LAS CIEN FLORES DEL DIRIGENTE MAO

Otoño de 1957

Llegué a China a pie. Primero, después de hacer escala en Amsterdam y Tokio, aterricé en Hong Kong. Desde allí, un tren local me llevó a una pequeña estación en medio del campo desde la cual, me dijeron, llegaría a China. En efecto, cuando bajé al andén se me acercaron un revisor y un policía y señalaron hacia un puente lejano pero visible en el horizonte, y el policía me dijo, en inglés:

China!

Era un chino con uniforme de policía británico. Me acompañó durante un rato por una carretera asfaltada, tras lo cual me deseó buen viaje y regresó a la estación. Seguí caminando, cargado como estaba, con una maleta en una mano y una bolsa repleta de libros en la otra. El sol pegaba sin piedad, el aire era tórrido y pesado, las moscas zumbaban con insistencia.

El puente era corto, con una reja de metal oblicua, y debajo de él fluía un río medio seco. Un poco más lejos se veía una verja grande, toda cubierta de flores, unas inscripciones en chino y, en la punta, un escudo: sobre el fondo rojo, cuatro estrellas pequeñas y una más grande, todas de color oro. Junto a la verja había un nutrido grupo de guardias. Escrutaron mi pasaporte con suma atención, apuntaron mis datos en un voluminoso libro y me dijeron que siguiera caminando en dirección al tren que se veía a una distancia de medio kilómetro. Reanudé mi dificultosa marcha bajo el peso del sofocante calor; anduve bañado en sudor y rodeado por enjambres de moscas.

El tren estaba vacío. Los vagones eran idénticos a los de Hong Kong: con bancos dispuestos en filas, no había compartimentos separados. Finalmente nos pusimos en marcha. Atravesábamos tierras verdes y soleadas, el aire que entraba por las ventanas era caliente y húmedo, y olía a trópico. Todo eso me recordó la India, aquellos Madrás y Pondicherry que se me habían grabado en la memoria. Gracias a aquellas analogías hindúes no me sentía extraño, me encontraba en medio de unos paisajes que me resultaban familiares y que me gustaban. El tren se detenía a cada momento, en las pequeñas estaciones subían más y más personas. Todas iban vestidas igual. Los hombres, con chaquetas de dril azul oscuro, abrochadas hasta el cuello, y las mujeres, con vestidos estampados de flores, de un corte idéntico. Todos iban erguidos, sentados de cara al sentido de la marcha.

Cuando el vagón se hubo llenado, en una de las estaciones subieron tres personas con uniformes de color índigo chillón, una muchacha con dos ayudantes varones. La muchacha, dotada de una voz fuerte y decidida, nos dirigió un discurso bastante largo, después del cual uno de los dos hombres repartió a todos sendas tazas y el segundo las llenó de té verde, que vertía desde una jarra de metal. El té estaba hirviendo, los pasajeros soplaban para enfriarlo y lo tomaban a sorbos tan pequeños como ruidosos. Todos siguieron callados, nadie dijo una palabra. Intenté leer algo en sus caras pero éstas permanecían inmóviles, no expresaban nada. Por otra parte, no quería observarlos con demasiada insistencia, pues tal cosa, además de ser muestra de mala educación, habría podido despertar sospechas. Tampoco nadie clavaba la vista en mí, aunque en medio de aquellos driles y percales floreados debía de ofrecer un aspecto de lo más estrambótico, embutido en un elegante traje italiano comprado un año antes en Roma.

Después de tres días de viaje llegué a Pekín. Hacía frío, soplaba un viento seco y penetrante que cubría la ciudad y a la gente con nubes de polvo gris. En la estación, apenas iluminada, me esperaban dos periodistas del diario Chungkuo, una publicación de la juventud. Nos estrechamos las manos y uno de ellos, después de erguirse adoptando casi la posición de firmes, dijo:

—Nos alegramos de tu visita porque ésta demuestra que la política de las cien flores declarada por el dirigente Mao da sus frutos. El dirigente Mao nos insta a colaborar con otros y a compartir experiencias, cosa que precisamente hacen nuestras redacciones al intercambiar corresponsales permanentes. Te damos la bienvenida como corresponsal del Sztandar Mlodych acreditado en Pekín y, en contrapartida, un corresponsal nuestro irá a Varsovia en el momento oportuno.

