíblemente rico, tan excepcional que mereciera la pena estudiarlo en la universidad. Éramos hijos de la guerra, durante la cual los institutos de enseñanza media habían permanecido cerrados; si bien en las grandes ciudades habían funcionado ocasionalmente escuelas clandestinas, allí, en aquella aula, se sentaban chicos y chicas de pueblos remotos y de ciudades pequeñas, nada leídos, con poca instrucción. Era el año 1951, se accedía a la universidad sin exámenes de entrada pues lo que contaba era la extracción social de los estudiantes: los hijos de obreros y campesinos tenían más posibilidades de hacerse con una plaza.

Los bancos eran largos, con cabida para varias personas. Nos sentábamos hombro con hombro, apretados, pero aun así faltaba espacio. Mi vecino de la izquierda era Z., un campesino mohíno y taciturno de un pueblucho situado en la comarca de Radomsko, cuyos habitantes —según contó en una ocasión— guardaban en sus casas, como medicina, un trozo de embutido seco que daban a chupar a los niños de pecho cuando caían enfermos.

—¿Crees que eso ayuda? —le pregunté sin fe alguna.

—Claro que sí —respondió convencido, y volvió a sumirse en el silencio.

A mi derecha se sentaba W., un muchacho flaco y de rostro frágil picado de viruela. Solía emitir suaves gemidos cada vez que cambiaba el tiempo porque —según me confesó un día— la rodilla le daba atroces punzadas, y se las daba porque la había alcanzado una bala durante una escaramuza en el bosque. Pero quién había luchado contra quién, quién le había disparado y acertado, eso no me lo quiso decir. También había entre nosotros varios estudiantes de buena familia. Éstos iban limpios y aseados, vestían mejores ropas, y las muchachas llevaban zapatos con tacón alto. Pero eran rara avis, excepciones que enseguida llamaban la atención; lo que predominaba era el provincianismo más tosco: abrigos de segunda mano arrugados, jerséis llenos de parches, vestidos de percal…

La señora catedrática también nos enseñaba fotografías de esculturas antiguas y, pintadas sobre vasijas de bronce, figuras de antiguos griegos: bellos cuerpos, esculturales; rostros nobles, alargados, de suaves rasgos. Pertenecían a un mundo desconocido, mítico. Un mundo hecho de sol y de plata, cálido y luminoso, habitado por héroes esbeltos y ninfas bailando. No sabíamos qué actitud debíamos adoptar ante él. Mientras miraba aquellas fotografías, Z. se volvía aún más taciturno; W., con una mueca de dolor, se daba suaves masajes en la rodilla dolorida. Otros lo miraban todo con atención, pero al mismo tiempo con indiferencia, pues no lograban imaginarse aquella realidad remota, casi fantástica. No hacía falta esperar el momento en que aparecerían personas que anunciasen el choque de civilizaciones. Ese choque se había producido mucho tiempo atrás, dos veces por semana, en aquella aula en la que supe de la existencia de un griego llamado Heródoto.

Aún no sabía nada de su vida, ni que nos hubiera legado su célebre libro. De todos modos, dicha obra, escuetamente titulada Historia, tampoco la habríamos podido leer, porque en aquella época su traducción polaca permanecía en un armario cerrado con llave. Por las siguientes razones: tradujo la obra, a mediados de los años cuarenta del siglo XIX, el catedrático de Filología Clásica Seweryn Hammer y depositó su manuscrito en la editorial Czytelnik. No he logrado desentrañar los pormenores de aquel asunto porque se ha perdido toda la documentación al respecto, pero sí que en otoño de 1951 la editorial mandó a la imprenta el texto de la traducción. Si no se hubiera interpuesto ningún obstáculo, el libro se habría publicado en 1952 y, así, habría ido a parar a nuestras manos cuando todavía estudiábamos la historia antigua. Pero no sucedió así, porque en un momento dado se paralizó la edición. Hoy resulta ya imposible averiguar quién tomó aquella decisión y dio la orden de cumplirla. ¿Un censor? Sospecho que sí, pero no lo puedo afirmar. Lo cierto es que el libro se imprimió tan sólo tres años más tarde, a finales de 1954, y no apareció en las librerías hasta 1955.

