JERJES
Al principio no se vislumbra
el desenlace definitivo.
HERÓDOTO
De vuelta en Addis Abeba, esta escena, cual la visión en sueños descrita por Heródoto, una y otra vez aparece ante mis ojos. Su mensaje es pesimista, fatalista: el hombre no tiene elección en su modo de actuar. Lleva en su interior su sino como si de un código genético se tratase: debe dirigirse a aquel lugar y hacer aquello que le manda el destino. Éste es, precisamente, el Ser Supremo, la omnipresente y omniabarcable Fuerza Cósmica Causante de Todo. Nadie está por encima del destino, ni siquiera el Rey de Reyes, qué digo, ni siquiera los mismos dioses. De ahí que el espectro que aparece ante Jerjes no tenga la forma de un dios: con éste aún se podría pactar o negarle obediencia o incluso intentar engañarlo, cosas todas imposibles ante el destino. Aparece como una figura anónima, sin nombre ni rasgos definidos, y se limita a advertir, a dar órdenes y a amenazar.
¿Cuándo lo hace?
Pues el hombre, al tener el destino inscrito de una vez para siempre, sólo tiene que leer ese guión y cumplirlo punto por punto. Si lo descifra mal o trata de cambiarlo, será precisamente entonces cuando aparezca ese espectro-destino y primero amenazará con el dedo, pero si tal cosa no surte efecto se encargará de que se abata sobre el engreído una desgracia: su castigo.
Humildad ante el destino es, por lo tanto, condición para sobrevivir. Al principio Jerjes acepta su papel, que consiste en vengar en los griegos la ofensa infligida a los persas y a su padre. Les declara la guerra y jura que no descansará hasta ver conquistada y reducida a cenizas la ciudad de Atenas. Más tarde, sin embargo, después de escuchar palabras de sentido común, cambia de opinión, silencia sus pensamientos belicistas, aplaza sus proyectos de invasión, da marcha atrás. Pero precisamente en este momento surge ante él la visión nocturna que parece decir: «¡Insensato, no vaciles! ¡Estás predestinado a atacar a los griegos!».
En un principio, Jerjes intenta ignorar el incidente nocturno, considerarlo una quimera, elevarse por encima de él. Pero con esto aún irrita e indigna más al espectro, que vuelve a apostarse junto a su trono y junto a su lecho, ahora ya seriamente enfadado y amenazador. Así que Jerjes pide auxilio, pues no está seguro de no haber sido víctima de un acceso de locura causado por el exceso de responsabilidad: al fin y al cabo, debe tomar una decisión que sellará el destino del mundo —y lo sellará, como resultará más tarde, para miles de años—, así que manda llamar a su tío Artábano. «Ayúdame», le pide. Este último aconseja en un principio que Jerjes ignore aquel sueño: soñamos aquello en lo que hemos pensado de día, y sanseacabó. En una palabra, los sueños, sueños son, parece decir Artábano.
Pero sus consejos no convencen al rey; la visión no lo abandona, todo lo contrario, aparece cada vez más acuciante e implacable. Al final incluso Artábano —un hombre sensato y sabio, racionalista y escéptico— cede ante el espectro, no sólo cede, sino que de descreído se convierte en solícito portavoz y ejecutor del mandato dictado por el espectro-destino. ¿A por el griego, se ha dicho? ¡Pues a por él! ¡Ahora, enseguida, ya! El hombre es esclavo de las cosas y de los espíritus, y aquí vemos que el poder de los espíritus es más fuerte que el de las cosas.
Un persa o un griego común y corriente, pensando en esas pesadillas nocturnas de Jerjes, puede discurrir de este modo: «Oh dioses, si una tan grande figura, el Rey de Reyes y soberano del mundo, no es más que un simple peón en manos del destino, ¡qué decir de mí, hombre gris, humilde entre los humildes, una mota de polvo!». Y halla consuelo en esta historia, halla alivio e, incluso, optimismo.