Lo escuché temblando de frío porque no llevaba puesta ni cazadora ni gabardina, y en ningún momento dejé de buscar con la mirada un lugar caliente. Finalmente nos subimos en un coche soviético, un Pobieda, y fuimos al hotel. Allí me esperaba un hombre que los periodistas del Chungkuo me presentaron como el compañero Li, quien, me dijeron, en lo sucesivo sería mi intérprete. Todos hablábamos en ruso, que sería la lengua con la que me comunicaría durante la estancia en China.

Me lo había imaginado así: ahora me asignarán una habitación en una de las casas bajas que se ocultan tras esas tapias de arcilla o de arenisca que bordean las calles pequinesas hasta el infinito. En la habitación habrá una mesa, dos sillas, una cama, un armario, una estantería para libros, una máquina de escribir y un teléfono. Visitaré asiduamente la redacción del Chungkuo para preguntar por las novedades, leeré, haré mis viajes de reportero, recogeré material, escribiré y mandaré mis artículos, y, durante todo este tiempo, estudiaré chino. También veré museos, bibliotecas y monumentos de la arquitectura, departiré con profesores y escritores, vaya, conoceré a muchísima gente interesante en ciudades y pueblos, en tiendas y escuelas, iré a universidades, mercados y fábricas, a templos budistas y comités del partido, así como a cientos de otros lugares que vale la pena ver y conocer. China es un país inmenso —me decía y pensaba, lleno de alegría—: además de mi trabajo de corresponsal y reportero, acumularé un sinfín de impresiones y vivencias, y cuando mi estancia toque a su fin, me iré de aquí mucho más rico en experiencias, descubrimientos y conocimientos.

Lleno de las mayores esperanzas, me dirigí con el compañero Li a una habitación del primer piso. El compañero Li se metió en otra de enfrente. Quise cerrar la puerta y entonces descubrí que ésta no tenía ni picaporte ni cerrojo y que, además, las bisagras estaban colocadas de tal manera que la puerta siempre permanecía abierta hacia el exterior. Al mismo tiempo me di cuenta de que la puerta de la habitación ocupada por el compañero Li también estaba abierta hacia el pasillo y de que, así, él podía no quitarme ojo en ningún momento.

Decidí fingir que no me había percatado de nada y empecé a desempaquetar los libros. Primero saqué a Heródoto, que en la bolsa estaba encima de los demás, luego tres volúmenes de Obras escogidas de Mao Tse-tung, El libro verdadero de la Flor del Sur de Chuang Tzu (editado en 1953) y los libros comprados en Hong Kong: What’s wrong with China de Rodney Gilbert (1926), A History of Modern China de K. S. Latourette (1954), A Short History of Confucian Philosophy de Liu Wu-chi (1955), The Revolt of Asia (1927), The Mind of East Asia de Lily Abegg (1952), así como mis manuales y diccionarios de lengua china, que había decidido estudiar desde el primer día.

Al día siguiente, el compañero Li me llevó a la redacción del Chungkuo. Por primera vez vi Pekín de día. En todas direcciones se extendía un mar de casas bajas ocultas tras unas tapias. Por encima de aquellas tapias asomaba tan sólo la parte superior de unos tejados de color gris oscuro cuyos aleros se levantaban como alas. Desde lejos, todo daba la impresión de una gran bandada de pájaros negros que, inmóvil, esperaba la señal para levantar el vuelo.

En la redacción me dieron una bienvenida de lo más cordial. El redactor jefe, un hombre joven, delgado y alto, dijo que se alegraba mucho de mi visita porque así cumplíamos todos la indicación del dirigente Mao que rezaba: «¡Que se abran cien flores!»

En respuesta le dije que me congratulaba de estar allí, que era consciente de mis cometidos y que deseaba añadir que había traído conmigo tres volúmenes de las Obras escogidas de Mao Tse-tung, que tenía la intención de estudiar en mis ratos libres.

La frase fue recibida con gran satisfacción y reconocimiento. Ahora que la evoco, toda la conversación, durante la cual bebimos té verde, había consistido en un intercambio de fórmulas de cortesía como ésta, así como en pronunciar elogios del dirigente Mao y de su política de las cien flores.