Sólo se puede especular en torno a las razones de aquel intervalo tan largo entre el envío a la imprenta del texto mecanografiado y la aparición de la Historia en las librerías. A saber: el intervalo en cuestión se produce en un lapso que empieza un par de años antes de la muerte de Stalin y termina otro par de años después de la misma. La traducción de Heródoto fue a parar a la imprenta en el momento en que las emisoras de radio occidentales empezaban a hablar de una grave enfermedad de Stalin. La gente no conocía los detalles pero, temiendo una nueva oleada de terror, prefirió esconderse, agazaparse, evitar dar cualquier pretexto, pasar desapercibida. El ambiente estaba cargado de tensión. Los censores doblaron su celo.

Pero ¿Heródoto? ¡Su libro había sido escrito dos mil quinientos años atrás! Y, sin embargo, sí. Sí, porque en aquella época nuestra manera de pensar, de ver las cosas y de leer estaba gobernada por la obsesión de la alusión. Cada palabra tenía sus asociaciones ocultas, un doble sentido, un segundo fondo, expresaba algo inexpresable, todas entrañaban un código secreto astutamente escondido. Nada era lo que era en la realidad, exacto e inequívoco, porque de cada cosa, gesto y palabra asomaba una señal alusiva y un ojo cómplice hacía guiños. El que escribía tenía dificultades para llegar al que leía no sólo porque la censura podía en un momento dado confiscar su texto, sino también por otra razón: cuando el texto finalmente llegaba a manos del destinatario, éste leía algo completamente distinto a lo que aparecía escrito negro sobre blanco, y mientras leía no paraba de hacerse la pregunta: ¿qué habrá querido decir el autor en verdad?

Y he aquí a alguien atenazado y atormentado por la obsesión de la alusión cogiendo el libro de Heródoto. ¡La de alusiones que entraña! Historia se compone de nada menos que nueve libros y cada uno de ellos contiene un sinfín de alusiones. Por ejemplo, ese alguien abre por puro azar el libro V. Lo abre, lee un fragmento y se entera de que en Corinto, después de treinta años de un gobierno sanguinario, murió el tirano que atendía al nombre de Cípselo y de que su puesto fue ocupado por su hijo Periandro, quien, como se descubriría más tarde, resultó mucho más sanguinario que el padre. Dicho Periandro, cuando todavía era un dictador principiante, quiso saber cuál era la mejor manera de conservar el poder, así que envió una embajada al dictador de Mileto, el viejo Trasibulo, con la pregunta de qué hacer para mantener a la gente en permanente estado de miedo y sumisión rayana en la esclavitud.

Trasibulo —escribe Heródoto— saca al enviado de Periandro a paseo fuera de la ciudad, y éntrase con él por campo sembrado, y al tiempo que va pasando por aquellas sementeras, le pregunta los motivos de su visita, y vuelve a preguntárselo una, y otra, y muchas veces. Era, empero, de notar que no paraba entretanto Trasibulo de descabezar las espigas que entre las demás veía sobresalir, arrojándolas de sí luego de cortadas, durando en este desmoche hasta que dejó talada aquella mies, que era un primor de alta y bella. Después de corrido así todo aquel campo, despachó al enviado a Corinto sin darle respuesta alguna. Apenas llegó el mensajero, cuando le preguntó Periandro por la respuesta; pero él le dijo: «¿Qué respuesta, señor? Ninguna me dio Trasibulo»; y añadió que no podía acabar de entender cómo le hubiese enviado Periandro a consultar un sujeto tan atronado y falto de seso como era Trasibulo, hombre que sin causa se entretenía en echar a perder su hacienda; y con esto diole cuenta al cabo de lo que vio hacer a Trasibulo. Mas Periandro dio al instante en el blanco, y penetró toda el alma del negocio, comprendiendo muy bien que con lo hecho le prevenía Trasibulo que se desembarazase de los ciudadanos más sobresalientes del Estado; y desde aquel punto no dejó ni maldad ni tiranía que no ejecutase en ellos, de manera que a cuantos había el cruel Cípselo dejado vivos o sin expatriar, a todos los mató y los desterró Periandro.[1]

¿Y el siniestro y patológicamente desconfiado Cambises? ¡Cuántas alusiones y analogías, cuántos paralelismos no se podría hallar en este personaje! Fue rey de Persia, que en aquella época era una superpotencia. Reinó entre los años 529 y 522 antes de Cristo.