No deja de ser Jerjes una figura enigmática. Aunque durante un tiempo gobierna el mundo (casi todo él, con la excepción de dos ciudades: Atenas y Esparta, cosa que le quita el sueño), sabemos bien poco de él. Sube al trono a la edad de treinta y dos años. Ansía el poder absoluto, sobre todos y sobre todo (me viene a la memoria el título de un reportaje del nombre de cuyo autor lamentablemente no me acuerdo: «Mamá, ¿llegará el día en que lo tengamos todo?»). He ahí, precisamente, el motor de su vida: el deseo de tenerlo todo. Nadie osa enfrentársele, toda objeción puede costar la cabeza. Pero aun así, en semejante clima de silencioso asentimiento, basta con una sola voz de oposición para que el soberano sienta desasosiego, para que empiece a dudar. Lo mismo sucede en este caso, por obra de Artábano. Jerjes pierde su seguridad y aplomo hasta tal punto que acaba obedeciendo al tío y decide dar marcha atrás. Todo esto, sin embargo, no son más que problemas, discusiones y vacilaciones que se producen entre seres humanos. Pero de pronto entra en este mundo terrestre la Fuerza Superior, Decisiva. Y a partir de este momento, todo el mundo seguirá su voz. El destino tiene que cumplirse, nadie puede cambiarlo ni evitarlo aunque conduzca al precipicio.
De manera que Jerjes, actuando de acuerdo con lo que le dicta la voz del destino, va a la guerra. Sabe lo que constituye su fuerza más poderosa, que a la vez es la fuerza de Oriente, de Asia: el número de sus hombres, esa incalculable marea humana que con su solo peso e ímpetu apabullará y aplastará al enemigo. (Me vienen a la mente escenas de la Primera Guerra Mundial: en Masuria, generales rusos lanzaron al ataque contra las posiciones alemanas regimientos enteros en los cuales sólo una parte de soldados estaba equipada con fusiles, fusiles, por añadidura, sin munición).
Primero, durante cuatro años, se dedica a formar su ejército, el ejército del mundo, en cuyas filas entrarán, sin excepción, todos los pueblos, tribus y clanes del imperio. Su mera enumeración ocupa a nuestro griego varias páginas. Según sus cálculos, el ejército en cuestión —infantería, caballería y tripulación de navíos— contaba con más de cinco millones de hombres. Exageraba. Aun así, era un ejército enorme. ¿Cómo aprovisionarlo de agua y comida? Entre hombres y animales, aquella mole en movimiento se bebía ríos enteros, dejando tras de sí cauces vacíos. Alguien notó que Jerjes, felizmente, comía una vez al día. Si el rey y tras él todo su ejército hubieran comido dos veces al día, habrían convertido en desierto toda Tracia, toda Macedonia y toda Grecia, y todos los habitantes de esas tierras habrían muerto de inanición.
A Heródoto le fascina el avance de este ejército, le fascina ese mareante flujo de hombres, animales y pertrechos, ese caudaloso río de armas y ropajes —pues cada pueblo tiene sus propias vestimentas—: el abigarrado colorido de todo ese gentío no es fácil de describir. Abren la columna dos carros: el sagrado carro de Ahuramazda, tirado de ocho blancos caballos, en pos de los cuales venía a pie el cochero con las riendas en la mano, pues ningún hombre mortal puede subir sobre aquel tronco sacro. Tras él venía el mismo Jerjes, sentado en su carroza tirada de caballos «neseos»… A sus espaldas marchaban mil lanceros, luego otro escuadrón de caballería selecta y, detrás, un cuerpo de la mejor infantería, que constaba de diez mil «inmortales». Éstos refulgían de tanto oro como llevaban. Tenían, asimismo, carros especiales en los que iban sus cortesanas y sus sirvientes, numerosos y hermosamente ataviados. Tras ellos caminan, formando ya un desordenado tropel, ingentes masas de soldados de todas las razas y tribus.
Pero que no nos confunda el impresionante colorido de ese ejército que va a la guerra. Esto no es una celebración, una fiesta. Todo lo contrario. Heródoto apunta que era necesario el uso del látigo para apremiar a un ejército que avanzaba en silencio y a duras penas.
Sigue con suma atención el comportamiento del rey de los persas. Jerjes tiene una naturaleza impredecible, desequilibrada; asombroso manojo de contradicciones, recuerda a Stavroguin, el demonio dostoievskiano.
Helo aquí conduciendo a su ejército hacia Sardes: por el camino encuentra un plátano al que, prendado de su belleza, regaló un aderezo de oro, y señaló para cuidar de él a uno de los guardias que llamaban los «inmortales».
Todavía dura su admiración por el árbol encontrado, por la gran belleza de aquel plátano, cuando le comunican que una fuerte tormenta en el estrecho del Helesponto ha embestido y destrozado los puentes que él había mandado construir para que el ejército —del cual él mismo era comandante en jefe y al que conducía a Grecia— pudiera pasar de Asia a Europa. Al oír la noticia, Jerjes monta en cólera. Mandó dar al Helesponto trescientos latigazos y arrojar al fondo de él un par de grilletes. Aun tengo oído que envió allá unos verdugos para que lo estigmatizasen. Sea como fuere, lo cierto es que ordenó que al tiempo de azotarlo le cargasen de oprobios que ningún griego osaría pronunciar: «Agua maligna, este castigo te infringe nuestro señor porque lo has agraviado sin haber recibido de su parte la menor injuria. Y a fe tanto si quieres como si no, el rey Jerjes pasará sobre ti. Con razón nadie te hace sacrificios, pues no eres más que un riachuelo turbio y salado». Tal castigo mandó ejecutar contra el mar; mas lo peor fue que hizo cortar las cabezas a los oficiales encargados de los puentes sobre el Helesponto.