En un determinado momento, de repente, como si obedecieran a una orden, los anfitriones se callaron y el compañero Li se levantó y me dirigió una mirada: supe que la visita había terminado. Me despidieron con nuevas muestras de gran cordialidad, obsequiándome con sonrisas y abriendo ante mí los brazos.

Todo había sido concebido y llevado a cabo de tal manera que durante la visita no arreglamos ningún asunto; no se discutió, ni tan siquiera se mencionó, una sola cosa concreta. No me hicieron preguntas y tampoco me dieron oportunidad para preguntar en qué iba a consistir mi estancia y mi trabajo en el país.

Tal vez —intenté darme una explicación— todo esto sea cosa de sus costumbres. A lo mejor es de mala educación abordar las cosas a bocajarro, me decía. Muchas veces había leído que Oriente tenía un ritmo de vida distinto, mucho más lento, que cada cosa tenía su propio tiempo, que uno debía conservar la calma y aprender a ser paciente, aprender a esperar, debía silenciarse e inmovilizarse por dentro, que el Tao no valoraba la agitación sino la inmovilidad, no la acción sino la inactividad, y que toda muestra de prisa, fiebre y violencia suscitaban sentimientos de desagrado pues se percibían como una demostración de mala educación y falta de modales.

También me daba cuenta de que un reportero polaco no era más que una mota de polvo frente a esa inmensidad que respondía al nombre de China y de que mi persona y mi trabajo no significaban nada ante las ingentes tareas a las que se enfrentaban todos, incluido el diario Chungkuo sin ir más lejos, y que debía esperar hasta que me tocase el turno.

De momento, tenía una habitación en el hotel, manutención y al compañero Li que no me dejaba ni por un instante; cuando yo estaba en mi habitación, él permanecía sentado a la puerta de la suya, observando todos mis movimientos.

Me sumergí en la lectura del primer tomo de Mao Tse-tung. Esta actividad se ajustaba a las exigencias del momento pues por todas partes se veían pancartas rojas con la consigna: ¡NO CEJÉIS EN EL ESTUDIO DE LOS IMPERECEDEROS PENSAMIENTOS DEL DIRIGENTE MAO! En aquellos momentos estaba yo leyendo la intervención que Mao había pronunciado durante una reunión de la cúpula del partido de Wayaopao, celebrada en diciembre de 1935, en la cual el orador analizaba los efectos de La Larga Marcha, que llamó «una marcha que la historia jamás ha conocido». «A lo largo de doce meses, espiados y bombardeados desde el cielo día tras día por decenas de aviones, rompiendo cercos, eliminando grupos de cobertura del enemigo y huyendo de la persecución de un ejército casi millonario, venciendo infinitos obstáculos y dificultades, todos seguimos hacia delante; medimos con nuestros propios pies más de doce mil quinientos kilómetros, atravesamos once provincias. Decidme, ¿acaso se han producido en la historia marchas semejantes? No. Jamás.» Gracias a aquella marcha, durante la cual el ejército de Mao «vencía cadenas de alta montaña cubiertas por nieves eternas y atravesaba llanuras cenagosas que el pie del hombre no pisaba casi nunca», no se dejó cercar por las fuerzas de Chiang Kaichek y pudo pasar a la contraofensiva.

A veces, cansado de leer a Mao, cogía el libro de Chuang Tzu, ese ferviente taoísta que despreciaba todo lo terrenal y señalaba como modelo a seguir a Hu Yu, el gran sabio taoísta. «Cuando Yao (el legendario soberano de China) le propuso el poder de máximo mandatario, él se lavó los oídos emponzoñados por tamaño ofrecimiento y se refugió en la remota y deshabitada montaña de Ki-shan.» Para Chuang Tzu, como para el bíblico Qohelet, el mundo exterior y la nada son una misma cosa, mera vacuidad: «Combatiendo o sometiéndonos al mundo exterior, cual un caballo desbocado nos lanzamos hacia el fin. ¿No es esto triste? También trabajamos arduamente durante toda la vida y no vemos los frutos de nuestros esfuerzos, ¿no es esto penoso? Que cansados y exhaustos no tengamos adónde regresar, ¿acaso tampoco es esto penoso? La gente dice que existe la inmortalidad, pero ¿qué provecho aporta? El cuerpo se descompone y con él, la mente. ¿Acaso no es esto lo más penoso?»