Cambises me parece a todas luces un loco insensato… Primero mandó matar a su hermano Esmerdis… Este fratricidio, según cuentan, tiene que ser la primera de sus locuras y atrocidades. La segunda la ejecutó pronto con una princesa que le había acompañado al Egipto, siendo su esposa, y al mismo tiempo su hermana de padre y madre… Mandó enterrar vivos y cabeza abajo a doce persas principales, sin haber dado los mismos ningún motivo… De esta especie de atentados, no menos locos que atroces, hizo otros muchos en Menfis, donde iba abriendo los antiguos monumentos para contemplar cadáveres momificados…

Lleno de enojo y furor, Cambises emprende de repente la marcha al corazón de África. Príncipe de menguado juicio y de ira desenfrenada, no manda antes hacer provisión alguna de sus víveres, ni se detiene siquiera en pensar que lleva sus armas al extremo de la tierra… No habían sus tropas andado todavía una quinta parte del camino que debían hacer cuando al ejército se le acababan ya los pocos víveres que traía consigo; los que consumidos, se le iban después acabando los bagajes, de que echaban mano para su necesario sustento. Si al ver lo que pasaba desistiera entonces, ya que antes no de su porfía y contumacia, el insano Cambises, dando la vuelta con su ejército, hubiérase portado como hombre cuerdo, que si bien sabe errar, sabe enmendar el yerro antes cometido; pero no dando lugar aún a ninguna reflexión sabia, llevando adelante su intento, iba prosiguiendo su camino. Mientras que las tropas encontraron hierbas por los campos, mantuviéronse de ellas. Mas llegando en breve a los arenales, algunos de los soldados, obligados de hambre extrema, tuvieron que echar suertes sobre sus cabezas, a fin de que uno de cada diez alimentase con su carne a nueve de sus compañeros. Informado Cambises de lo que sucedía, empezó a temer que iba a quedarse sin ejército si aquel diezmo de vidas continuaba; y al cabo, dejó la jornada contra los etíopes y volvió a deshacer su camino.

Como acabo de mencionar, la Historia de Heródoto apareció en las librerías en 1955. Habían transcurrido dos años desde la muerte de Stalin. El ambiente ya no estaba tan cargado, la gente respiraba con mayor libertad. Por las mismas fechas se publicó una novela de Iliá Ehrenburg cuyo título, El deshielo, daría nombre a la nueva época que inaugurábamos. En aquel entonces, la literatura parecía serlo todo. En ella se buscaba fuerzas para vivir, señales para enfilar uno u otro camino, una revelación.

Terminé la carrera y me puse a trabajar en un periódico que se llamaba Sztandar Mlodych [Estandarte de la Juventud]. Era un reportero principiante: mi cometido consistía en viajar por el país siguiendo rutas marcadas por las cartas que llegaban a la redacción. Sus autores se quejaban de la injusticia y la pobreza, de que el Estado les había quitado su última vaca o de que en su aldea aún no había luz eléctrica. Como la censura había aflojado, la gente podía escribir cosas como, por ejemplo, ésta: En el pueblo de Chodów, cierto que hay una tienda, pero siempre está vacía, no hay manera de comprar nada. El progreso consistía en que, mientras Stalin estaba vivo, no se podía escribir que una tienda estaba vacía: todas tenían que estar perfectamente abastecidas, llenas de productos. Así que recorría yo el país con más pena que gloria, de aldea en aldea, de villorrio en villorrio, en un carro de adrales o en un autobús desvencijado, pues los turismos eran una rareza. Ni siquiera era fácil hacerse con una bicicleta.