Ignoramos el número de cabezas que manda cortar. Tampoco sabemos si los condenados constructores y vigilantes de los puentes sumisamente ofrecen sus nucas o si se prosternan y suplican clemencia. La carnicería debe de ser terrorífica, pues puentes como aquél eran construidos por miles y miles de hombres. En cualquier caso, las órdenes dictadas tranquilizan a Jerjes, le permiten recuperar el perdido equilibrio interior. Sus hombres tienden nuevos puentes sobre el Helesponto y los magos declaran que todas las señales auguran un futuro propicio.
Radiante, el rey decide continuar la marcha cuando comparece ante él un amigo lidio, Pitio, y le suplica una gracia: Señor, cinco hijos tengo, y los cinco os acompañan en esa expedición contra la Grecia. Quisiera que, compadecido de la avanzada edad en que me veis, dieseis licencia al primogénito para que, exento de la milicia, se quedase en casa a fin de cuidar de mí y de mi hacienda. Vayan en buena hora los otros cuatro, llevadlos en vuestro ejército, y ojalá, cumplidos vuestros deseos, retornéis glorioso.
Al oír estas palabras, Jerjes vuelve a montar en cólera: «¿Cómo tú, hombre ruin —grita al anciano—, te has atrevido a hacer mención de ese tu hijo que, siendo mi esclavo, debería acompañarme con toda su familia y aun su misma esposa?». Acabada de dar esta respuesta, dio orden a los ejecutores ordinarios de los suplicios que fuesen al punto a buscar al hijo primogénito de Pitio y hallado lo partiesen en dos de un tajo, y luego pusiesen una mitad del cuerpo en el camino a mano derecha y la otra a mano izquierda, y que entre ellas pasase el ejército.
Y, en efecto, así se hizo.
La infinita riada de soldados llenaba el camino y avanzaba bajo el apremiante silbido de los látigos, y los guerreros contemplaban los restos ensangrentados del hijo mayor de Pitio, colocados a ambos lados de su itinerario. ¿Dónde estaría Pitio en ese momento? ¿Junto al cadáver? ¿Junto a qué parte del mismo? ¿Cómo se comportaría al ver aproximarse el carro de Jerjes? ¿Cuál sería la expresión de su rostro? No lo sabemos, porque en tanto que esclavo, está obligado a permanecer de rodillas y cabizbajo.
Durante todo el tiempo acompaña a Jerjes la sensación de incertidumbre. Este gusano no para de corroerlo. Lo oculta bajo actitudes cargadas de altivez y soberbia. Para sentirse más afianzado, interiormente fortalecido y seguro de su poderío, organiza revistas de las tropas, tanto terrestres como navales. La visión de tamaña mole debe dejar patidifuso, quitar el aliento. El número de flechas disparadas al mismo tiempo de todos los arcos es tan desmesurado que tapa el sol. El número de navíos es incalculable, hay tantos que no se ve el agua de la bahía: Estando ya Jerjes en Abido, quiso ver reunido a todo su ejército. Habían levantado los abidenos encima de un cerro, conforme a la orden que les había dado, un trono primorosamente hecho de mármol blanco. Sentado en él, Jerjes estaba contemplando todo su ejército de mar y tierra esparcido por aquella playa. Este espectáculo despertó en él la curiosidad de ver un remedo de una batalla naval… Una vez celebrado el mismo, quedó el rey muy complacido, tanto por el simulacro como por la vista de la armada. Viendo Jerjes todo el Helesponto cubierto de naves, y llenas asimismo de hombres todas las playas y todas las campiñas de los abidenos, primero se tuvo por el mortal más feliz y de tal se alabó, pero poco después prorrumpió en llanto.
¿El rey llora?
Su tío Artábano, al verlo deshecho en lágrimas, dirige a Jerjes estas palabras: «Majestad, ¿qué novedad es ésta? ¡Poco ha feliz en vuestra opinión, al presente lloráis!». «No lo admires —replicole Jerjes—, pues al contemplar mi armada me ha sobrecogido un afecto de tristeza, doliéndome de lo breve que es la vida de los mortales, y pensando que en tanta muchedumbre de gente ni uno solo quedará al cabo de cien años».