Chuang Tzu se muestra permanentemente asaltado por la duda, nada le resulta claro e inequívoco: «El habla no es tan sólo la mera exhalación del aire. El habla ha de decir algo, pero no se sabe a ciencia cierta qué. ¿En verdad existe el habla o tal vez no exista? ¿Se la puede considerar diferente que el gorjeo de los pájaros o quizá no?»

Quería preguntar al compañero Li cómo interpretaría un chino fragmentos como aquél, pero, ante la campaña en curso que exhortaba a estudiar los discursos de Mao, temí que aquella cita de Chuang Tzu sonara como una provocación, por lo que elegí otra, del todo inocente, sobre una mariposa: «Una noche Chuang Chou soñó que se había convertido en una mariposa que revoloteaba alegremente sin saber que era Chuang Chou. De pronto se despertó, siendo Chuang Chou. Y surgió la duda de si la mariposa era un sueño de Chuang Chou o Chuang Chou era el sueño de la mariposa. Y eso que Chuang Chou y la mariposa son bien diferentes. Y esto se llama transformación del ser.»

Pedí al compañero Li que me explicase el sentido de esta historia. Me escuchó, sonrió y se lo apuntó todo. Dijo que tenía que consultarlo y después me daría una respuesta.

Pero nunca me la dio.

Una vez hube acabado el primero, empecé a leer el segundo tomo de Mao Tse-tung. Estamos a finales de los años treinta, el ejército japonés ocupa ya gran parte de China y no para en su avance hacia el interior del país. Dos adversarios, Mao Tse-tung y Chiang Kai-chek, firman una alianza táctica para oponer resistencia frente al invasor japonés. La guerra se prolonga, el invasor es cruel y el país está destruido. Según Mao, en la lucha contra un enemigo con superioridad de fuerzas, la mejor táctica consiste en una hábil elasticidad y en pequeños aunque constantes hostigamientos. No cesa de subrayarlo, de viva voz y por escrito.

Estaba leyendo precisamente una conferencia de Mao sobre la interminable guerra con el Japón, conferencia que había pronunciado en la primavera de 1938 en Yenán, cuando el compañero Li, después de colgar el auricular al terminar una conversación por teléfono en su habitación, entró en la mía para anunciarme que al día siguiente viajábamos a la Gran Muralla. ¡La Gran Muralla! Para verla, ¡la gente recorría medio planeta! Al fin y al cabo, era una de las maravillas del mundo, una construcción única, casi mítica y, en cierto sentido, incomprensible. Pues los chinos la fueron construyendo, con interrupciones, a lo largo de dos mil años. Empezaron en una época en que estaban vivos Buda y Heródoto, y todavía trabajaban en ella cuando en Europa ya creaban sus obras Leonardo da Vinci, Tiziano y Johann Sebastian Bach.

Hay disparidad de números en lo tocante a la longitud de la muralla: desde tres mil kilómetros hasta diez mil. Se debe a que no existe una única Gran Muralla: son varias. Fueron levantadas en épocas diferentes, en lugares diferentes y con diferentes materiales. Tenían, eso sí, una cosa en común: en cuanto una nueva dinastía llegaba al poder, enseguida empezaba la construcción de la Gran Muralla. La idea de seguirla levantando no abandonaba ni por un momento a los soberanos chinos. Si interrumpían los trabajos, sólo era por falta de medios, pero en cuanto se saneaban las arcas reanudaban las obras.

Los chinos construyeron la muralla para defenderse de las invasiones de las tribus mongolas, nómadas, ágiles y expansivas. Dichas tribus llegaban en tropel, en turbamulta, formando ejércitos enteros, desde las estepas mongolas, la cordillera del Altai y el desierto de Gobi atacaban a los chinos, no cesaban de constituir una amenaza para su Estado y aterrorizaban con el fantasma de la masacre y la esclavitud.