La ruta me llevaba, a veces, a aldeas cercanas a alguna frontera. Pero no muy a menudo, pues a medida que uno se aproximaba a la frontera, la tierra se volvía cada vez más desierta y menguaban las posibilidades de toparse con alguien. Aquel vacío acentuaba el misterio de aquellos lugares. También me llamó la atención el silencio que reinaba en las zonas fronterizas. Aquel misterio unido al silencio me atraía y me intrigaba. Me sentía tentado a asomarme al otro lado, a ver qué había allí. Me preguntaba qué sensación se experimentaba al cruzar la frontera. ¿Qué sentía uno? ¿En qué pensaba? Debía de tratarse de un momento de gran emoción, de turbación, de tensión. ¿Cómo era ese otro lado? Seguro que diferente. Pero ¿qué significaba «diferente»? ¿Qué aspecto tenía? ¿A qué se parecía? ¿Y si no se parecía a nada de lo que yo conocía y, por lo tanto, era algo incomprensible e inimaginable? Pero, en el fondo, mi más ardiente deseo, mi anhelo tentador y torturador que no me dejaba tranquilo, era de lo más modesto, pues lo único que me intrigaba era ese instante concreto, ese paso, ese acto básico que encierra la expresión cruzar la frontera. Cruzarla y volver enseguida, con eso —pensaba— me bastaría, saciaría esa inexplicable y, sin embargo, muy acuciante sed psicológica.

Pero ¿cómo hacerlo? Ninguno de mis compañeros de instituto y de universidad había estado jamás en el extranjero. Si alguien tenía amigos o familiares en el extranjero prefería silenciarlo. Me ponía furioso conmigo mismo a causa de aquella tentación tan estrafalaria, la cual, sin embargo, se había empeñado en no abandonarme ni por un instante.

Un buen día me topé en el pasillo de la redacción con la redactora jefe. Era una mujer bien plantada, con una cabellera rubia peinada a un lado. Se llamaba Irena Tarlowska. Me habló de mis últimos textos y en un determinado momento me preguntó por mis planes más inmediatos. Enumeré las aldeas a las que me disponía a viajar y los asuntos que en ellas me esperaban, tras lo cual me armé de valor y dije:

—Me gustaría mucho ir al extranjero algún día.

—¿Al extranjero? —repitió incrédula y un poco asustada, porque no eran tiempos en que se viajase al extranjero así como así—. ¿Adónde?, ¿para qué? —preguntó.

—He pensado en Checoslovaquia —respondí. Porque yo no ambicionaba lugares como París o Londres, no, ni mucho menos; ni me los había intentado imaginar, ni tan siquiera me interesaban, sólo anhelaba una cosa: cruzar la frontera, no importaba cuál ni dónde, porque no me importaba el fin, la meta, el destino, sino el mero acto, casi místico y trascendental, de cruzar la frontera.

Había pasado un año desde aquella conversación. En nuestro cuarto de reporteros sonó el teléfono. La redactora jefe quería verme en su despacho.

—¿Sabes? —dijo cuando comparecí ante su mesa—, te enviamos fuera. Irás a la India.

Mi primera reacción fue de estupefacción. Y justo después, de pánico: no sabía nada de la India. Febrilmente empecé a buscar en la cabeza imágenes, asociaciones, nombres… Sin éxito: no sabía nada de nada. (La idea de enviar a alguien a la India surgió porque varios meses antes había visitado Polonia el primer presidente de gobierno procedente de un país no satélite de la Unión Soviética y que no era otro que el máximo mandatario de la India, Jawajarlal Nehru. Se entablaban los primeros contactos entre ambos Estados, y mis reportajes habían de servir para acercar a los polacos aquel lejano país.)

Al final de aquella conversación por la que supe que partiría hacia el mundo, Tarlowska se acercó al armario, sacó de él un libro y, mientras me lo entregaba, dijo: «Un regalo de mi parte, para el viaje.» Era un grueso volumen de tapa dura, forrado con tela de lino amarilla. En la portada leí, grabados en letras doradas, el nombre del autor y el título: Heródoto. Historia.