Esta conversación en torno a la vida y la muerte se prolongará durante un buen rato todavía, pero una vez acabada, el rey envía a su anciano tío de vuelta a Susa y, al alba, ordena cruzar el estrecho del Helesponto y alcanzar la otra orilla, comienzo de Europa: Empieza a dejarse ver el sol, y Jerjes, haciendo al mar con una copa de oro sus libaciones, pide y ruega al mismo tiempo a aquel su dios que no le acontezca ningún encuentro tal que le obligue a detener el curso de sus victorias antes de haber llegado a los últimos términos de la Europa.
El ejército de Jerjes —privando de su caudal a los ríos, convirtiendo en víveres cualquier cosa que encuentra a su paso y bordeando las orillas norte del mar Egeo— atraviesa Tracia, Macedonia y Tesalia, y llega hasta las Termópilas.
Lo ocurrido en las Termópilas se enseña en todas las escuelas, por lo general se le dedica una hora de clase entera, los alumnos deben dibujar mapas, escribir redacciones de control en torno al tema y preparar chuletas para el examen final de bachillerato.
Se trata de un angosto desfiladero entre el mar y una alta montaña que está al noroeste de la actual capital de Grecia. Conquistar este paso equivale a tener el camino expedito hacia Atenas. Lo comprenden los persas, lo saben los griegos. Por eso librarán aquí una encarnizada batalla en la cual morirán todos los combatientes griegos, aunque los persas tampoco saldrán bien parados: sus pérdidas serán enormes.
En un principio, Jerjes, convencido de que el puñado de griegos encargado de defender las Termópilas al ver el gigantesco ejército persa sencillamente huiría en desbandada, tranquilamente espera el desarrollo de los acontecimientos. Pero los griegos, comandados por Leónidas, no se retiran. Impaciente ante esta actitud, Jerjes envía en misión de reconocimiento a un espía a caballo. Después que estuvo el jinete cerca del campamento —¿qué es lo que ve?—, vio, pues, que unos lacedemonios se entretenían en los ejercicios gimnásticos y que otros se ocupaban en peinar y componer el pelo: mirando aquello el espía, quedó maravillado haciéndose cargo de cuántos eran; certificose bien de todo y dio la vuelta con mucha tranquilidad, no habiendo nadie que lo siguiese, ni que hiciese caso ninguno de él. A su vuelta dio cuenta a Jerjes de cuanto había observado. Al oír Jerjes aquella relación, no lograba comprender por qué los griegos estaban dispuestos a morir.
La batalla se prolonga durante varios días, pero, finalmente, hace decantar la balanza un traidor que enseña a los persas un sendero a través de las montañas. Rodean a los griegos, y les dan muerte a todos. Después de la batalla Jerjes recorre el campo cubierto de cadáveres buscando el cuerpo de Leónidas. Fuese Jerjes a pasear entre los muertos, y allí dio orden de que, cortada la cabeza de Leónidas, fuera clavada a un palo.
A partir de entonces, Jerjes perderá todas las batallas ulteriores. Al percatarse Jerjes del desastre que había sufrido, ante el temor de que los griegos zarpasen con rumbo al Helesponto y destruyesen los puentes (con lo que se vería en peligro de perecer atrapado así en Europa), empezó a pensar en la huida.
Y en efecto huye, huye del campo de batalla todavía antes del fin de la guerra. Regresa a Susa. Tiene por aquel entonces treinta y tantos años. Aún será rey de los persas durante otros quince. Sabemos bien poco de esos años. Se dedicó a ampliar su palacio en Persépolis. ¿Se sentiría interiormente quemado? ¿Sufriría de depresión? En cualquier caso para el mundo había desaparecido. Se apagaron los sueños de grandeza, del poder sobre todos y sobre todo. Se dice que sólo le interesaban ya las mujeres: erigió para ellas un harén grandioso, imponente, cuyas ruinas tuve la oportunidad de contemplar.
Tenía cincuenta y seis años cuando, en el año 465, lo mató el jefe de su guardia personal, Artábano, quien luego hizo rey a Artajerjes, hermano menor del rey asesinado. Éste mató más tarde al susodicho Artábano en una pelea cuerpo a cuerpo en que un buen día se habían enzarzado en el palacio. Al hijo de Artajerjes —Jerjes II— lo mató en el año 425 su hermano Sogdiano, quien más tarde sería asesinado por Darío II, etcétera, etcétera.