Con todo, la Gran Muralla no era más que la punta del iceberg, un símbolo, un signo distintivo de China, un escudo de aquel país que durante milenios fue país de muros. Pues si bien la Gran Muralla sólo marcaba la frontera norte del imperio, también se alzaban murallas entre reinos en conflicto, entre regiones y entre barrios. Defendían ciudades y aldeas, puentes y desfiladeros. Protegían palacios, sedes gubernamentales, templos y ferias. Cuarteles, puestos de policía y cárceles. Los muros rodeaban casas particulares, separando un vecino de otro, una familia de otra. Y si partimos del supuesto de que los chinos levantaron murallas ininterrumpidamente durante cientos e incluso miles de años, si tomamos en consideración el —siempre alto— número de aquéllos, su entrega y disposición al sacrificio, su disciplina ejemplar y su laboriosidad de hormigas, obtendremos un saldo de cientos de millones de horas gastadas en construir murallas, horas que en un país pobre se habrían podido emplear en cosas tan útiles como aprender a leer y aprender un oficio, en cultivar nuevos campos y criar un hermoso ganado.

He aquí por donde escapa la energía del mundo.

¡Cuán irracional! ¡Cuán inútil!

Pues la Gran Muralla —y es una muralla-gigante, una muralla-fortaleza que se alarga miles de kilómetros a través de cordilleras vacías y deshabitadas, una muralla-objeto de orgullo y, como he mencionado, una de las maravillas del mundo— al mismo tiempo es la prueba de la debilidad y aberración humanas, de un enorme error cometido por la historia, que condenó a la gente de esta parte del planeta a la incapacidad para entenderse, para convocar una reunión en torno a una mesa donde, todos juntos, se plantearan cómo emplear con provecho el ingenio y las energías acumuladas de las personas.

Tal cosa resultaba una quimera, pues la primera reacción ante cualquier amago de problema era otra bien distinta: levantar una muralla. Encerrarse, separarse. Pues todo lo que llegaba del exterior, desde allí, no podía ser otra cosa que un peligro, el anuncio de una desgracia, un augurio del mal, vaya, la mismísima encarnación del mal.

Pero la muralla no sirve sólo para defenderse. Al tiempo que protege de la amenaza que acecha desde el exterior permite controlar lo que sucede en el interior. Al fin y al cabo, en una muralla hay aberturas, puertas y verjas. O sea, al vigilar estos lugares controlamos quién entra y quién sale, hacemos preguntas, comprobamos la validez de los salvoconductos, apuntamos nombres y apellidos, escrutamos los rostros, observamos, lo grabamos todo en la memoria. Así que la muralla es a la vez escudo y trampa, mampara y jaula.

Su peor característica consiste en que engendra en mucha gente la actitud de defensor de la muralla, crea una manera de pensar en la que todo está atravesado por esa muralla que divide el mundo en malo e inferior: el de fuera, y bueno y superior: el de dentro. Por añadidura, ni siquiera hace falta que ese defensor esté físicamente presente junto a la muralla, puede permanecer bien lejos de ella, pero basta que lleve dentro su imagen y obedezca las reglas que su lógica impone.

Para llegar a la Gran Muralla, hay una hora de carretera en dirección norte. El automóvil primero atraviesa la ciudad. Sopla un viento gélido y racheado. Los peatones y los ciclistas se inclinan hacia delante: adoptan la postura a la que obliga la lucha con la ventisca. Ríos de ciclistas lo inundan todo. Cada uno de ellos se detiene ante semáforos en rojo como si de pronto un dique cortase su curso, y luego vuelve a fluir hasta el semáforo siguiente. Este ritmo monótono y aburrido sólo se ve interrumpido por el viento, cuando sopla con una ráfaga violenta. Entonces el río empieza a enturbiarse y fragmentarse, haciendo tambalearse a unos y forzando a otros a detenerse y apearse. En las filas de los ciclistas se producen confusión y caos. Pero en cuanto el viento se calma, todo vuelve a su lugar y, laboriosamente, sigue su camino.

En las aceras del centro de la ciudad hay mucha gente, y a menudo se ven columnas de niños con uniformes escolares. Los niños caminan en parejas, agitan banderitas rojas, al frente va uno portando una gran bandera roja o el retrato del Buen Padrino: el dirigente Mao. Las columnas, al unísono y con ardor, exclaman, cantan y corean algo.