Era un viejo bimotor DC-3, con muchas horas de vuelo en los frentes de guerra; tenía las alas ennegrecidas por los gases de escape y parches en el fuselaje, pero volaba; volaba —casi vacío—, con apenas una decena de pasajeros a bordo a Roma. Presa de la excitación, no abandoné mi asiento junto a la ventanilla ni un instante, como tampoco quité ojo de todo lo que se podía ver a través de ella, pues por primera vez veía el mundo desde lo alto, a vista de pájaro, yo, que nunca había estado ni tan siquiera en las montañas, ¿qué decir en una situación tan empírea? Abajo, se sucedían a ritmo lento ya tableros de ajedrez multicolores, ya patchworks de colores chillones, ya alfombras de un gris verdoso, y todo aparecía como extendido a propósito sobre la tierra para que se secase al sol. Pero no tardó en caer el crepúsculo y todo se sumió en la oscuridad.

—Anochece —dijo mi vecino; en polaco, pero con acento extranjero.

Era un periodista italiano que regresaba a casa, y recuerdo que se llamaba Mario. Cuando le hube contado adónde me dirigía y para qué, y que en mi vida había viajado al extranjero, que era mi primera vez y que en realidad no sabía nada de nada, se rió, me dijo algo así como «No te preocupes» y prometió ayudarme. Me alegré mucho: me sentí algo más seguro. Necesitaba aquella seguridad porque viajaba a Occidente, y tenía aprendido que a Occidente se le debía temer como a la peste.

Volábamos en medio de la oscuridad —incluso las bombillas de la cabina apenas alumbraban— cuando, de repente, empezó a menguar toda esa tensión que se apodera hasta de la última pieza del aparato cuando sus motores van al máximo de revoluciones; el sonido de los motores se volvió más tranquilo y relajado: el viaje llegaba a su fin. En un momento dado, Mario me asió por el hombro y, señalando la ventanilla, me exhortó: «¡Mira!»

Miré y me quedé de una pieza.

Debajo de mí, toda la longitud y la anchura del fondo de la oscuridad reinante fuera del avión aparecía inundada de luz. Era una luz intensa, cegadora, trémula, vibrante. Daba la impresión de que allí, abajo, brillaba una materia líquida cuya incandescente superficie emitía luminosidad, que se elevaba y bajaba, se extendía y se encogía, pues toda aquella imagen ígnea era algo vivo, algo lleno de movimiento, de vibración y de energía.

Por primera vez en mi vida contemplaba una ciudad iluminada. Aquellos pueblos y villorrios que había conocido hasta entonces eran deprimentemente oscuros, nunca aparecían iluminados los escaparates de las tiendas, no se veían carteles publicitarios llenos de colorido, y las farolas de las calles, cuando las había, tenían las bombillas muy flojas. Aunque, pensándolo bien, ¿quién necesitaba luz? Al caer la tarde las calles se quedaban desiertas y rara vez pasaba un coche.

A medida que descendíamos, el paisaje de las luces se aproximaba y crecía por momentos. Al final, el avión dio con sus ruedas contra el cemento de la pista, crujió y chirrió. Habíamos llegado a destino. El aeropuerto de Roma: una gran esfera de cristal repleta de pasajeros. Fuimos al centro de la ciudad a través de unas calles llenas de movimiento y de gente; hacía una tarde muy cálida. El bullicio, el ajetreo, la luz y el sonido, todo esto actuaba como una droga. Varias veces perdí el sentido de la orientación, no sabía dónde me encontraba. Debí de parecer un animal de bosque: aturdido, un poco asustado y con unos ojos muy abiertos que intentan descubrir algo, penetrar en ese algo y distinguirlo de su entorno.

A la mañana siguiente oí una conversación en la habitación contigua. Distinguí la voz de Mario. Más tarde supe que la discusión había girado en torno a cómo vestirme para que mi aspecto no llamara la atención, ya que yo llevaba una indumentaria que obedecía a los cánones de la moda «Pacto de Varsovia», año 1956. A saber: un traje de cheviot de llamativas rayas grises y azules, la chaqueta cruzada con doble fila de botones y unas hombreras salidas y angulosas, y el pantalón, ancho, demasiado largo y con las perneras acabadas en una gran vuelta. Mi camisa, de nailon, era de color amarillo y la corbata a cuadros, verde. Y, finalmente, los zapatos: unos sólidos mocasines de bordes gruesos y rígidos.

El enfrentamiento Este-Oeste no sólo tenía como escenario los polígonos militares sino también todos los demás ámbitos de la vida. Si en el Oeste se llevaba una indumentaria ligera, en el Este —todo lo contrario— tenía que ser pesada; si en el Oeste se vestía con prendas ajustadas, en el Este —todo lo contrario— éstas debían apartarse del cuerpo un kilómetro. No hacía falta llevar el pasaporte encima: desde lejos se veía de qué lado del telón de acero era cada uno.

La mujer de Mario me llevó en varias ocasiones de compras. Para mí fueron auténticas expediciones de descubrimiento. Tres cosas me resultaron de lo más llamativo. La primera, que las tiendas estaban repletas, desbordadas incluso, de mercancías; que los productos, además de aplastar estantes y mostradores, cual multicolores torrentes salidos de sus cauces, inundaban las aceras, llenando calles y plazas. La segunda, que las vendedoras no estaban sentadas sino de pie, y con la mirada pendiente de la puerta de entrada. Era muy extraño que permanecieran de pie y en silencio en lugar de estar sentadas y charlando entre ellas. Al fin y al cabo, las mujeres tenían tantos temas de que hablar. Problemas con el marido, con los hijos… Qué ponerse, cómo iba la salud, ¿no se habría quemado algo en la sartén el día anterior? Esto era lo habitual en Polonia; en cambio allí, en Italia, me daba la impresión de que aquellas mujeres no se conocían en absoluto y que no deseaban decirse nada. La tercera sorpresa consistió en que los vendedores respondían a las preguntas que se les hacía. No sólo respondían con frases enteras, sino que al final ¡decían grazie! La mujer de Mario les preguntaba algo y ellos la escuchaban con suma amabilidad y atención, concentrados e inclinados, como los atletas esperando la salida en una carrera. ¡Y luego se volvía a oír el ya natural, de tan frecuentemente repetido, grazie!

Por la noche me atreví a salir solo por la ciudad. Debía de estar alojado en un lugar céntrico porque tenía a un tiro de piedra la Stazione Termini, desde donde bajé por Via Cavour hasta Piazza Venezia y luego, recorriendo estrechos callejones y plazoletas, regresé a la Stazione Termini. Estaba ciego a la arquitectura, a los monumentos y las estatuas, sólo veía, fascinado, bares y cafés. A derecha e izquierda se veían sobre las aceras mesas ante las cuales había personas charlando mientras tomaban algo, o, sencillamente, observando la calle y los transeúntes. Apostados tras unos mostradores muy altos, los barmen vertían bebidas en los vasos, agitaban cocteleras y preparaban café. Por todas partes iban y venían camareros que trajinaban vasos, copas y tazas con una habilidad y un brío auténticamente juglarescos; en mi vida había visto yo cosa semejante, salvo una vez, en un circo soviético, cuando el prestidigitador sacó del aire por arte de magia un plato de madera, una copa de cristal y un gallo flaco desgañitándose.

En uno de aquellos cafés divisé una mesa libre, me senté y pedí un café. Al cabo de un rato noté que la gente se fijaba en mí, a pesar de que ya llevaba puesto un traje nuevo, una camisa italiana, blanca como la nieve, y una corbata a la última moda, de lunares. Por lo visto, a pesar de todo había algo en mi aspecto, en mis gestos y en mi manera de sentarme y de moverme que delataba de dónde había llegado y a qué mundo tan diferente pertenecía. Noté que me tomaban por un extraño, y aunque debía alegrarme de poder encontrarme bajo el maravilloso cielo de Roma, me sentí molesto e incómodo. A pesar de haberme cambiado de traje, no podía ocultar a los ojos de la gente aquello que me había formado y marcado. Me hallaba en un mundo maravilloso que, sin embargo, no paraba de recordarme que yo era en él un cuerpo extraño.