—¿Qué gritan? —pregunto al compañero Li.

—Quieren estudiar el pensamiento del dirigente Mao —me responde.

Los policías, que se ven en todas las esquinas, dan prioridad a estas columnas.

La ciudad es amarilla y azul marino. Amarillas son las paredes que bordean las calles y azul marino es el color de los uniformes de dril que lleva la gente. Estos uniformes son un logro de la revolución, aclara el compañero Li. Antes la gente no tenía qué ponerse y se moría de frío. Los hombres lucen un corte de pelo de reclutas y el sexo femenino —desde las niñas hasta las ancianas— recuerda a los ancestrales reyes polacos de la dinastía Piast: flequillos rectos y cortos, también corto el pelo en la nuca. Hay que fijarse bien para distinguir los rostros pero, al mismo tiempo, clavar la vista es señal de falta de modales.

Si alguien lleva una bolsa, ésta es idéntica a todas las demás. Las gorras, otro tanto. Si hay una gran reunión y la gente debe dejar mil gorras y bolsas iguales en el guardarropa, no sé cómo distingue la suya al salir. Sin embargo, ellos sí lo saben, cosa que demuestra que las verdaderas diferencias pueden estar en los detalles más nimios, como por ejemplo un botón cosido de una manera especial, nada de cosas llamativas, a gran escala.

Se sube a la Gran Muralla por una de las abandonadas torres. La gigantesca construcción, erizada de macizos torreones y almenas, es tan ancha que por su cima pueden caminar hombro con hombro incluso diez personas. Desde el lugar en que estamos, la muralla se extiende serpenteando hasta el infinito, cada una de sus puntas se pierde entre bosques y montañas. El lugar está desierto, no se ve ni un alma, el viento pugna por arrancarnos la cabeza. Ver todo esto, tocar piedras acarreadas siglos ha por hombres que se caían de agotamiento, ¿para qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué utilidad?

A medida que pasaban los días empecé a considerar la Gran Muralla como una Gran Metáfora, pues me rodeaban personas con las que no podía comunicarme y un mundo en el que yo era incapaz de penetrar. Mi situación se volvía cada vez más extraña. Debía escribir, pero ¿sobre qué? No había más prensa que en chino, así que no comprendía nada. Al principio había pedido al compañero Li que me tradujese algunos textos, pero en su traducción todos los artículos empezaban con las palabras: «Como señala el dirigente Mao» o «Siguiendo las indicaciones del dirigente Mao», etc. ¿Cómo iba a saber si de verdad los periódicos decían esto? Mi único enlace con el mundo exterior era el compañero Li, quien a la vez se convertía en la más hermética de las barreras. A toda petición mía —para una cita, una entrevista, un viaje— me contestaba invariablemente: «Lo transmitiré a la redacción.» Sin embargo, jamás llegó respuesta alguna. Tampoco podía salir solo: el compañero Li me seguía a todas partes. De todos modos, ¿adónde podía ir? ¿A quién iba a visitar? No conocía la ciudad, no conocía a nadie, no tenía teléfono (sólo el compañero Li tenía uno).

Y, sobre todo, no conocía la lengua. Es cierto que, por mi propia cuenta, había empezado a estudiarla desde el primer momento. Es cierto que había intentado atravesar la jungla de los jeroglíficos e ideogramas chinos, pero no tardé en llegar a un callejón sin salida: la polisemia. No hacía mucho había leído en algún lugar que existían más de ochenta traducciones inglesas de Tao Te King (la biblia del taoísmo) y que todas eran competentes y fehacientes y al mismo tiempo ¡diametralmente distintas! Se hundió la tierra bajo mis pies. No, pensé, no me las arreglaré, no podré con esto. Los ideogramas bailaban ante mis ojos, parpadeaban y titilaban, cambiaban de aspecto y posición, modificaban sus relaciones y ligazones, sus configuraciones y dependencias, se multiplicaban y se dividían, formaban pilones y columnas, unos sustituían a otros, formas con «ao» aparecían —a saber cómo en signos con «ou», o de repente confundía el signo «eng» con el signo «ong», ¡lo que constituía el más garrafal de los errores!